Los países de América Latina se han caracterizado por la tendencia a reformar frecuentemente sus constituciones. Si bien el caso de México, que ha modificado poco la vigente desde 1917, puede ser considerado la proverbial excepción que confirma la regla, la recurrente insatisfacción regional con las leyes fundamentales parece un síntoma sugestivo de contradicciones, nunca resueltas, acerca de lo que deberían ser los Estados de nuestra América.
Durante el período de dictaduras que vino a contrarrestar los impulsos revolucionarios de los años 60, fueron varios los regímenes que pretendieron dejar “todo atado y bien atado”, como decía Francisco Franco, con reformas constitucionales. Décadas después, varios de los gobiernos llamados progresistas se propusieron asegurar, por la misma vía, cambios profundos y duraderos, ya fuera mediante la incorporación de nuevas definiciones ideológicas y estructurales o, por lo menos, con cambios de las normas electorales que permitieran reelecciones sucesivas o ilimitadas de los presidentes (pero esto último también lo hicieron, en las últimas décadas, gobiernos derechistas).
La ambición de garantizar el continuismo progresista con cambios constitucionales no ha sido uniforme. Al intentar una visión panorámica sobre los procesos políticos latinoamericanos, cada anotación sobre una característica común debería ir acompañada por una acotación acerca de las diferencias entre las realidades nacionales, y viceversa, pero se puede decir, simplificando mucho, que los impulsos más claramente refundacionales se produjeron en cálidos países “bolivarianos”, mientras que en el Cono Sur se recibió con bastante frialdad la idea de que todo debía establecerse sobre nuevas bases.
Como se dijo antes, más de un régimen dictatorial del siglo XX no se conformó con imponer un largo estado de excepción, sino que implantó -o intentó sin éxito implantar, como en el caso de Uruguay- reformas constitucionales que acotaran para siempre las libertades democráticas, en el marco de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional. Sin embargo, las transiciones democráticas que pusieron fin a esos regímenes no siempre incluyeron nuevos procesos de reforma; a menudo se limitaron a restaurar las constituciones previas a los golpes de Estado, o incluso postergaron el cambio, lento y gradual, de las que habían dejado las dictaduras, como ha ocurrido en el caso de Chile.
Las razones de que eso sucediera fueron varias y en gran medida distintas según el país, pero se pueden identificar algunas de amplio alcance: por un lado, la polarización simbólica de las luchas contra las dictaduras implicó, por lo general, que estas descalificaran los sistemas previos a ellas, y que los opositores reivindicaran, a su vez, tales sistemas, identificándolos con “la democracia” que prometían reinstalar; por otro, las dificultades económicas y los problemas de relación con las Fuerzas Armadas que debieron afrontar los primeros gobiernos posdictatoriales determinaron que muchos consideraran inconveniente -e incluso peligroso para la gobernabilidad- crear un nuevo escenario de controversias. Pero hubo una notable excepción en Brasil.
A la salida de la larga dictadura brasileña de 1964 a 1985, y en el marco de una transición más lenta y compleja que las de otros países, se produjo un proceso de cambio constitucional. Fueron 20 meses de debates a cargo del parlamento, que se desempeñó como asamblea constituyente al tiempo que mantenía sus tareas legislativas. Hubo en torno a ese proceso una enorme y muy diversa movilización social, que logró avances importantes en materia de derechos… y en ningún otro país se quiso repetir la experiencia.
Después, la oleada de gobiernos neoliberales de los años 90 buscó casi siempre crear un marco normativo favorable a sus orientaciones ideológicas mediante la aprobación de leyes (con alguna excepción, como la de Perú, donde Alberto Fujimori impulsó, en el año posterior a su golpe de Estado de 1992, una reforma que sigue vigente con enmiendas). Pero en el marco de la reacción posterior contra esa oleada, que trajo a la región gobiernos progresistas -y, como se dijo, a impulsos del ala bolivariana de tales gobiernos-, se aprobaron algunas nuevas constituciones que asumieron en forma explícita definiciones antineoliberales, establecieron nuevos derechos -individuales, sociales, de grupos étnicos y aun “de la naturaleza”-, reorganizaron los poderes del Estado y la relación entre ellos, e introdujeron procedimientos que amplían la participación ciudadana, como el de los referendos revocatorios (que permiten poner fin anticipado a un mandato electoral para cargos ejecutivos).
En las modalidades nacionales de estos procesos ha incidido, por supuesto, la diversidad cultural latinoamericana, y para entender esto puede bastar el ejercicio de imaginar qué chance hay de que en países como Argentina, Chile o Uruguay se apruebe -o llegue a proponerse- un texto como el del preámbulo de la Constitución boliviana de 2003, que dice: “En tiempos inmemoriales se erigieron montañas, se desplazaron ríos, se formaron lagos. Nuestra amazonia, nuestro chaco, nuestro altiplano y nuestros llanos y valles se cubrieron de verdores y flores. Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes, y comprendimos desde entonces la pluralidad vigente de todas las cosas y nuestra diversidad como seres y culturas […]. Dejamos en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal. Asumimos el reto histórico de construir colectivamente el Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario […]. Cumpliendo el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia”.
Hoy, los progresistas se preguntan qué errores u omisiones los condujeron a varias derrotas en los últimos tiempos, y qué les conviene hacer a quienes fueron desplazados por las derechas, a quienes aún gobiernan y a quienes habían perdido el gobierno pero ya lo recuperaron, como en Chile. Algunos piensan, por ejemplo, que el impeachment brasileño fue posible porque los gobiernos del PT no habían encarado determinadas reformas constitucionales. Pero más allá de lo coyuntural, importa evaluar qué han construido en forma duradera los progresismos, qué han incorporado en sus sociedades de tal modo que será difícil revertirlo. En ese terreno, hay que evaluar con atención el efecto de las reformas constitucionales que no se limitaron a lo electoral, aunque la situación actual parece poco propicia para que quienes no las impulsaron antes lo hagan ahora.