Artista visual, ensayista y docente, Luis Camnitzer -destacado en esas facetas y en varias más- reside en Estados Unidos desde 1964. la diaria aprovechó una visita suya a Uruguay para entrevistarlo el 20 de mayo.

-¿Qué viniste a hacer a Uruguay en esta ocasión?

-La invitación fue del Centro de Fotografía de Montevideo, que está desarrollando un festival súper ambicioso [MUFF Vivencia], un proceso de dos años. Invitaron a cuatro fotógrafos-teóricos de América Latina, y cada uno de ellos hizo un proceso de convocatoria y selección que terminó con un grupo de diez fotógrafos jóvenes, también de América Latina. Cada uno de los cuatro tiene una línea de trabajo, un tema, que sirvió para que los seleccionados se agruparan, en un proceso que va a seguir hasta octubre. Mi función es de coordinar pedagógicamente todo el asunto entre ellos y con el público. Estamos diseñando una página web, con la máxima intención de integrar al público activamente, y no como consumidor. O sea, facilitar la participación en la creación del público. Lo otro es un proyecto que le sugerí al Espacio de Arte Contemporáneo. En 1971 hice una obra que consiste en vender mi firma por centímetro, porque consideraba que, en última instancia, en el mercado era allí donde estaba el alma de la obra de arte, en la firma, y a partir de eso surgen cuestiones: si yo calco mi firma, ¿es una falsificación o es un original? Acá lo que hice fue mandarles la firma por correo electrónico a estudiantes de arte, y pedirles que tomaran eso como tema de trabajo e hicieran lo que quisieran. En relación con esto se plantea una cantidad de dilemas: si los derechos de autor son míos o de los que trabajan con mi firma, si yo estoy explotando a gente en mi beneficio para construir mi mito, o si ellos están explotándome al deconstruir una obra mía, y cosas por el estilo. O sea, hay una cantidad de dilemas éticos que no tienen una respuesta clara, pero que en general cuando uno estudia arte no se plantean tanto. Me parece que el arte tiene que tener una base ética, y eso hay que pensarlo.

-Hubo en estos años una gran transformación de las instituciones culturales públicas en Uruguay. ¿Estás informado acerca de eso? ¿Cómo lo ves?

-Lo que veo es que el gobierno no está subvencionando el arte en la medida en que debería. El problema no es sólo uruguayo, es internacional. Se concibe que el arte es una producción secundaria, y no se dan cuenta de que no es un proceso de producción, sino un proceso de adquisición de conocimiento, ni de que si no promovés la imaginación estás jodiendo a toda la sociedad. La imaginación es el primer paso para construir una sociedad viable, ¿no? O, por lo menos, una capaz de cuestionarse a sí misma y de tener una visión del futuro a la cual pueda aspirar. Pero todo está armado para satisfacer un mercado laboral y mantener las cosas tranquilas, sin cuestionar. El arte, que es el campo máximo de cuestionamiento, debería financiarse.

-Hablando de eso, hay una forma de pensar al arte como inversión en desarrollo cultural, con un discurso que aspira a medir la participación del arte en el Producto Interno Bruto, y usa términos como “inversión cultural” e “industrias”. ¿Qué pensás de eso?

-Esa es la parte de la producción artística que me interesa menos. Parte del problema que enfrentamos es que el arte está siendo catalogado como una disciplina que genera objetos que van al mercado. Es verdad que hay ingresos particulares y nacionales, y también está involucrado el prestigio nacional a veces, pero el propio concepto de nacionalidad es ya una construcción bastante artificial, y el mercado -en especial el del arte- está basado en un fetichismo bastante oscurantista, porque se invierte en íconos, en cosas que no son tangibles ni útiles, aunque tengan precio. La parte útil del arte es la de activación de la gente que normalmente está en el proceso de consumo. Esa es su tarea: desafiar un estereotipo convencional en el que no hay sitio para la subversión. Subversión no en el sentido de terrorismo, sino en el de estudiar sistemas de orden, para ver si todavía son viables y si hay sistemas alternativos que puedan funcionar mejor.

