Pasó un mes y las calles ya no están bloqueadas por los árboles caídos, las chapas y los objetos que el tornado arrancó de las casas de Dolores, Soriano. Pero no hay que afinar mucho la vista para descubrir las heridas. Baldosas que faltan, cables sueltos por los que ya no corre energía, comercios con letreros que quedaron con letras de menos, carteles que prohíben la entrada a los edificios que se pueden derrumbar, hojas A4 pegadas en las puertas con un mensaje para las visitas, escrito a mano: “Nos mudamos”.

Las paredes reflejan diferencias entre la gente que vive adentro. En algunas casas todavía hay agujeros, y en otras se nota el color del cemento fresco de arreglos recientes. Algunos techos se reconstruyeron, pero otros todavía faltan y en su lugar hay toldos sujetos con cascotes, que paran la lluvia pero no el frío. Los estantes de la zapatería del centro ya están llenos de nuevo, pero cruzando la plaza hay una pared de madera compensada que cubre lo poco y nada que quedó de un supermercado. La ciudad se cura desparejo.

La gente que está detrás de los mostradores de bares y almacenes coincide en que la cosa está complicada, pero para otros rubros, como la venta de ropa, es una tragedia. En algunas tiendas hay un cartel. Letras amarillas sobre fondo rojo: “Juntos y unidos podemos”, dice, y lleva como firma “Comité de Reconstrucción de Dolores”. La idea surgió de una empresa familiar, Imprenta Dolores: los locales que se identifican con el letrero optaron por tirar la libreta donde anotaban a los que fían, y perdonan deudas, habilitan las compras en cuotas o venden mercadería al precio de costo. El mensaje aparece en cantinas, agencias de transporte, estudios de escribanos. “Una está pasando mal, pero cuando mira al de al lado se da cuenta de que está pasando mucho peor”, explica Silvia, dueña de una ferretería.

Lo que sí se está moviendo son las changas en la construcción, la cara amistosa del desastre para muchos jóvenes desempleados y para jubilados que necesitan más que la jubilación. Uno de ellos, Jorge, de 65 años, tiene la tarea lenta de reconstruir la casa de Claudia, una conocida de su familia. Es en el barrio Los Altos, una de las zonas más pobres y más golpeadas. Si en el centro el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente (MVOTMA) decretó el derrumbe de varias casas en peligro estructural por ser viejas, allí se cayeron solas, por precarias. Claudia tiene poca plata, así que Jorge tiene pocas horas de trabajo, pero ya casi completó la instalación eléctrica y el techo. Precisó unas 40 chapas, pero el gobierno le había dado 20, 100 ladrillos y tres bolsas de pedregullo. No le da, y es el caso de muchos de los vecinos. Otros tienen materiales a disposición, pero no cuentan con medios para ir a buscarlos al galpón donde se guardan todas las donaciones, al norte de la ciudad. Otros recibieron vigas, pero resultaron más cortas que el largo de las casas. Hay también gente conforme, como Yéssica: apenas inició el trámite, una arquitecta del MVOTMA la visitó, evaluó los daños y calculó los materiales, que llegaron al otro día. Ladrillos, portland, pedregullo y hasta un wáter, una pileta y un bidet.

El 2 de mayo, varios vecinos marcharon y cortaron el puente sobre el río San Salvador para pedir más ayuda. En el gobierno surgieron suspicacias sobre la “verdadera motivación” de las movilizaciones, dijo en conferencia Juan Andrés Roballo, prosecretario de Presidencia y hombre a cargo de los operativos, como presidente del Sistema Nacional de Emergencias. Pero una recorrida por la periferia no deja ver motivaciones más verdaderas que el frío y varias de las formas de la pérdida. Y el miedo.

