Un piso. “Nosotros también tenemos como marcas indelebles -dijo-; no se ven, pero en las cosas chiquitas y de a poquito, la sociedad te las hace sentir”. Fue la primera frase de varias que soltaron en un diálogo de esos en los que van saliendo puntas y cuesta volver. Hablábamos sobre los números tatuados a los prisioneros de los campos de concentración del nazismo. Con un fin administrativo, esta práctica representa en lo simbólico la permanencia de una condición de la que no se puede huir.

Otro. Tras ver las fotos más tibias que logré conseguir para mostrar sobre aquellos campos, algo se le movió. No puedo decir con certeza qué, pero podría acercarme. Una sensación de empatía, de autorreconocimiento; una angustia que daba cuenta de una situación vivida. “Me molesta, sí, porque yo estoy presa también”, salió de uno de los pisos más jodidos de la cárcel, donde cuesta enseñar. Pero, al fin y al cabo, sirvió como gancho para poder meternos en la clase de Historia.

Vuelvo al primer sitio, los relatos son caprichosos y los hechos se acomodan para dar sentido. Como un juicio tajante tras el martillo, otra frase: “Es que acá, de repente caés por una macana, por un error, y salís más torcido”.

Soy docente de Historia en contextos de encierro. Estoy escribiendo esto el mismo día en que -producto de un trabajo de coordinación con profesores de diferentes materias- me tocó enseñar las matanzas masivas perpetradas por el nazismo sobre aquellos grupos a los que situaba como una alteridad inaceptable: judíos, negros, gitanos, disidentes políticos, homosexuales, discapacitados.

Evitando cualquier tipo de anacronismo, hay momentos en las clases de historia en que el tiempo -cosa curiosa- se funde entre pasado y presente, abre una puerta para pensar más allá de las diferencias cronológicas y espaciales, pero que también forma parte del pensar histórico. Todas las sociedades creamos nuestros sujetos peligrosos, a los que nos sienta cómodo situar lejos, y normas o leyes que los delimitan.

Más acá, lo acontecido permite pensar -desde voces que suelen no escucharse- la seguridad, y cómo encaramos el tema. Al menos, algunas aristas. Es un problema complejo, pero es evidente que algo funciona mal, y, como un fantasma lejano, estas voces dicen que seguimos cometiendo los mismos errores. Nadie que entre a una cárcel -las presas lo saben mejor que cualquiera- puede pensar que estos espacios, y las condiciones en las que se encuentran, sirven.

Algunos datos duros. Desde la apertura democrática hemos recorrido el camino de la mano dura. Somos, según el informe de Serpaj de 2014, el país con el mayor número de presos por persona en América del Sur y el número 35 a nivel mundial. Aumentamos más del doble la cantidad de presos en los últimos 15 años, pero no se ha logrado ni reducir el número de delitos, ni el desistimiento en las trayectorias delictivas. 60% de los privados de libertad, dice el Reporte Uruguay 2015 del Mides, son reincidentes.

Como un sentido común construido entre las paredes, pero de una lucidez inmensa, las estudiantes saben que pasando por la experiencia traumática de la privación de libertad, uno establece vínculos más fuertes con el mundo del delito, adquiere formas y expresiones; que la distancia se agranda. Aquello de la “escuela del delito” es una constante en los discursos que elaboran.

Duele escucharlas hablar sobre la escasa preparación que tienen para el “afuera”. Del miedo que da salir sin muchas chances, sabiendo que a pesar de todo lo que se hayan formado dentro, tienen pocas posibilidades de que alguien les dé un laburo en un mundo que recuerda siempre que han sido privadas de libertad. ¿Reincidencia? ¿Políticas de egreso?

¿Por qué seguimos apostando por las mismas recetas? ¿Por qué seguimos insistiendo en el aumento de penas y privación de libertad, si no logran mejorar la seguridad y no “rehabilitan”? ¿Por qué volvemos sobre respuestas que no son eficientes a la hora del uso de recursos? El modelo ha mostrado su fracaso de forma permanente. Es responsable, además, de afectar a los sectores más vulnerables, profundizando la brecha de desigualdad y de la violación reiterada de los derechos humanos. ¿Cuánto estamos regalando de futuro?

Existen experiencias internacionales que muestran que otros caminos son posibles: El programa de justicia juvenil Bring Youth Home (Ohio, Estados Unidos) ha logrado, con la implementación de penas en la comunidad, dosificando la prisión y con ambiciosos sistemas de evaluación, reducir significativamente la reincidencia, bajar las tasas de prisionización de los jóvenes y gastar menos. En 2015, un joven en prisión costaba 561 dólares, mientras que uno que pasaba por correccionales comunitarios, 204. El uso de medidas no privativas de libertad, la justicia restaurativa, las nuevas tecnologías, las medidas socioeducativas, entre otras, han demostrado ser más eficientes en combatir el delito, en brindar oportunidades, y más eficaces a la hora de administrar los recursos.

Las encuestas de opinión nos informan que la seguridad es uno de los temas que más preocupan a los uruguayos. Los sectores más conservadores, apoyados en el discurso del miedo, la utilizan como punta de lanza de sus campañas, aguardando el éxito electoral. La baja de la edad de imputabilidad impulsada por Pedro Bordaberry y Luis Alberto Lacalle Pou en 2014 es sólo una muestra. La voz del aumento de penas parece ser la única que se escucha.

Frente al evidente fracaso, parece necesario construir nuevos discursos en materia de seguridad, que permitan impulsar políticas novedosas y eficientes; que logren una reducción significativa de los delitos, brinden oportunidades reales y garanticen el pleno ejercicio de los derechos humanos.

No se trata de eliminar las cárceles, ni de una ingenuidad plagada de buenas intenciones, sino de hacer políticas que sirvan. Se trata de abrir el debate y animarse a pensar nuevas posibilidades. Ampliar las voces, incluir a académicos y expertos, a la sociedad civil; calificarlo y dar a conocer las propuestas. Desde la izquierda y los sectores progresistas existe la posibilidad de construir una voz distinta, que a la vez que mejore la seguridad, contribuya a la construcción de una sociedad más justa y fraterna.

Por el momento, el gobierno llama al diálogo interpartidario sobre seguridad. ¿Habría de esperarse algo nuevo? Tras el afortunado avance del nuevo Código del Proceso Penal, la oposición reclama más medidas de seguridad. Desde el oficialismo dicen no estar de acuerdo con el aumento de penas, pero evalúan subir a dos años las penas mínimas por narcotráfico; una forma indirecta de hacerlo, que afectará principalmente a las personas ubicadas en los eslabones más bajos de la cadena de tráfico, las que cometen delitos menores y no violentos: mujeres y jóvenes. El acuerdo y envío al Parlamento de la propuesta presentada por el Ejecutivo, la restricción de la libertad anticipada para reincidentes, es otra muestra de la apuesta por viejas recetas y las consecuencias que traen.

El diálogo se vuelve de sordos frente a otras voces que saben que de ahí “salís más torcido”. Como quien no puede escaparse de su condición, no se mejorará la seguridad, no se atenderá mejor a las víctimas del delito, pero tendremos que hacernos cargo de que, todavía, dejamos “marcas indelebles”.