-En Uruguay por muchos años la función crítica del arte se veía relacionada con un arte cercano a la izquierda política. A partir de que esa izquierda llegó al gobierno, se dio un proceso de institucionalización y profesionalización que al parecer debilita esa función crítica. ¿Cómo ves esa situación?

-Sobre la pérdida de capacidad crítica, creo que es algo más general, no del arte por separado. Cuando el Frente Amplio [FA] ganó por tercera vez, me asusté mucho. Por un lado, me alegró que no ganara la reacción, la derecha. Si hubiera tenido que votar, habría votado al FA, pero porque lo veía como el mal menor, no como un paso positivo. Cualquier partido que gana tres elecciones seguidas tiende a convertirse en establishment, a entrar en un gobierno casi por receta y a abrirse a la posibilidad de corrupción. No sé si hay corrupción o no en el FA, y no es el tema, pero el cuestionamiento es mucho más fácil desde afuera que desde adentro. Y no sé cuál es la solución. Pero no es un problema exclusivamente nacional ni del arte, sino también del proceso educativo. Más que fomentar escuelas de arte, me interesa cambiar todo el sistema educativo, para integrar el pensamiento artístico en todas las disciplinas. O sea, no enseñar 2 + 2 = 4, sino enseñar que 2 + 2 = 4 es una posibilidad entre otras infinitas, que depende de los parámetros que usás para estudiar el asunto. Una vez que lo ponés en esos términos, 2 + 2 puede ser 5 por otros motivos que no son aritméticos. En la educación tradicional te meten que la aritmética es esto, y tenés que estar en esto y punto; no te permiten cuestionarte la aritmética, no te permiten imaginar. La parte artística está en el jardín de infantes, y está en términos artesanales; después la imaginación va siendo reducida a entrar en categorías disciplinarias que son cuantitativas y no cualitativas, y que no permiten lidiar con el absurdo. El absurdo “está mal”, y lo lógico, lo contable, la rendición de cuentas, lo que se puede probar, la experimentación repetida, el pensamiento científico, todo eso es lo bueno. Lo demás queda descartado porque en términos funcionales no sirve. Pero la imaginación te mantiene vivo, y esa parte de mantenerte vivo está eliminada del sistema educativo. Está corrida a una institución que se llama escuela de arte, a la que vas por un sistema de meritocracia, no por un sistema de maduración individual que debería ser accesible a todos. Todo el mundo tiene la obligación de aprender a escribir y a leer, pero no todo el mundo tiene la obligación de imaginar. Es ahí donde está la cuestión.

-Sos muy crítico con la figura del autor, del artista y de las lógicas más endogámicas del campo artístico, en un momento en que ese campo está muy expandido, pero a la vez cerrado y pautado por patrones de consumo cultural. ¿Qué rol tienen en eso la llamada cultura popular, los distintos patrones de consumo y la crítica?

-Ahí la rivalidad está en el consumo. Como lo estás planteando, hay un grupo que consume determinada cosa a la que llama arte, y declara que lo que consume el otro grupo no es arte, mientras que ese otro grupo no entiende lo que el primer grupo dice. Pero eso tiene que ver con la manera de consumir, no con la manera de crear o de imaginar; es un problema educativo, no un problema artístico. La cuestión es que el objeto de arte usurpó la palabra “arte”, y entonces, cuando hablás de arte, pensás en el objeto, y no en el concepto general; por eso la estructura de poder le da preferencia a un arte elitista, basado en una cantidad de referencias que un grupo tiene y el otro grupo no. Hay acuerdos tácitos, entendimientos básicos, una jerga común que agrupa a la elite y deja afuera al que no comparte eso. Entonces, en términos educativos tradicionales se asume que si compartís la jerga y compartís las referencias, el asunto está arreglado. Te ponen Historia del Arte, Apreciación de Arte, y todo eso que no sirve para nada, porque no activa la parte de creación, sólo aumenta la base de consumo. El problema siempre es la educación en grande, y no la categoría arte. La categoría arte es un subproducto.

