No sólo son los más vulnerables entre los vulnerables; también les toca cargar con uno de los neologismos menos felices del idioma español: ni-ni. Definidos por negación, son jóvenes cuyo anonimato los expone a la imputación del rostro estigmatizado del varón inútil o casi delincuente. Pero, ¿realmente existen los ni-ni? ¿Son un problema? ¿Son ellos el problema?

Vivimos tiempos de alarmas frecuentes y poco reflexivas. Nos espantan muchas cosas: las agresiones a los maestros, la pastilla Superman, la lesión de Diego Godín. Recientemente los ni-ni se han sumado a esta lista de significantes medio-vacíos, que permiten que cualquiera escenifique su pequeño apocalipsis. Sin embargo, no son un fenómeno de ahora. En 1992 eran una proporción del total de jóvenes similar a la actual; en el 2000 eran considerablemente más. Las estimaciones varían según quién las haga; lo que es seguro es que no hay una explosión de ni-ni. Nuestras cifras tampoco son excepcionales en la región.

Pero la alarma moral está prendida y alienta a samaritanos como los Tenientes de Artigas a proponer soluciones de política pública; hoy nos ofrecen una versión edulcorada del Arbeit macht frei (el trabajo libera). El rechazo que ha suscitado la propuesta (¿?) del comandante en jefe del Ejército en gran parte del espectro político no debe hacernos olvidar que buena parte de la sociedad comparte, si no esa, visiones similares (tú también, votante del Frente Amplio): los ni-ni son displicentes que requieren mano dura, o por lo menos una humanitaria ducha.

Convienen algunas precisiones. Lo que con atrevimiento llamamos ni-ni es un aglomerado de realidades heterogéneas en edad, trayectorias y adscripción a roles. En su mayoría son jóvenes de sectores bajos, pero esta es la única coincidencia con las representaciones del ciudadano-de-a-pie. Por ejemplo, la mayoría de los ni-ni son mujeres: seis de cada diez, aproximadamente, que en una proporción importante están casadas o unidas, y se dedican a tareas domésticas o de cuidado. También hay varones que realizan tareas de cuidado. Otro ejemplo: algunos se fueron de la escuela porque no les interesaba, otros para trabajar, y otros porque no entendían nada. Son situaciones completamente diferentes. Otro: gran parte de los ni-ni sólo se encuentran en este estado por períodos breves y mantienen vínculos precarios con el mercado de trabajo. La foto de la encuesta muestra siempre unas sombras sentadas en la esquina, pero si fuera una película veríamos distintos chicos que entran y salen continuamente de escena. Si la cámara los siguiera, asistiríamos a recorridos dispares.

Ahora bien, algo que todos estos jóvenes comparten es haber interrumpido la educación (en su mayoría, durante la secundaria). En consecuencia, probablemente la estrategia más efectiva para reducir el número de ni-ni es prevenir el abandono escolar. La incidencia de este fenómeno en Uruguay es muy elevada (sólo 66% termina la enseñanza media básica y 38% la media superior) y casi no ha variado durante la década progresista.

¿Cómo explicar esta persistencia, sobre todo frente a la reducción de la pobreza y el incremento de transferencias a los sectores vulnerables? ¿Será una crisis de valores? Aquí asoma de nuevo el fantasma moral. Que alguien no consiga trabajo, vaya y pase; que no quiera estudiar es intolerable. La educación es la isla de la fantasía de la meritocracia; el reino triunfal de las ganas de salir adelante, el esfuerzo y el sacrificio. Al final de cuentas, la educación es gratuita; sólo hace falta voluntad.

Hablando en serio, siempre podemos recurrir a las explicaciones estructurales, pero aquí no alcanzan. Sabemos que parte de estos jóvenes enfrentan privaciones socioeconómicas que los obligan a salir tempranamente al mercado de trabajo, pero esto no explica por qué en Uruguay el abandono es más grave que en países con peores indicadores sociales.

Hay que atender a las evaluaciones que hacen estos jóvenes respecto de las opciones que se les presentan. ¿Vale la pena permanecer en la escuela, para ellos? ¿Qué percepción tienen de la educación? La respuesta tampoco puede limitarse a aspectos culturales. Es cierto que en muchos de estos jóvenes las disposiciones hacia lo escolar, y las formas de la esperanza que supone, son débiles o no están presentes. Pero, nuevamente, esto no da cuenta de la excepcionalidad uruguaya en la región y, a su vez, merece ser explicado por algo más que “la cultura”.

