Entender un proyecto de ley es complejo, por eso muchas veces se los embandera con eslóganes simples... y engañosos. El de “ley de fotocopias” es un ejemplo: ha tratado de embanderarse con palabras simpáticas. Es “en defensa del derecho a estudiar”, “en contra del lucro” y “a favor del acceso a la cultura”.

El problema no es el eslogan, sino el cómo. ¿Cómo es que este proyecto pretende defender el derecho a estudiar y democratizar el acceso a la cultura? En esencia (aunque tiene detalles sorprendentes), mediante una sola cosa: permitiendo que los estudiantes fotocopien libros. Eso es todo: abaratando el costo de un insumo de estudio. Nada más. Decir que simplemente fotocopiar asegura el derecho a estudiar y el acceso a la cultura es tan forzado que resulta sospechoso. Uno tendería a pensar que el derecho a estudiar tiene que ver con cosas más importantes, pero incluso aceptando el argumento, incluso aceptando el fotocopiado, no se resuelve el problema existente porque, ¿qué pasa con quienes de todos modos no pueden pagarse fotocopias? ¿Qué pasa con sus derechos? ¿Qué pasa con los niños de barrios carenciados que no pueden pagarse ni una fotocopia? ¿No son estudiantes? ¿Cómo defendemos su derecho a estudiar y su acceso a la cultura?

Pensar que los libros cuestan dinero y que por eso impiden estudiar es tan ilógico como pensar que las fotocopias cuestan dinero y por eso impiden estudiar. Sí, las fotocopias cuestan menos (sobre todo al impedir que los libros se vendan en mayor escala y bajen sus precios). Pero no resuelven el tema. Igual hay que pagarlas.

Además de su ineficiencia para resolver el acceso libre y democrático a los libros, el proyecto suma otros problemas. Primero, pone en jaque a una industria: la de los libros. ¿Por qué, se dirá, si son sólo fotocopias para estudiar? Es una “excepción”. Es la llamada “copia para uso personal”. Bueno, no hace falta ser muy iluminado para darse cuenta de que si todo el sistema educativo funcionara sólo a base de fotocopiar libros, sería muy difícil la subsistencia de la industria que hace los libros. Si 100.000 estudiantes hacen “copias personales” de todo su material de estudio, ¿dónde está la excepción? Lo que hay es la implantación, sin decirlo, de una regla. De ese modo, la ley ataca a una industria. Y de manera muy frontal.

Eso no es todo. También asume, de manera totalitaria, que quienes están detrás de los libros no merecen ningún tipo de consideración. No está muy claro por qué: razón de más para pensar al respecto. Para los escritores, la manera de cobrar su sueldo es por medio del derecho de autor. Esto no es un antojo ni un lucro indebido. Es un derecho humano. Un derecho aceptado y reconocido en nuestra Constitución. Aceptado y reconocido en el mundo.

¿Qué quiere decir el derecho de autor? Básicamente (y esto está vinculado con el proyecto de ley) que nadie debería apropiarse sin más de lo que un autor produce. ¿Por qué? Bueno, como es obvio, porque lo produjo: es su obra. ¿Y las editoriales? ¿No se apropian de ese trabajo? No. Los autores ceden los derechos de explotación comercial de sus obras a cambio del pago de regalías. O sea, los escritores cobran en proporción a la venta de sus libros. Si el libro vende 1.000 ejemplares, cobrarán un porcentaje de lo que se pagó por esos 1.000 ejemplares.

Y acá viene lo extraño. El proyecto no prevé que ese derecho deba ser tenido en cuenta. ¿Por qué? La respuesta es que, al respetar ese derecho, se violenta el de otros a estudiar o acceder a la cultura. ¿Esto es así? ¿O es una estrategia por parte de quienes defienden el proyecto? Divide y vencerás, dice el dicho. Por un lado, los escritores, ansiosos por lucrar. Y, por otro, los estudiantes (y el pueblo en general), sin acceso a la cultura.