-La relación entre arte y política puede entenderse, por un lado, de una manera que podríamos llamar sesentista, es decir, en referencia a un campo intelectual muy comprometido con las luchas del momento; o, por otro lado, como un pensamiento que da mucha importancia política a la innovación formal. ¿Cómo ves vos el problema del arte político?

-El arte político, como se entiende normalmente, es un arte declarativo, que al fin de cuentas se resuelve en una narración más literaria que visual, y que comulga con una opinión en lugar de crear una opinión. Yo puedo hacer una obra contra la guerra, y lo único que voy a lograr es comunicar que Camnitzer está contra la guerra, algo que a nadie le interesa ni le debería interesar. La obra política que yo quiero hacer es la de convertir a alguien que está a favor de la guerra en alguien que esté en contra de la guerra. Entonces, soltar mi opinión puede ser negativo, porque soy antipático, feo y otra cantidad de cosas, que no tienen nada que ver con el arte, pero son ruido en el proceso de comunicación. Esa narrativa no sirve, y si sirve es por motivos negativos: porque hay un poder adoctrinante, y no porque haya una realización esclarecedora. El buen arte político crea una situación en la cual el que es consumidor empieza a pensar, a transformar su pensamiento, y llega a su conclusión. En el fondo es un proceso de manipulación, pero un proceso de manipulación ético, en el que creás límites dentro de los cuales el que ve la obra es libre para pensar lo que quiera; vos buscás que no se vaya para el lado que no querés, y ahí es donde manipulás. Por lo tanto, no hay un arte gubernamental correcto, porque tiende a ser un mensaje narrativo. Y en realidad el arte bueno es el que no podés traducir a palabras, o que por lo menos tiene algo inexplicable. Algo que llamamos misterio, pero no misterio en términos reaccionarios u oscurantistas, sino en el sentido de delimitar algo desconocido que no podemos desentrañar, o por lo menos no aún. Ahí hay una ampliación del conocimiento entre determinados límites de lo que conocés -que no interesa-, que abre camino a lo que no conocés, que sí importa.

-Ahí entra el problema de la didáctica. Hay toda una línea en torno al pensamiento de Jacques Rancière, una especie de rechazo a esa manipulación, que intenta eliminar las asimetrías entre el artista y el receptor de la obra. ¿Eso te parece posible?

-Un buen profesor es autodestructivo, o sea, trata de eliminarse y desarrollar la habilidad autodidáctica del alumno lo antes posible. El mal profesor monopoliza conocimiento, lo va transfiriendo en unidades y crea una dependencia. Olvidate de Rancière y olvidate de Paulo Freire -aunque creo que estoy más del lado de Freire-. Creo que hay que compartir la ignorancia, pero no por un problema de igualdad, sino porque es la manera de entender qué es lo que tenés que empezar a conocer. Con Rancière está el peligro de quedarte en el caos. Con Freire, por lo menos sabés que estás intentando lograr una emancipación. Hay gente que piensa que Freire es un autoritario y Rancière no, pero para mí lo que hace Freire es tomar la autoridad transitoriamente, teniéndola siempre abierta a una rotación y a compartirla; me parece bien eso. Con Rancière el peligro está en que es más: “bueno, estamos todos juntos, no sabemos nada, a ver qué pasa; si no pasa nada, no pasa nada”: el peligro es que no pase nada. Un poco de liderazgo es necesario, pero no es propiedad del llamado maestro, sino una propiedad compartida; en un momento dado uno toma la bandera, después la toma otro, según quién contribuya. Yo creo que si la manipulación es ética y transparente, no hay ningún problema. Tendemos a asociar manipulación puramente con algo negativo, pero me parece que eso oscurece la situación. Desde el momento en que estamos comunicando algo a alguien estamos manipulando. Estamos eligiendo qué palabras usamos para lograr un efecto determinado, lograr que la otra persona te entienda. Eso es manipulación. La manipulación en sí no es negativa, depende de cómo la usás. Si hago un aviso genial de cigarrillos, estoy manipulándote para que te suicides a largo plazo. Cuanto mejor sea el aviso, más falta de ética tiene.

