“No estamos yendo a una regulación de precios ni nada en esa línea; esto es control ciudadano de precios”, dijo el subsecretario de Economía y Finanzas, Pablo Ferreri, durante la presentación de Preciosgub, una aplicación que permite al usuario comparar precios de diversos artículos en los comercios, tomando en cuenta distintas variables (la zona, la marca). Todavía no es claro si la aplicación funciona tan bien como promete, pero la idea es muy buena: los comercios en los que el artículo buscado está más caro aparecen resaltados en rojo, y los que tienen mejores precios son señalados mediante una estrella o un diamante. Si a esa calificación primaria se le suma la ubicación en el mapa, que permite al comprador saber hasta dónde tiene que moverse para conseguir la mejor oferta, y el hecho de que también puede comparar canastas (es decir, varios artículos agrupados), parece claro que el telefonito cargado con la aplicación se transformará en una herramienta casi tan útil como el viejo método de recorrer ferias y supermercados con implacable y certera mirada de ama de casa. El único problema (suponiendo que la aplicación funcione como es debido) es que sólo serán ciudadanos, a efectos de ejercer el control de precios, quienes tengan un celular inteligente y conexión a internet.

La tecnología es la gran fantasía democratizadora de nuestro tiempo. Nos permitirá (algún día, cuando las leyes se hayan modernizado lo suficiente) compartir cultura, imprimir órganos, churrascos y apartamentos, poner y sacar gobiernos sin movernos del sillón del living, comparar precios y, seguramente, conseguir que el pedido del súper, armado sólo con las mejores ofertas, llegue a casa sin que tengamos que ir a buscarlo. De hecho, la tecnología para hacer posible cualquiera de estas cosas ya existe, y sólo detalles más o menos significativos (algunas normas jurídicas, algunos problemas de costos) nos mantienen aún lejos de ese paraíso sin conflicto y sin sufrimiento.

Cuando yo era niña me fascinaban las ventajas con las que contaban Lucero y Cometín Sónico, los más chicos de la familia Sónico. Cualquier cosa que se les antojara comer salía, ya pronta, servida y calentita, de alguno de los relucientes electrodomésticos de su cocina. Y aunque la familia tenía una mucama eficiente e incansable a la que todos parecían querer mucho, no escapaba a la comprensión de nadie que se trataba de un robot. Nadie humano parecía sacrificarse para que los Sónico tuvieran una vida libre de complicaciones fastidiosas (excepto, claro, las complicaciones derivadas de los lugares de género del padre y la madre). Todavía recuerdo el desagrado con que recibí la observación de alguno de mis mayores, que me hizo notar que en algún punto de esa cadena tenía que haber alguien que hiciera el trabajo. En algún lugar alguien había ordeñado la vaca (o limpiado la máquina ordeñadora) que proporcionó la leche para el helado, alguien había hecho el helado, alguien había armado la hamburguesa. Aunque todos los procesos estuvieran automatizados, en algún punto, siempre, estaba, invisible y secreto, el trabajo de alguien. En ese sentido, mucho más brutal (mucho más honesto) era el paraíso de Los Picapiedras: dentro de cualquiera de sus artefactos domésticos había un animal prehistórico que lavaba, trituraba o planchaba para hacer más sencilla la tarea de Vilma.

El problema de pensar que las injusticias o las avivadas pueden corregirse con tecnología y control es que se parte de la base de que la injusticia es un error del sistema, y no una falla inherente a su funcionamiento. En un mundo ideal (en un mundo de historieta, en un mundo que no se cruza en ningún punto con las realidades paralelas de los que están afuera del paraguas civilizatorio) es posible controlar los precios mediante la acción responsable y consciente de ciudadanos munidos de tecnología y vacunados contra la infección de la publicidad. Tan posible como abrigar a los desabrigados mediante percheros solidarios o alimentar a los hambrientos mediante heladeras comunitarias proporcionadas por los dueños de restaurantes. Tan posible como disponer un arsenal de técnicos para contener a un estudiante violento que se muestra incapaz de cursar el sistema educativo sin agredir a los docentes. Lo malo es que ese mundo maravilloso no se parece demasiado al mundo en el que viven unos cuantos, así que, cuando queremos ver, alguien protesta porque la aplicación no carga, otro alguien no sabe lo que quiere decir “aplicación” (y no tiene idea de cuánto cuesta el litro de aceite, porque compra suelto lo que puede, cuando puede), algún desubicado tira y pisotea las bufandas solidarias y algún otro impresentable come lo que no necesita o escupe el plato del que viene detrás. No se puede tener un mundo eficiente y bien aceitado con tanto maleducado, tanto menesteroso y tanto ignorante en la vuelta. Las formas que nos damos para evitar decir que el capitalismo de mercado es injusto y salvaje, que deja a millones en el mundo no sólo fuera de sus beneficios sino fuera de las más básicas condiciones de supervivencia, ya alcanza extremos ridículos. Nos organizamos para combatir el mal con medidas correctivas que, en última instancia, sólo pueden funcionar con la buena voluntad de los beneficiarios, sin considerar si esa buena voluntad es esperable. Nos encanta ser buenos y ser modernos, y estamos dispuestos a todo con tal de no poner en discusión un modelo de crecimiento constante evidentemente insustentable y que nos obliga cada vez a más esfuerzo y más consumo a cambio de más precariedad y más incertidumbre. Pero nos duele la injusticia, así que vemos con optimismo todas las iniciativas buenoides para compartir lo que nos sobra o para vigilar a los que nos quieren estafar. Se hace lo que se puede, aunque se pueda poco.

En estos últimos días he visto crecer expresiones asertivas que señalan (sobre casi cualquier tópico) que “es por ahí” o que, al contrario, “no es por ahí”; maravillas de la lírica militante que apuntan, como es obvio, a celebrar el buen camino y advertir del peligro de tomar el camino errado. Suelen hacer referencia a medidas concretas, porque lo concreto es siempre más fácil de evaluar. Yo confieso no saber muy bien por dónde es la cosa, pero reclamo que en algún momento volvamos a plantearnos no tanto por dónde sino para dónde. Que hagamos el ejercicio de ver si podemos enunciar que es para la justicia y la dignidad de todos, o no es. Que es para terminar con la explotación, con la miseria y con el abuso, o no es. Que es para terminar con los privilegios, o no es. Y punto. Porque ya cansa un poco eso de pedir disculpas antes de haber siquiera empezado a tomar una medida de choque.