Los procesos de mestizaje son complejos, no son una mixtura homogénea de fenotipos diferentemente coloreados y culturas distintas, sino un arduo, y a menudo sutil, recorrido de sometimiento, de despojo, en este caso de blanqueamiento, y también de resistencia y lucha. Estas relaciones de poder no siempre están refrendadas por el Estado, pero, al no ser cuestionados determinados principios, se dejan inamovibles las bases de lo que puede ser una discriminación explícita; cuestiones que se traducen en las oportunidades y el acceso a los servicios de todo tipo, aunque aquí sólo nos limitamos al aspecto cultural del asunto.
Por ejemplo, en nuestras escuelas primarias se estudian las fábulas de Esopo y Jean de La Fontaine, nada de nuestros mitos taínos o de las leyendas de la riquísima oralidad yoruba. En nuestra educación secundaria se nos habla de la historia universal (esto es, la europea) y de América, pero nunca de África, o sólo lo suficiente para que nos llevemos la idea de que es un lugar sin pasado con gravísimos problemas socioeconómicos, que, parece, son responsabilidad de su ineficiente administración. ¿Egipto? Por supuesto, está en tierra africana, pero para nadie los egipcios son negros, en todo caso, son árabes.
Curioso, ¿verdad? Nunca se habla de los exquisitos bronces de Benín, de la sabiduría de los griots, de sociedades complejas que aún pagan el precio de un voraz colonialismo. ¿Es sorprendente que entre la población cubana de piel más oscura, a la que sólo se le han mostrado las cadenas, los grilletes, los cepos y los látigos con los que sus abuelos fueron sometidos a la esclavitud, se diga como refrán recurrente: “coco, aunque sea rancio”? Esta frase es la síntesis de todo un largo proceso de dominación, finalmente internalizado; significa que se debe buscar a toda costa una pareja blanca. No importa su calidad humana, su belleza física o su estatus, sino sólo su color de piel, para así tener descendencia más clara, con “pelo bueno” y “facciones finas”, es decir, para “adelantar la raza”.
Por su parte, la población blanca educa cuidadosamente a sus descendientes, sobre todo a sus hijas, para evitar que “se atrasen”. Un hijo que tenga relaciones con una “mulatica de salir” es un muchacho con buen desempeño sexual, porque las “negras son calientes”. Claro, siempre y cuando el chico no tenga hijos con ella, dice su madre, porque “yo no voy a peinar pasas” (al cabello afro, rizado, también se le dice “pelo malo”). Una típica conversación de comadres: -¿Viste a la hija de Fulanita? Está con un negro. -La pobre ya se ve sucia, tiene la piel “empercudida”. En semejante situación, en la que el racismo está “suelto y sin vacunar”, las religiones cubanas de origen africano son una suerte de referente positivo para la negritud. Es la manera de sentirse hijos de un numen que es rey o reina, de encontrar historias en las que los héroes no son pálidos y rubios, en las que se han preservado con notable pureza costumbres, cosmovisiones, toda una espiritualidad que es el núcleo identitario de gran parte de la población cubana, más allá de la pigmentación de su piel.
Muchas personas cubanas, independientemente de la cantidad de melanina tras la epidermis, se consideran hijas de un orisha de piel oscura, o protegidas por el espíritu de un “negro africano” que murió en tiempos de la colonia. Las religiones de origen africano también son una manera de cohesionar personas más allá de fronteras raciales. Diferencias divinas
El catolicismo enseña una cosmovisión verticalista del universo: infierno debajo, tierra en el medio, cielo encima, lo que equivale a una relación de veneración y sometimiento con las entidades superiores. Todo esto se traduce en la rígida organización jerárquica de la iglesia. A su vez, los santos son canonizados precisamente por la negación de ciertas cualidades humanas, sobre todo las vinculadas con lo corporal. Por el contrario, en las religiones de origen afro el mundo es horizontal, el cielo sólo es el lugar donde está Olorun -el sol- y, muy lejos, Olofi, una suerte de deus otiosus (en la Regla de Palo Monte se llama Sambia; para los abakuás, Abasí).
