Delta del Tigre está en el kilómetro 23 de la ruta 1. Es el primer barrio de Ciudad del Plata que aparece en el departamento de San José, yendo desde Montevideo. El Censo 2011 encontró 20.000 habitantes, mientras que en 1996 había 14.000. Según informes territoriales de las intendencias de Montevideo y San José, las últimas décadas vieron llegar al Delta a trabajadores de clase media-baja y baja que la crisis expulsó de los barrios de la periferia de la capital y que fueron ocupando predios con ranchos. Fueron años de urbanización precaria que dejaron asentamientos, huertas y gallineros sobre baldíos, pero también terrenos poco amigables como arenales y bañados que con una mano dan y con la otra quitan: el Sistema Nacional de Áreas Protegidas estima que son 60 las familias que viven de cortar y vender los juncos que crecen al borde del Santa Lucía, el mismo río que se desborda y obliga a los vecinos a abandonar sus casas de lata y material.

Vivir en el Delta es un estigma, cuenta Ana (todos los nombres de esta nota fueron cambiados a pedido de los protagonistas). Es educadora social e integra una ONG -hoy se conocen como Organizaciones de Sociedad Civil (OSC)- que trabaja en el barrio por un convenio con el Mides. El programa se llama Servicio de Orientación, Consulta y Articulación Territorial (SOCAT), está instalado en el barrio desde 2006 y apunta a tender redes entre las necesidades y dificultades de la comunidad y la mano benefactora del Estado. Básicamente, informa a los vecinos sobre bienes, servicios y derechos que no saben que tienen: educación, oportunidades de trabajo, planes de vivienda, aunque a veces las tareas desbordan esa descripción.

Vivir en Delta del Tigre pesa. “Es el barrio que concentra la mayor población de Ciudad del Plata, y también la población más pobre”, apunta Ana. “El barrio se funda alrededor de 1950, con trabajadores y obreros que fueron expulsados de Montevideo y de lugares del norte del país, como Artigas, que fueron construyendo sus casas, las más viejas que hay, que están hechas con materiales más fuertes que las que construyen los desplazados de hoy, que tienen otro arraigo cultural, económico y social. Se da una discriminación intrabarrial entre nuevos y viejos habitantes, aunque en realidad en su mayoría son desplazados”. La brecha que parte el barrio también es geográfica: la zona más vieja se conoce como “el frente” y la más nueva, un margen dentro del margen, es “el fondo”.

Las ONG que trabajan en “el fondo” saben que es un lugar atravesado por tensiones. Ana cuenta lo difícil que es lograr que algunos jóvenes generen lazos en el barrio y confianza en el sistema educativo. Uno de los antagonistas es La Banda del León, una barra brava de Peñarol que, según la educadora, seduce hacia la plaza y hacia lugares alejados de las redes barriales. La Policía empezó a marcar presencia este año, cuando 50 oficiales de dedicación total de los 1.000 que el Ministerio del Interior dispuso para todo el país empezaron a patrullar la ciudad, y en especial el Delta. La ONG que trabaja en el barrio y la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH) coinciden en que el año pasado hubo un aumento de operativos de saturación y allanamientos que apuntan a desmantelar bocas de pasta base, y las denuncias de abuso policial empezaron a brotar entre los habitantes de una zona que ya estaba marcada por conflictos y miedos. La semana pasada, dos jóvenes que la ONG estaba acompañando robaron el local del SOCAT. Ana lo lamenta: “Muchas veces las propuestas que tenemos para hacerles a los jóvenes no se condicen con sus necesidades, y hay que buscarle la vuelta. Es un desafío permanente que creo que vamos perdiendo, pero lo seguimos intentando”.

Los simuladores

Bruno tenía historial. Hurto, rapiña, lesiones. Lo estaban buscando por averiguaciones sobre delitos en Montevideo y por un robo grande en San José. Ana no lo conocía cuando lo vio llegar, el miércoles 11 de noviembre de 2015, a la policlínica de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), que también hace de local del SOCAT. Llegó con su hermana, Helena, y un niño de dos años, su sobrino. Una familia más de las que llegan todos los días a llevar dudas y problemas.

La familia prefiere no hacer declaraciones, así que el relato llega por intermedio de Ana, vocera de una red de instituciones y organizaciones del barrio que comparten la preocupación por lo que pasó. Bruno y Helena estaban buscando “el Mides”; los habían citado a esa hora, el mediodía, para que pasaran a buscar la tarjeta Uruguay Social, que permite acceder gratis a un monto mensual de comida y artículos de limpieza. Contaron que el día anterior tres funcionarios del ministerio habían visitado su casa. Bajaron de un auto blanco con vidrios oscuros y no mostraron ninguna identificación. Sólo recordaban que uno de ellos, el que hacía las preguntas, se había presentado como Luis. En la denuncia que la familia terminó haciendo en la Comisaría 11ª, la madre de los dos jóvenes lo describe como un hombre de aproximadamente 40 años, alto, pelado, de buzo gris, pantalón marrón y carpeta celeste, en la que iba anotando las respuestas que le daban: nombres, edades, integrantes de la familia, estado de la casa. Helena, que sería la beneficiaria, preguntó si podía ir sola a hacer el trámite al día siguiente. Le dijeron que no.