No hay bandos opuestos. Los escritores quieren más y mejores oportunidades para estudiar. Quieren que los libros sean accesibles. ¿Quién no va a querer eso (máxime un escritor)? Pero necesitan cobrar su salario. Necesitan un retorno económico por su trabajo, a veces de años, para culminar una obra literaria. ¿Es justo que lo cobren? Bueno, ¿es justo que un carpintero cobre luego de hacer un mueble? ¿Es justo que un médico cobre luego de atender a un paciente? ¿Es justo que un agricultor cobre luego de la cosecha? ¿Por qué no un escritor luego de terminar su trabajo?

Aparentemente porque, al hacerlo, impide que otros estudien o accedan a la cultura. Entonces, también lo impide quien vende las fotocopias. Y el que vende tóner. Y el que vende la fotocopiadora. Y el que vende boletos para que los estudiantes vayan a estudiar. Y el que vende cuadernos, lapiceras... Quienes defienden este proyecto plantean un sistema educativo muy peculiar, en el que los docentes cobren todas sus horas, las cobren también los no docentes, los de mantenimiento e higiene, cobren UTE y OSE, cobren los que venden los bancos, las tizas, los pizarrones... pero no quienes hacen los libros. ¿Por qué? ¿Porque cobrando su sueldo descalabran todo el sistema educativo e impiden que otros estudien?

Lleguemos a la pregunta clave: ¿qué hacemos cuando los estudiantes no pueden comprar los libros? Bueno, Uruguay no es el primero en enfrentarse a esta problemática, ocurre en todos los países. ¿Y qué solución se encontró? ¿Fotocopiar a mansalva? Porque, si este proyecto se convirtiera en ley, tranquilamente todo el sistema educativo podría funcionar sólo a base de fotocopias. Ni quienes defienden el proyecto pueden demostrar que no. Esta ley estimularía que se estudie sólo con fotocopias. ¿Esa es la solución en otros países? No. Se buscaron alternativas. Se generaron sistemas compensatorios y políticas en torno al libro: por ejemplo, buscando que el Estado adquiera libros para dárselos a los estudiantes.

Epa, se dirá. Imposible. El Estado no puede hacer algo así.

Pero pensemos un instante. ¿Por qué no, exactamente? Al fin y al cabo, el Estado paga los sueldos de los docentes, la limpieza de los salones, la luz, el agua... ¿Es impensable que garantice el acceso democrático a los libros? ¿Acaso los libros no son un insumo fundamental para el sistema educativo? ¿Es tan impensable? No, se dirá, acá no se puede. Quizá en Canadá. O en Dinamarca. En países así, ricos. De vuelta: no. En toda América Latina el Estado adquiere libros. Los ejemplos abundan. En Argentina, en unos 12 años y en un solo programa, el Estado compró y repartió 90 millones de libros. En términos uruguayos, cerca de 7.500.000. En 12 años, serían más de 614.000 libros por año. Gratis. Para escuelas, para alumnos, para niños. Para democratizar de veras el acceso a los libros.

El ejemplo de Argentina puede parecer rebuscado. No lo es. Se trata de una práctica común en la región. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque es barata: el Estado, al trabajar en gran escala y no pagar el costo de las librerías, baja radicalmente los precios (a una tercera o cuarta parte, incluso).

Pero no lo hace sólo por eso. Lo hace porque es justo. Y bueno. Porque si estamos preocupados por la educación, pensar que los libros son un gasto es no entender nada de nada. O no querer entender.

Con respecto a la enseñanza terciaria, las soluciones abundan. Un ejemplo: poner a disposición de los estudiantes textos digitalizados y pagar por ellos un simple canon. Es sencillísimo. El Estado ya lo ha hecho. Con el Plan Ceibal puso a disposición unos 100 cuentos y novelas para niños, de acceso libre con las ceibalitas. Y pagó un canon. Nadie se quejó, nadie tuvo problemas, nadie vio obstruido su acceso a la cultura, sino exactamente lo opuesto.

Hay más opciones: previendo, organizando, hasta se podrían hacer impresiones más baratas que las fotocopias. De ese modo, se defendería una industria y se les daría un mejor producto a los estudiantes.

Es raro que todo esto no haya sido percibido cuando se aprobó el proyecto en el Senado. Es raro que para defender un derecho haya que violentar el de otros, arrebatándoles su sueldo. Es aun más raro eso de que legalizar las fotocopias “es regularizar una práctica”. La violencia doméstica es una práctica escalofriantemente común en Uruguay. ¿Debemos regularizarla, entonces?