Los demás númenes tienen una materialización concreta en las fuerzas naturales, son la personificación de estas: Shangó es el rayo; Yemayá, el mar; Oshún, el río; Oyá, el viento. Tampoco están despojados de pasiones: se enamoran entre ellos, sienten celos e ira, castigan, perdonan (si quieren), ayudan u obstaculizan. Incluso sus prácticas sexuales son poco convencionales: la poligamia, el incesto, el adulterio, las conductas no heterosexuales y las tendencias parafílicas son comunes en sus patakíes (historias).
El creyente los respeta, pero establece con ellos una relación casi de camaradería: les suplica y los insulta si no le responden, negocia con ellos, respeta sus mandatos y se burla de ellos. No es el fiat voluntas tua cristiano, sino una suerte de “ayúdame a lograr la mía, a cualquier costo”.
Todo esto forma parte del origen de ese espíritu cubano algo irreverente, el constante “choteo”, rasgo típico de la mayoría de quienes habitan la isla. Incluso, la mística de estas religiones no se basa en la épica de un alma que atraviesa noches oscuras, sino en un acto teofánico de encarnación. Cuando el santo “se monta”, la divinidad toma el cuerpo del creyente, lo posee, por un momento lo despoja de su individualidad: el numen se materializa, baila, gesticula, exige, es servido, a veces da consejos. La divinidad te toca y la tocas: la cercanía se hace definitiva. Los lugares de adoración no se reducen a la casa-templo: debes acercarte a la naturaleza, llevarles ofrendas a las orillas de un río, al mar, hablar con las plantas, tratar de escuchar las voces de lo divino en el entorno.
La espiritualidad de estas religiones te enseñan a relacionarte de una manera filial con lo que te rodea, con el mar, el río, el viento, el rayo, las plantas. Pero sus normas -de origen tribal, a veces difíciles de cohesionar con el actual contexto- también reproducen y legitiman otras maneras de exclusión: la Sociedad Secreta Abakuá no inicia a mujeres ni a homosexuales; algunos santeros tienen la prohibición ritual de relacionarse con personas de “sexo dudoso”. Si soy hijo de un orisha violento y pendenciero, se comprende que sea de esa manera y se me exime de culpa, pero se me trata de aleccionar en el sentido de moderar esas características de la manera más constructiva posible. El sacerdote -médico popular, psicólogo, mediador y confesor al unísono- funciona como un elemento de suma importancia en el equilibrio y la orientación de las comunidades, aunque en estos momentos el nivel de mercantilización de estas religiones a veces se vuelve escandaloso hasta para los propios creyentes.
En Cuba quizá sería muy importante propiciar la reflexión sobre estos temas, abordados casi siempre de manera descriptiva. Se ha considerado a las religiones de origen africano un elemento constitutivo -incluso central- de la cubanidad, lo que excluye a los no practicantes o a los creyentes de otras religiones de lo que a menudo se promociona como identidad nacional. No a todos los cubanos les gusta el ron y la salsa, casi ninguno fuma habanos, muchos no son santeros. Tomar estas creencias como un sinónimo de cubanía impide abordarlas de manera más profunda, con sus luces y sus sombras.
Un acercamiento prejuiciado a estas cuestiones, tanto en favor como en contra, impide comprender su justo lugar en la sociedad cubana, muy lejana de la homogeneidad cultural. Cualquier fenómeno social existe y pervive porque cumple determinadas funciones, a veces sorprendentes, contradictorias, en cierto marco. Para nosotros, estas religiones han sido la manera de conservar nuestras raíces africanas, con sus historias, sus danzas, sus comidas, sus lenguas, sus saberes; también portadoras de prejuicios y tabúes. Son tanto un acto de resistencia y de lucha como una mercantilización de lo exótico. Han sido una manera de conservar una suerte de orgullo afro, que, sin embargo, no ha podido crear un discurso antiblanqueador que cuestione la contumaz reproducción de códigos racistas naturalizados.
Entenderlas en su totalidad es una manera de entendernos mejor y, a partir de allí, transformarnos, en un acto dialéctico de superación que no niegue de manera absoluta nuestras fuentes originarias.