Ana percibió algo raro en el procedimiento. Que al día siguiente a una visita se entregue la tarjeta es, según los plazos, un milagro burocrático: los trabajadores de la ONG, que muchas veces toman los pedidos y los elevan al Mides, saben que hay un máximo de seis meses entre que se inicia el trámite y el primer relevamiento, y fuentes del ministerio confirman que un día es un plazo irregular. Además, las tarjetas nunca se retiran en la policlínica. Luis es el primer nombre del jefe de la Oficina Territorial del Mides en Ciudad del Plata, así que, por las dudas, llamaron para averiguar. La familia, en efecto, estaba en contacto con el programa Cercanías del Equipo Territorial de Atención Familiar del ministerio, que no opera en los centros de ASSE. Dos mujeres los habían visitado para hablarles de la tarjeta, pero no estaba en trámite.

Pero el auto está allá afuera, dijeron los jóvenes. El blanco de la chapa no lucía el logo de ninguna organización estatal. Dos de los tres hombres bajaron y les pidieron identificación a Ana, Bruno y Helena. La educadora les devolvió la pregunta. Luis contestó que se llamaba Luis, sin apellido.

Ana les pidió más datos: en qué oficina trabajaban, dónde estaba el formulario de la tarjeta, a lo que respondieron, relata, de forma general y evasiva. Ella les dijo que el procedimiento no era correcto. Uno de ellos tomó el teléfono y dijo que llamaría a la oficina, mientras otro les pedía a los hermanos sus cédulas de identidad. Cuando Bruno presentó la suya, Ana vio cómo uno de los hombres lo agarraba del brazo. “Esto es un procedimiento policial. Queda detenido”, dijo.

Fue otra gente

Fue confuso. Bruno y Helena salieron corriendo. El niño se quedó llorando. Ana lo levantó y lo hizo entrar a la policlínica. Cerca de ahí había feria. La educadora dice que los vecinos contaron cinco disparos.

Minutos después, volvió Helena con su madre, y fueron hasta la Comisaría 11ª a preguntar. Los policías dijeron que no sabían nada sobre procedimientos de ese tipo en el barrio. En el Mides tampoco se sabía nada. Les presentaron a los oficiales que investigaban de particular, pero ninguno de ellos era Luis ni sus compañeros. Ana y la familia empezaron a especular que se trataba de “otra gente”. Una prima arrancó en moto rumbo a una zanja cerca del Santa Lucía, donde cada tanto aparecen cuerpos, secuelas de los ajustes de cuentas.

Cinco horas de espera después, les dijeron que habían averiguado que era un procedimiento policial de la Seccional 5ª de Montevideo, que el destino de Bruno era el Juzgado de Libertad y que Helena podía pasar por ahí a buscar su cédula. Bruno fue procesado con prisión, y hoy está en el Complejo Penitenciario Santiago Vázquez.

Pasaron seis meses llenos de denuncias varias y pocas respuestas. Las ONG mandaron cartas al Mides, al Ministerio del Interior y a la INDDHH. Ana y sus colegas están preocupados por los daños que el episodio pueda haber acarreado al trabajo de la sociedad civil organizada en el barrio. “Para ellos, el Mides se lo llevó preso”, sostiene la educadora, que ve con preocupación que las acciones del brazo armado del Estado se confundan con las de la mano social. “¿Maneja la Policía la información precisa sobre el trabajo del Mides y su articulación con Salud Pública? [...] ¿Sólo sucedió esta vez o será moneda corriente pero ni nos enteramos?”, se preguntan los integrantes de la ONG en una carta. Fuentes policiales opinan que puede ser un procedimiento legítimo o no, dependiendo de los detalles del caso, pero que “no es frecuente”.

La INDDHH aún no contestó a los denunciantes, pero la diaria pudo saber que le planteó el caso a Eduardo Bonomi, ministro del Interior, junto con otras varias denuncias de abuso policial en Delta del Tigre. El jerarca les contestó que el tema se está estudiando. La ONG también llamó a las líneas del Ministerio del Interior que permiten hacer reclamos anónimos, pero el anonimato conlleva la carga de no poder hacer un seguimiento del caso.

En el barrio hay inquietud, dice Ana. “Este caso interpela el trabajo que realizamos, el lugar que tienen las políticas sociales: generar que las familias estén acostumbradas a que ingresemos en las casas sin ninguna identificación, dándonos lugar a partir de las necesidades de las personas”, se cuestiona.

Pasaron seis meses. Nadie sabe quién es Luis ni de dónde salió el auto blanco.