El protagonista es el mismo tipo: se llama Jihad Ahmad Diyab, tiene 44 años y es uno de los seis ex presos de Guantánamo que llegaron a Uruguay en diciembre de 2014. Pero las historias sobre qué le sucedió en las últimas semanas parecen sacadas de dos películas diferentes.

Por un lado está la versión que se disparó a partir de un informe del programa *Santo y seña *del miércoles 15 de junio; allí se aseguró que Diyab, de origen sirio, había escapado a Brasil y que no se conocía su paradero. Luego el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, aclaró que tanto él como los otros cinco ex detenidos por Estados Unidos pueden salir del país cuando quieran, y confirmó que la embajada de ese país le había pedido información sobre esta situación en particular. Portavoces de esa embajada confirmaron esas averiguaciones, y por ahí quedó el asunto a nivel local. La prensa brasileña fue menos cautelosa con la información: varios medios empezaron a relatar las peripecias de un “ex miembro de Al Qaeda” fugado de Uruguay e instalado en Brasil de forma clandestina. Algunas crónicas vincularon el episodio, como por si acaso, con amenazas del grupo terrorista Estado Islámico a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, y la revista Veja llegó a publicar esta curiosa conclusión: “El ex presidente José Mujica se comprometió a cuidar a los terroristas, pero su populismo explosivo ayudó a un extremista a ingresar en territorio brasileño”.

La otra película, narrada a partir de los testimonios de personas que acompañan al sirio en Montevideo, no tiene tantos condimentos: en realidad Diyab estaría en Rivera o en el Chuy junto a integrantes de la comunidad musulmana, para pasar con ellos el ayuno de Ramadán. Su intención es “aislarse y prepararse espiritualmente” para recibir en julio a su esposa, sus tres hijos y su madre, que llegarían desde Turquía, donde se refugiaron hace pocos meses por el conflicto bélico en Siria.

Antes de partir rumbo a las mezquitas norteñas, el ex preso de Guantánamo le habría explicado a sus amigos, entre ellos un inmigrante marroquí que vive en Montevideo, que pretendía quedarse durante toda esa celebración musulmana, que finaliza el 6 de julio, y que su plan era “desconectarse completamente”, según relató ayer a la diaria Jorge Voituret, integrante de la comisión de Fundadores de la CNT y uno de los uruguayos más cercanos a los seis refugiados. El significado de “desconectarse”: estar sin celular, no revisar el correo electrónico, respetar el ayuno y continuar con su rutina de cinco oraciones diarias. Un funcionario del Ministerio del Interior confirmó anoche el relato de Voituret, del marroquí y de otras personas cercanas a Diyab: “Lo último que sabemos es que estaba en el Chuy y que otras veces ha estado en Rivera; en ambos casos, si estuvo en Brasil fue porque cruzó la calle. Pero trámites de salida del país no hizo, aunque podría hacerlos y salir perfectamente”. Esa misma versión fue manejada por el periodista Sergio Israel, en un artículo que publicó ayer Búsqueda.

No es changa la vida que le tocó a Diyab. Su salud empeoró desde que llegó a Uruguay; tiene la columna vertebral de un hombre de 80 años y por eso anda con dos muletas. También sufre problemas renales severos, como consecuencia de la alimentación forzada que le suministraron durante siete años en Guantánamo, donde estuvo preso 14, tras ser capturado en Pakistán. Siempre negó los cargos que le hicieron y cumplió toda la condena que le fue impuesta, lo que facilitó su salida de esa base militar estadounidense en territorio ocupado de Cuba. En Montevideo tuvo problemas con los otros ex detenidos y ha sido crítico con el gobierno uruguayo, al que acusa de incumplir el acuerdo original que lo trajo al país, incluyendo el reencuentro con su familia, que no se ha concretado.

El dolor lo persigue, como una sombra: de octubre de 2015 a febrero de 2016, 15 familiares de Diyab murieron por los bombardeos en Siria; un hermano suyo quedó parapléjico y su esposa (que había estado cinco años presa por reclamar su liberación) apenas logró cruzar a Turquía, con heridas graves. A sus contactos uruguayos les repite que la peor tortura que sufrió en Guantánamo era la que le aplicaban sus carceleros cuando orinaban sobre el Corán y después lo tiraban al inodoro. Lo que seguramente no imaginó Diyab al venir a Uruguay fue que en este lejano país tampoco iba a poder rezar tranquilo. Ni siquiera en Ramadán.