En 1969 Nueva York era, con San Francisco, una de las ciudades más tolerantes de Estados Unidos en relación a los homosexuales, y tal vez la que tenía la mayor comunidad. Andy Warhol y sus drag Queens dominaban la escena cultural de la ciudad y las obras de teatro con figuras travestidas y libertinas hacían furor en el teatro off *Broadway. Los poetas beat aún vivían en Greenwich Village escribiendo sus cantos al amor del mismo sexo, Susan Sontag escribía elogiosas defensas de la prohibidísima película *Flaming Creatures de Jack Smith y su universo hermafrodita y orgiástico, y The Velvet Underground y sus oscuras letras sobre gays y heroína era la banda más célebre de la ciudad. Pero aún era una ciudad muy lejos de ser realmente equitativa o siquiera amable para los gays, las lesbianas o los trans. La frecuentemente brutal Policía neoyorquina realizaba periódicas razias en la zona de los mataderos -donde los gays se encontraban en camiones vacíos-, cualquier persona vestida en forma no acorde con su sexo de nacimiento podía ser detenida, y los únicos centros nocturnos que permitían el ingreso de homosexuales eran antros de mala muerte regenteados por la mafia, que, por un lado, le pagaba sobornos a la Policía para que hiciera la vista gorda con las costumbres de sus parroquianos, y por el otro, extorsionaba a los más adinerados de estos clientes, amenazándolos con hacer pública su inclinación sexual en sus ámbitos laborales.
Pero a fines de los años 60 los tiempos estaban cambiando, y los homosexuales neoyorquinos más politizados comenzaban a reunirse alrededor de la Sociedad Mattachine, una organización creada por Harry Hay en Los Ángeles, que se había extendido por las principales urbes de Estados Unidos. Los Mattachine militaban por una integración pacífica, basada en el concepto de que los homosexuales podían verse y comportarse como cualquier ciudadano “normal” más allá de sus conductas amorosas privadas. Se distanciaban de los comportamientos que hicieran su condición explícita y de las manifestaciones públicas o escandalosas, prefiriendo operar directamente en los círculos políticos, donde habían tenido éxito en frenar algunas medidas discriminatorias y reprobaban el descaro de los jóvenes gays de sexualidad evidente que habían comenzado a poblar las calles del Greenwich Village y Chelsea. Pero serían éstos los más despreciados incluso dentro de la comunidad gay y los más violentamente reprimidos por las fuerzas del orden los que protagonizarían la revuelta de Stonewall.
Una calle en llamas
De los escasos centros nocturnos neoyorquinos que permitían la entrada a homosexuales sólo uno de ellos, un bar regenteado por la mafia frente a la plaza de la Christopher Street, al norte del Greenwich Village, permitía -en una sala más o menos oculta- que bailaran parejas del mismo sexo. El bar se llamaba Stonewall y entre su clientela se entremezclaban ejecutivos homosexuales de Wall Street y prostitutos masculinos, *drag queens *y chicos gays fugados de sus hogares, muchos de los cuales dormían en la plaza frente al bar y lo habían tomado como su segundo hogar.
Todavía no se sabe exactamente cuál fue el motivo por el que la Policía neoyorquina decidió hacer una razia en el Stonewall el sábado 28 de junio de 1969, pero aparentemente no fue la discriminación la causa principal, sino algún desacuerdo entre los oficiales de vicio y los sobornos que los mafiosos dueños del local les pagaban lo que produjo que los primeros decidieran llevarse a todo el mundo en masa, empezando por las lesbianas y los trans. Pero aquel día algo se quebró cuando varios de los clientes se resistieron al arresto.
Era una noche calurosa de verano y la calle estaba llena de habitantes de la zona que se acercaron para ver qué pasaba e, irritados con la actitud de los policías, comenzaron a protestar de forma cada vez más violenta. Los policías encargados del operativo tuvieron que volver a entrar al bar, donde se atrincheraron y pidieron refuerzos, esperando que la multitud reunida afuera se disolviera al verlos llegar. A pesar de su aspecto afeminado que tanta gracia les hacía a los policías, los chicos que dormían en la plaza, los prostitutos, las drag Queens y los transexuales de la Christopher Street estaban endurecidos por la vida en la calle y, no sólo resistieron a los embates de los bastones recién llegados, sino que -bailando en hilera y entonando cánticos burlones y gritos de “Gay Power!”- los hicieron retroceder y dejar en libertad a sus cautivos.
