El politólogo italiano Norberto Bobbio, en el libro Secreto y misterio: el poder invisible, definió al misterio como “aquello que, aunque sería bueno, útil y oportuno saber, no se logra conocer, ya sea por la dificultad de acceso a las fuentes, por la intervención de un poder superior, o aun sólo por la insuficiencia de nuestras capacidades cognitivas”. Le preocupaba el rol que los secretos y el misterio ocupaban en una sociedad pretendidamente democrática donde el poder se había ejercido tradicionalmente de forma opaca y “la luz avanza laboriosamente para iluminar por lo menos una parte del área oscura”. ¿Qué pasa cuando un poder que se ejerce sin brindar explicación alguna (es decir, de manera autárquica) pasa a tener que ejercerse de manera visible por todos (es decir, democrática)? ¿Qué sobrevive y qué muere en ese proceso? ¿Cuál es la estrategia que aquel poder invisible utiliza para eludir los controles democráticos? ¿Cómo se combate ese poder invisible? Estas preguntas valían para la Italia de comienzos de los 90 y valen para el Uruguay de hoy.

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Hoy tendrá lugar la 21ª Marcha del Silencio, un acontecimiento ineludible para la sociedad uruguaya. Como cada año, una multitud silenciosa marchará por 18 de Julio (y desde ya hace años, en muchas ciudades del resto del país) para recordar a quienes fueron desaparecidos en la dictadura, advertir del peligro que significa para nuestra sociedad el olvido y exigir el fin de la impunidad como condición fundamental para vivir en una sociedad en la que el horror no se repita. Verdad, justicia y no más impunidad.

La región presenta un panorama sombrío. Se marchará días después de que se consumara un golpe de Estado en Brasil, en donde uno de los diputados dedicó su voto de censura a la presidenta Dilma Rousseff a un militar que la había torturado en la dictadura. El contexto regional muestra otras dificultades. Ese faro que representaba la Argentina de Néstor Kirchner y Cristina Fernández en materia de derechos humanos está siendo extinguido a fuerza de recortes, despidos y represión, a la vez que vuelven a aparecer con fuerza (y favor público) siniestros personajes que se creía desterrados.

El panorama nacional no es menos convulso. El campo popular aparece, lo menos, desorganizado, y no por caprichos sectarios, sino por profundas diferencias éticas entre actores relevantes, que obligan a redefinir fronteras y revisar prácticas. La actitud diletante del Frente Amplio (FA) hacia el asunto se traduce en la rabia y frustración de quienes militan por los derechos humanos, cuando para apaciguar justos reclamos se pide que se piense en los logros alcanzados. Habida cuenta de que esta es la primera vez que se registrarán más marchas bajo gobiernos del FA que bajo gobiernos de derecha, los avances parecen magros. Es como si el terrorismo de Estado en Uruguay, devenido en misterio, hubiera entregado la mano para salvar el brazo.

Y es curioso cómo, si bien está develada una parte del secreto, el misterio continúa. En 1985, el senador Germán Araújo denunció en la cámara numerosos crímenes de lesa humanidad perpetrados por militares y civiles durante la dictadura que acababa de terminar, muchos de los cuales continuaban en funciones y habían recibido ascensos. Denunciaba el misterio. Daba cuenta de maniobras desde el poder que jugaban con el sufrimiento de los familiares de las víctimas con silencio, con amenazas o con información contradictoria. Denunciaba a un Estado que se había acostado siendo una dictadura y levantado siendo una democracia. Y nos preguntaba a todos nosotros: “Todo esto tan inhumano, todo esto tan perverso... ¿puede ser tolerado por una sociedad que aspira por el respeto por la humanidad? ¿Todo esto puede ser tolerado en silencio?”.

