El pueblo ya no está más en las calles. En su lugar irrumpió la gente, una abstracción tan concreta que es capaz de desestabilizar gobiernos, una entidad con voceros. Sus voceros son “los medios de comunicación”, erigidos y autodenominados representantes de la entidad, y que desde ese rol denuncian, demandan, juzgan. Todo esto no es verdad, y, sin embargo, parece que lo es.

Tanto en Brasil como en Uruguay y Argentina, los medios de comunicación masivos pertenecen en su gran mayoría a pocas familias con intereses políticos y/o económicos, pertenecientes a determinada clase social. Tienen parentescos biológicos y económicos con los principales grupos empresariales de sus países, por lo tanto, no es de extrañar que el concierto suene afinado. La “gente”, entidad corporizable por medio de encuestas de opinión pública -en algunos casos de discutible metodología-, parecería marcar los temas de agenda y tomar decisiones con mayor legitimidad que la población cuando utiliza los mecanismos pautados por la democracia representativa, en otras palabras, el voto.

Medios, encuestas de opinión pública, medios que comentan las encuestas de opinión pública. Proliferan los intermediarios, las interpretaciones. El desprecio o rechazo de determinados sectores sociales por los partidos de izquierda y lo que estos representan se convierte de súbito en el rechazo de la mayoría, y cuesta trazar la genealogía que llevó al estado actual de cosas.

En esa encrucijada, los partidos de izquierda no aciertan a entender las nuevas lógicas, y oscilan entre diatribas furibundas contra los grandes grupos mediáticos, reformas legales tibias o no implementadas para “democratizar” los medios, la confusión entre comunicación institucional y periodismo, el enfoque moralizante de las buenas o malas noticias, el ensayo de alternativas panfletarias, o la simple resignación.

En Brasil, los principales diarios publicaron el 29 de marzo un aviso con fondo amarillo y letras blancas que reclamaba “Impeachment já!”. No tenía firma. Algunos diarios creyeron que era suficiente aclarar, varias páginas después, que se trataba de un aviso pagado por la Federación de Industrias del Estado de San Pablo. Otros, ni eso. El relato de la escalada de corrupción del Partido de los Trabajadores (PT) sólo podía tener un final: la destitución de la presidenta. Dilma Rousseff y el PT denunciaron una campaña mediática en su contra. Pero el impeachment sigue su curso. En Brasil, los medios de comunicación tienen una credibilidad mucho mayor que el sistema político.

En Argentina, el grupo Clarín se transformó en el principal opositor al gobierno de Cristina Fernández, que se aprestó a dar la batalla desde el inicio contra la concentración mediática. Fueron años de confrontación. Fernández perdió las últimas elecciones. Los medios argentinos pudieron al fin, sin pudor, publicar fotos del prototipo de familia exitosa de telenovela: Mauricio Macri, Juliana, la “hechicera” que lo conquistó, y la hija de ambos, el “sol” que casi lesiona a su papá luego de tiernos juegos.

Los medios construyen narrativas. Las historias nos gustan a todos, y los medios tienen el poder de contarlas. La izquierda se enoja con los medios, pero no los entiende. Una excepción a destacar es la del ex presidente José Mujica, que llevó hasta Japón el relato de su trayectoria política. La del ex guerrillero, la del viejo austero y desprendido, que dice lo que piensa, que vive como piensa. Es una historia posible entre muchas, claro, pero probó ser más efectiva que mil abstracciones.

Está bien que la izquierda se preocupe por las vías a través de las cuales difundirá sus relatos. Pero sobre todo debe preguntarse qué relatos está pensando en construir. ¿Cómo empieza la historia, quiénes son sus protagonistas principales, qué rasgos hay que resaltar de ellos? ¿Cuál es el punto de quiebre? Y lo más importante de todo: ¿con qué imagen, con qué ejemplo o con qué sueño será capaz de conmovernos?