“No puede ser que los beneficios sean sólo para los que tienen Oca; esa es la tarjeta que usan las mucamas”. Esta idea, muchas veces y de diversas maneras, es expresada (según puede oírse en una grabación que circula por las redes) por una enojada señora que se la agarra con la pobre empleada que, con una calma -obligada- digna de un maestro zen, le explica una y otra vez que ninguna de sus múltiples tarjetas doradas le sirve para acceder a la oferta 2x1 de un conocido centro de exhibición de películas. La conversación se difundió haciendo especial hincapié en su condición de verídica. Parece que lo es; pero si no fuera así, sería un hecho menor: las enseñanzas que se pueden extraer de ella serían comparables, en tal caso, con las que emanan de las grandes obras literarias.
La audición resulta irritante, probablemente debido a cierto tufillo paradójico que expele (pocas cosas molestan más que las paradojas). Hay algo que no cierra. La buena mujer está muy ofendida porque, si bien posee unas cuantas tarjetas de crédito “de las buenas” (las que abren puertas, ahorran colas, generan beneficios, descuentos y sonrisas sumisas), ninguna de ellas le permite acceder a lo que busca en ese momento: ir al cine con una amiga (a ver Me casé con un boludo) pagando una sola entrada, beneficio que sí tienen los poseedores de la tarjeta Oca, que, según ella misma se encarga de transmitir, es una tarjeta para pobres. ¿Por qué se ofende tanto? No es, obviamente, porque le cueste un gran sacrificio pagar la entrada entera. Se ofende porque un “pobre” tiene, en este caso, más derechos que ella. Así de simple, y no le demos más vueltas.
A muchos poderosos no les alcanza con tener estancias, caballos, yates y viajes. Deben poder demostrar su superioridad en todas y cada una de las situaciones que les presente la vida. Con total naturalidad, y sin tener que pensar en ello. Lo contrario les mueve el piso; hace temblar, en algún rincón de su delicada psique, su cosmovisión. Les despierta un sentimiento de injusticia, de arbitrariedad irreconciliable con la lógica. “No puede ser que el Estado no esté de mi parte”. Hasta pueden llegar a aceptar pagar más impuestos, pero suponiendo que eso los tiene que beneficiar, y no hacerlos pasar estas vergüenzas. Que una telefonista que gana decenas de veces menos tenga la posibilidad de decirles “no” (mientras le dice “sí” a un cualquiera) es algo que, simplemente, no entra en sus cabezas. O peor, que le mencione la “tarjeta para pobres” dentro de las posibilidades, en una insultante demostración de que no sabe con quién está hablando.
Es tarea del Estado educar a su población. En cultura general, en herramientas técnicas y en valores. Evidentemente, en esto último está fallando. Porque esta es la misma gente que se queja, por ejemplo, de las políticas sociales. (Sí, ya sé: muchos que están apenas por encima del umbral que nos separa de los “asistidos” también se quejan, pero la explicación es, probablemente, bien distinta). Es gente que, incluso habiendo pagado una educación privada muy cara, no ha recibido enseñanzas básicas en valores humanos. En cuanto a eso, podríamos calificarlos de “analfabetos morales funcionales”. Y ya que hablé de las políticas sociales, la grabación arroja una nueva luz sobre la virulencia de los ataques a esas políticas. Como en el caso de la entrada barata, tal vez esa ira no tenga causas financieras: los ricos, con o sin políticas sociales, siguen siendo ricos. No me parece descabellado (en realidad, estoy firmemente convencido de ello) pensar que el motivo es más bien psicológico, de inseguridad ante un hecho puntual que les altera el orden de las cosas. Y esa visión de lo que debe ser dicho orden es adquirida: ningún pibe nace pituco. Ahí está fallando la educación, y no solamente la formal. En estas cosas, como en tantas otras, las opiniones se generan en casa, en el estudio, en la vida. Que después de más de una década de gobierno de izquierda sigan conservando tantos beneficios refuerza su deforme sentido de la justicia. Son personas que viven todo el día mirando con odio y con asco cómo mejora, aunque sea de un modo mínimo e insuficiente, la situación de gente que, según su criterio, no lo merece. Sólo eso explica los rostros desencajados que hemos visto por la tele en nuestros dos países vecinos, con carteles de “fora, Dilma” o “andate, yegua”. Porque se podrá discrepar, más bien; pero cuando se expresa esa discrepancia de esa forma enferma -y desde un lugar tan cómodo-, uno sospecha que hay algo más profundo detrás. Y lo que hay es ese odio y ese asco de que hablaba. Un problema de educación. No es su culpa: estoy seguro de que la enorme mayoría de los uruguayos silvestres pensaríamos igual si hubiéramos recibido, desde la cuna, una educación paupérrima, carente de los valores humanos más básicos, como la que sin duda tuvo esta pobre gente.
Es una pena que, habiéndose hablado tanto de las condiciones en que crecen los niños, de la ausencia de principios morales rectores y de las malas influencias del entorno familiar, se haya excluido a estas personas -las que no tienen acceso a entradas 2x1 en el cine- de los planes correspondientes. No hay programas de reinserción, ni trabajadores sociales visitando sus hogares; al menos, yo nunca me enteré. Es una falencia; una injusta omisión. Y, sin duda, una tarea impostergable que el gobierno debe emprender ya, si no quiere que la obra y el ejemplo de tantos años de lucha y sacrificio terminen cayendo en saco roto.