Entre sus denuncias se halla una que recién sería retomada a iniciativa de la víctima en 2011, en la que 28 mujeres ex presas políticas presentaron denuncias por torturas y violencia sexual. Su crimen había sido preparar una manifestación recordando el cierre del Parlamento. Araújo agradecía su valiente presencia en las barras de la cámara y explicaba que ella no denunciaba “[…] ni por venganza ni por revancha. Sólo quiere evitar que a sus hijos en el futuro les pueda pasar lo mismo, y si estas ‘bestias’ permanecen libres, estos hechos pueden volver a repetirse”.1

Bien vale decir esto para las otras mujeres denunciantes. Deberíamos preguntarnos qué pasó en el medio, donde no sólo no se les agradeció de manera justa, sino que su reclamo de justicia se convirtió en un misterio. Obtuvo silencio, ocultamiento e impunidad de parte del Estado, e indiferencia y miedo de parte de la sociedad. El fallo en el que se condena al torturador Asencio Lucero, que no reconoce la violencia sexual ni los crímenes de lesa humanidad, da cuenta de lo amargo de los avances.

Quiero aquí rescatar una dimensión muchas veces invisibilizada de nuestra historia: fueron muchas mujeres las que, al igual que muchos hombres, entendieron que la acción política era una necesidad, que las condiciones de nuestra sociedad eran injustas y que valía la pena luchar por la libertad, por la democracia y por un mundo mejor.

Estas mujeres fueron doblemente subversivas: a la par que resistían activamente a nuestros tiranos, significaba algo en sí mismo que fueran mujeres. Su cuerpo se convirtió también en un botín de guerra. Así como en aquellos días estaba prohibida para cualquiera la oposición política a la dictadura, estaba fuera de límites para las mujeres, para quienes estaba reservado el ámbito doméstico. Entonces estas mujeres subversivas fueron castigadas dos veces: por mujeres y por subversivas.

La violencia sexual, concebida para destruir física, moral y psicológicamente a quienes son objeto de ella, no las abandonó al momento de concluir los apremios; muy por el contrario, a eso le siguieron la culpa, la humillación y la vergüenza que acompaña a muchas hasta el día de hoy. Esta denuncia no hubiera sido posible sin el trabajo en colectivo de muchas de estas mujeres. Sus testimonios hablan claro de la saña particular de los militares hacia las mujeres y de todo su sufrimiento posterior. No debemos perder de vista, entonces, su coraje para recordar, narrar y luego denunciar estos abusos.

Contrapuesto a ese coraje está el misterio. Este, siguiendo con Bobbio, se constituye “en un límite de nuestra razón y de nuestra voluntad: es una señal de nuestra impotencia”. Develados tantos secretos, el misterio aún persiste. ¿Cómo es que el Ejército usa el apartamento de Elena Quinteros? ¿Quiénes están detrás del atentado contra el Grupo de Investigación en Arqueología Forense? ¿Por qué si Asencio Lucero admitió haber torturado a presas políticas está procesado por privación de libertad y no por torturas? ¿Hasta dónde pueden llegar las áreas oscuras de nuestro Estado, envueltas en el misterio, fuera de todo control democrático? ¿En qué condiciones queda nuestra democracia cuando admitimos esto?

Cuando convierten al terrorismo de Estado en misterio a la vista de todos, hacen algo indigno. ¿Acaso no nos roban nuestra dignidad? Está en nosotros recuperarla. Como dijo Bobbio, “si se quiere defender las instituciones democráticas, el único modo es ‘cerrar filas’ alrededor de aquellos que nunca han sucumbido a la tentación de hundirse en el subsuelo para evitar ser reconocidos. Afortunadamente son numerosos, pero necesitan armarse de valor, y actuar consecuentemente”.

  1. Germán Araújo, diario de sesiones de la Cámara de Senadores, 2/7/1985.

León Pérez es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Esta columna fue escrita para Cotidiano Mujer en el marco de “Ni más, ni menos”, un espacio de análisis político con enfoque de género, donde estudiantes avanzados de la Licenciatura en Ciencia Política realizan su pasantía de egreso.