-Volviendo a la educación artística. ¿Cómo te ubicás entre la necesidad de hacer popular al arte y la defensa del “arte popular”?

-Creo que es un error imaginar al público como una masa homogénea; hay infinitos públicos. Algunos libros están escritos para vos, y otros para gente de otra clase social y otro nivel intelectual; en arte es lo mismo. Hay grupos que se arman con entendimientos tácitos que ese grupo entiende y otros no. Si empiezo a hacer arte para un asentamiento, no tengo idea de cómo ve alguien de ahí. No importan mi política ni mi simpatía social, hay vivencias y acuerdos tácitos que no tengo. Entonces mi rol al ir al asentamiento es paternalista, y al final hago un kitsch que no es auténtico, y que hace más daño que bien. No hay una solución clara a esto. A lo mejor hay que eliminar la palabra “arte”, y chau. Es decir, pensar más en términos de cómo los grupos se expresan, cómo formalizan esa expresión, cómo la usan para su propia identidad y cómo va evolucionando colectivamente. Ahí la autoría es un obstáculo, porque hace responsable a una persona de un proceso que a lo largo de la historia no es de individuos. Muchas veces uso la metáfora de que como sociedad somos una colonia de bacterias. Cada una tiene una energía mínima, pero la suma hace que la colonia posea una personalidad que a veces no tiene nada que ver con la bacteria. Los movimientos culturales son anónimos y colectivos, no individuales. Hay muy pocas situaciones en las que la energía de un individuo puede mover a un colectivo, a pesar de que el mercado diga lo opuesto. Hay que trabajar honesta y modestamente con el público con el que te comunicás mejor. Yo ya no tengo conflictos con exponer en una galería, porque la galería en realidad es un filtro que selecciona a un grupo de gente que es mi público. Y no importa si son millonarios, aunque con un millonario tenés una chance de afectar un poquito la estructura del poder. Hay que admitir que uno es más efectivo hablando a un grupo que a otro, aunque quiera hablarle a todo el mundo. Yo creo que hay que ser modesto y realista acerca de lo que uno puede hacer, y saber que vas a fracasar hagas lo que hagas.

-Entonces, ¿te parece mejor comunicarte sólo con gente de tu misma clase social? Como artista, ¿renunciás a la posibilidad de intervenir sobre el consumo cultural de las clases oprimidas? Porque alguien va a ser el más efectivo para comunicarse con ellas.

-Hay como un incesto, es un hecho. Trato de evitar referencias herméticas; a veces las uso para divertirme, pero no me parece que sea el camino normal. Trato de ser simple en la presentación, de escribir -es una analogía que uso mucho- de la forma más simple posible sin perder la complejidad que me interesa. Eso te obliga a ver cuando usás jerga que está excluyendo gente, pero no aclara particularmente lo que querés decir, y cuando usás referencias necesarias para comunicar lo que querés. Mucha gente escribe usando jerga innecesaria para tener credibilidad en círculos de colegas. Eso me irrita mucho, porque con autores como Rancière realmente tenés que entender que, cuando usan una palabra distorsionada en el sentido que ellos quieren, hay otra palabra atrás que necesitás para entender esa, y detrás otra palabra necesaria más; es una serie de referencias interminable, y eso no ayuda a la precisión que el autor pretende. Tratá de llegar a lo más simple sin dañar lo que querés decir, y ya estás ampliando el público. En arte es lo mismo: puedo hacer algo refiriéndome a un pintor del siglo XVIII que nadie conoce y sentirme muy erudito, pero sé que pierdo a la mayoría de la gente que no conoce a ese pintor; tengo que ver si realmente necesito esa referencia, o si puedo traducirla a un sistema más accesible, sin perder lo que quiero que se entienda. Una cuestión que no muchos se plantean.