Los jóvenes no son idiotas culturales ni autómatas determinados por su origen social. Son capaces de evaluar opciones, si bien con limitaciones de información, tiempo y recursos. Un elemento central de estas evaluaciones son las percepciones sobre la educación. Por eso es importante volver sobre la educación que se les ofrece.

El diagnóstico sobre este punto es conocido. La masificación de la educación secundaria aparejó la incorporación progresiva de jóvenes de sectores populares, para los cuales el nivel secundario, de orientación elitista y universitaria, no estaba preparado. Las exigencias se hicieron incompatibles con las disposiciones de la mayoría. Esto lo repetimos desde hace décadas. Hoy hay que agregar que las carencias de Secundaria son incompatibles con las necesidades de casi todos los jóvenes, especialmente con sus necesidades subjetivas.

No es novedad que el sentido de la educación está en crisis. Esta frase puede tener dos significados. El primero es que la educación carece de utilidad inmediata, particularmente en términos de inserción laboral. Esto puede deberse a su devaluación como credencial y/o al desajuste entre lo aprendido y lo requerido por el mercado de trabajo. Sin embargo, objetivamente, la educación secundaria todavía incide en las probabilidades de acceso ocupacional. Este desajuste hace pensar que quizá los jóvenes más vulnerables, con escaso acceso a información y en un momento vital en el que es difícil hacer planes a largo plazo, toman decisiones basadas en elementos más inmediatos.

Aquí entra en juego el segundo significado, que tiene que ver con el sentido de la experiencia educativa cotidiana. La educación que se ofrece hoy no logra despertar interés académico ni social. Casi todos los chicos se aburren en la escuela. Los contenidos y las formas de interacción son, en general, anacrónicos en relación con las formas que los jóvenes tienen de procesar sentido. Algunos cuentan con estructuras para tolerar este aburrimiento; otros, no. Se podrá argumentar que la educación es justamente eso: exponer a algo que no se tiene, algo distinto. Pero décadas de estancamiento muestran que lo que se ofrece hoy, más o menos similar a lo de siempre, simplemente no está conectando. Podemos seguir culpando a los jóvenes; podemos pensar en estrategias de intervención puntual, de resultados limitados; o, para variar, podemos pensar en reformas de fondo.

Pero el camino está plagado de “peros”. Un ejemplo: hoy, cuando se discute la posibilidad de cambiar contenidos o formas de evaluación, surgen voces opositoras con el argumento de “no bajar el nivel”. Desde la defensa de una calidad que ya no existe se defienden criterios de exigencia que, dadas las circunstancias, no hacen sino legitimar la exclusión.

Esta actitud conservadora puede llegar a tener, sin embargo, un punto acertado. Incluir a cualquier costo no es suficiente. Para los jóvenes que a lo sumo podrían aspirar a terminar la secundaria, la baja del nivel académico hace que continuar estudiando sea una apuesta con muchos costos y pocos beneficios probables. Es un equilibrio delicado: si exigimos mucho, excluimos; si exigimos poco, no tiene sentido quedarse.

Hoy tenemos el peor de los mundos: una educación de muy mala calidad que además no logra retener. Las grandes tensiones que enfrentará cualquier propuesta de reforma educativa incluyente serán de este tipo: ¿cómo mejorar la calidad sin alienar o excluir? ¿Cómo ofrecer contenidos pertinentes y flexibles para una población crecientemente diversa, sin perder elementos comunes que garanticen un mínimo de equidad?

Pero antes que eso, ¿cómo emprender una reforma de gran porte, si las pocas ideas que surgen en el gobierno no tienen respaldo político, y si lo poco que llega a concretarse tiene asegurada, por defecto, la oposición inquebrantable de los sindicatos de profesores? El problema de los ni-ni no puede reducirse a disposiciones individuales o factores estructurales. Es un problema de política y de instituciones. Y ahí están, también, esos otros ni-ni que, teniendo la oportunidad de hacer, o al menos de dejar hacer, no hacen ni una cosa ni la otra.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.