No me dejen dormir

Fue un mes de volver a tejer vínculos. De averiguar cómo estaba cada conocido con la técnica pre Facebook, mientras internet no estaba o funcionaba mal: el boca a boca. Como cuando cayeron las Torres Gemelas, la pregunta de dónde estabas en ese momento se volvió ritual cotidiano. Anabel, que estaba en su quiosco y vio cómo el viento le arrancaba limpita una ventana, cuenta que se quedó atrapada y refugiada en un recoveco del negocio. “‘Se nos cae todo encima’, pensé. Ahora siento un vientito y me da terror”. Jorge, el albañil jubilado, también tiembla cuando aparecen nubes de tormenta parecidas a las de aquel día. Así se refieren al tornado. Es “lo que pasó”, “aquel día”, o queda en el terreno de lo que no se nombra. Pero nunca la palabra con la letra “t”.

Para los niños es otra cosa. Aquel día muchos estaban en la escuela. Uno de ellos es Lautaro, de siete años. El ruido interrumpió la clase, que se volvió un caos infantil cuando las ventanas empezaron a estallar. Fue el único niño lastimado -un vidrio le hizo un cortecito en la nuca-, pero no fue nada. El daño más difícil de cicatrizar fue el de adentro. “No quiso volver a la escuela porque decía que no estaba arreglada, que estaba fea”, dice Vanessa, su madre, que recuerda el gesto creativo de la maestra, Lisa, que se convirtió en una pequeña leyenda en el barrio. Cuentan que, entre llantos y gritos, los llevó a un pasillo donde no llegaba el viento y los hizo cantar para que no escucharan la furia del viento que giraba a 200 kilómetros por hora. Lautaro, igual, estuvo cinco días sin querer salir de la casa. Vanessa, su hijo y otro que está por venir son algunos de los habitantes de los 40 contenedores que el MVOTMA puso a disposición en plazas y baldíos para quienes perdieron sus casas y casi todo el resto, además de las construcciones que Mevir está empezando a planificar. El metal de los contenedores genera un interior frío y el baño está afuera, pero no tiene palabras -o tiene muchas- para agradecer la actuación del ministerio y el oído de los psicólogos del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) que desde hace un mes trabajan para reconstruir otras cosas y trabajar, por ejemplo, en el llanto repentino y explicable de los niños.

“Se está tratando de hacer de la forma más rápida posible, pero hay una realidad: capaz que no son los tiempos que la gente necesita”, explica a la diaria el intendente de Soriano, Agustín Bascou. Los planes de vivienda implican una coordinación entre la intendencia y el MVOTMA, y habrá planes económicos diferentes -según los salarios, la conformación de las familias y las pérdidas- que incluyen subsidios totales, o sea, casas gratis.

Hay problemas varios, cuenta Bascou. Muchos terrenos están ocupados, o en situaciones administrativas irregulares o complejas, como resultado de sucesiones. De todas formas, informa el intendente, se han “atacado” 1.000 casas de un total de 1.700 afectadas, en coordinación entre el gobierno departamental y el nacional, que Bascou considera transparente y efectiva.

Gustavo Saavedra, el párroco de Dolores, cuenta que la comunidad está apretando lazos. Raquel, activa integrante de la comunidad religiosa y vendedora de quinielas que hoy nadie tiene ganas de comprar, está de acuerdo, en parte, porque ve que los entusiasmos del voluntariado se van apagando: “Cuando pasó todo, dejamos nuestros trabajos y empezamos a ver qué podíamos hacer. Pero cuando empiezan a pasar los días, más o menos vuelve la estabilidad”. La parroquia, de todas formas, llena cada noche cuatro ollas enormes de un guiso que salva del frío a 500 personas, y que se complementa con el trabajo del Instituto Nacional de Alimentación y el Mides, y ofrece colchones para dormir cerca de la estufa para los que ya no tienen casa.

El intendente percibe que Dolores está saliendo del shock, y se nota. Es el momento en el que cae la ficha, y eso también se ve: si en la visita anterior las charlas estaban tomadas por el monopolio de qué pasó y dónde estaba cada uno ese viernes, un mes después hay más ganas de hablar del futuro, aunque a muchos, como Vanessa en su contenedor, eso los lleve a la conclusión de que va a costar o, para otros, aceche la sospecha negra de otro tornado ante cualquier relámpago. ¿Se recupera una ciudad después de una tragedia así? Bascou no contesta sí ni no: “Se precisa tiempo. El panorama no es bueno y quedan muchas cosas para hacer”.