-¿Cómo se hace eso, teniendo en cuenta que, en los circuitos de legitimación que hacen sustentable la producción artística, hay poder en juego?

-En el fondo, se trata de una acumulación de poder, pero ¿para qué vas a usar el poder? ¿Lo vas a usar para que te oigan -que me parece importante- o para aumentar precios? Al principio de mi carrera, decidí que, en vez de buscar que los museos me coleccionaran, iba a coleccionar a los museos. Toda institución que llevara la palabra museo en su título me interesaba, y empecé a donar, o a hacer que amigos donaran, o a vender... no importaba. Importaba adquirir museos. La idea era sacarles poder, y lograr una base de poder propio que me permitiera cierta credibilidad. No en términos económicos, sino la credibilidad que hace que ustedes vengan a entrevistarme para la diaria. Sin ella, ustedes no sabrían quién soy. Después de que lográs cierta masa crítica, es más fácil. Una vez que tenés varios museos, hay otros que van a querer estar en tu colección, y eso te va aumentando la credibilidad. Pero para eso tenés que enfocarte en el poder: en cómo está distribuido, y en cómo lo redistribuís para lograr lo que querés. Y lo que querés lograr, pienso yo, es que la sociedad se aproxime a la utopía dentro de la que te manejás. Entonces, el primer paso educativo debería ser: ¿qué utopía tenés? O qué utopía querés tener. Esa utopía te va a definir la ética y te va a dar un control de calidad para todo lo que hagas después, te va a permitir entender cuándo estás dando el brazo a torcer y cuándo estás logrando lo que querés. Sabés que tenés que negociar con la realidad, y que la utopía no se va a realizar, porque no existe: existe el proceso de aproximación, nada más, y dentro de eso, por lo menos, no te vas corrompiendo. Vas sabiendo cuándo tenés que hacer algo como paso provisorio para seguir luchando por tu utopía.

-¿Y cuál es tu utopía?

-Una sociedad justa, sin clases, con el poder equitativamente distribuido.

-Pensás al arte desde un lugar muy político e intelectual. ¿Te parece que se puede prescindir del lenguaje en el arte, o el proceso siempre tiene que ser intelectual?

-Yo no categorizo eso. O sea, uso lenguaje porque para determinadas cosas me resulta más eficiente que no usarlo, y además siempre me molestó que haya cosas prohibidas. Si es una escultura, ¿no la puedo pintar? Si es una pintura, ¿no puedo esculpir? Ese tipo de segregación artesanal ya no existe, pero existió durante mucho tiempo entre lenguaje y visión. Y todavía existe, hasta cierto punto, entre humor y seriedad. Mucha gente me dice “vos hacés obra humorística”, cosa que nunca se me había ocurrido, pero si necesito humor, ¿por qué no usarlo? Si necesito palabras, ¿por qué no usarlas? ¿Qué ley me prohíbe hacerlo?

-¿No hay ahí un problema de desarrollo técnico de ciertas disciplinas? Se me ocurre que un pintor puede no resolver bien un tema por medio del grabado o la fotografía, aunque necesite hacerlo, por un problema de manejo de herramientas técnicas que no puede ser ignorado.

-Sí, pero ahí hay varios malentendidos. Uno es el de las escuelas de arte, que son haraganas: es mucho más fácil enseñar una técnica que enseñar a pensar. Te enseñan pintura 1, 2, 3, y te embarcan en una técnica; después, para desligarte de ella tenés que luchar mucho. La solución de las escuelas es ir acumulando técnicas como para ponerse al día. Es un proceso sin fin que termina en infinitas técnicas, pero no en enfrentar el proceso creativo intelectual, que es lo que sostiene el arte. Así que ya por el lado de la educación está mal. El otro malentendido es que aún estamos elogiando el virtuosismo técnico, por encima de la contribución de una obra a la transformación del que la ve.