A la noche siguiente los policías, humillados y ridiculizados por la prensa conservadora, volvieron con más efectivos y sed de venganza, pero la multitud que los había rechazado la noche anterior seguía allí. Tampoco estaban solos, poco a poco algunos militantes de izquierda, black panthers o simples simpatizantes antiautoritarios se fueron arrimando, asombrados por la furibunda resistencia de quienes ellos mismos despreciaban hasta entonces. Se acercaron a ver cómo lo que consideraban un montón de maricas volvían a hacer retroceder a los de azul, provocando incendios y destrozando algunos patrulleros. Los incidentes duraron cuatro noches -increíblemente, sin heridos de entidad- hasta que finalmente los grupos reunidos fuera del Stonewall se disolvieron natural y pacíficamente, y todo volvió a la normalidad. Pero esa normalidad había cambiado para siempre. El poeta beat homosexual Allen Ginsberg visitó el Stonewall en los últimos días de la revuelta y declaró luego: “Los chicos ahí eran tan hermosos. Habían perdido esa mirada herida que tenían todos los maricas hace diez años”.
El cine y la revuelta
Recientemente, con el estreno de la película Selma *(Ava DuVernay, 2014), basada en una de las más notorias acciones de protesta organizadas por Martin Luther King, muchos se preguntaron cómo, en un país en el que casi cada acción más o menos heroica de su historia tiene casi inmediatamente una versión cinematográfica -la marcha de Luther King desde Selma hasta Montgomery fue en 1965-, había demorado casi medio siglo en tener una versión de celuloide. Con la revuelta de Stonewall ocurrió algo similar. Había sido el punto iniciático del documental sobre el surgimiento del movimiento de los derechos homosexuales, *Before Stonewall: The Making of a Gay and Lesbian Community (Greta Schiller, Robert Rosenberg, 1984), que culminaba en los disturbios como el auténtico momento en que el movimiento alcanzó respeto e influencia social. Su tardía continuación, After Stonewall, (John Scagliotti, 1999), seguía el desarrollo del movimiento a partir de la misma fecha y ambos dedicaban extensos fragmentos a narrar los altercados y sus consecuencias. Más específica era Stonewall Uprising (Kate Davies, David Hailbroner, 2010), dedicado por entero a la revuelta, y que conseguía el milagro de ser sumamente ilustrativa a pesar de la casi inexistencia de material gráfico sobre los acontecimientos.
Pero Hollywood demoró hasta 2015 para realizar una versión ficcionalizada de lo ocurrido en Stonewall, y extrañamente el director no fue ni Todd Haynes ni Gus Van Sant o algún otro nombre relacionado con el New Queer Cinema, sino el alemán Roland Emmerich, conocido no precisamente por lo comprometido de sus películas -como El día después de mañana (2004) y 2012 *(2009)-, dedicadas a llevar a la pantalla las mayores catástrofes naturales que los efectos especiales puedan producir. Sin embargo, Emmerich siempre fue un artista militante de la causa de los derechos LGBT en su vida personal, y por una vez quiso llevar esa militancia a su trabajo como cineasta, mediante *Stonewall, un film que narra la historia de un joven gay de pueblo chico que, rechazado por su entorno, viaja a Nueva York, se hace amigo de los jóvenes callejeros de la Christopher Street y termina participando en los disturbios del Stonewall.
El film es flojo, simplista y melodramático (algo que puede extenderse a casi toda la filmografía de Emmerich), pero no fueron estas características las que produjeron las mayores reacciones de rechazo, sino -una vez más- el recurrente canibalismo de los movimientos de derechos sociales, que le recriminaron que la película no fuera lo bastante diversa en lo étnico y convirtiera a la revuelta en un acontecimiento de hombres blancos y rubios. Una crítica más bien imbécil, ya que si bien el personaje principal y ficticio corresponde a esta descripción -y definitivamente había rubios anglosajones entre los asiduos al Stonewall-, no es así en el resto del elenco, y si algo se puede rescatar de la película de Emmerich es la fiel reconstrucción de época y la fidelidad histórica de lo que se sabe de aquel día furioso.
Hoy en día el Stonewall -reconstruido varias veces y con distintos dueños- aún sigue en la localidad de la Christopher Street, con una placa que recuerda lo ocurrido en 1969 y algunas estatuas de figuras del mismo sexo tomadas de la mano.
Pero no son esos símbolos el auténtico recordatorio, sino el desfile del Orgullo Gay que todos los años se celebra en estas fechas. Un año después de los disturbios de Stonewall, los participantes -unidos a la Sociedad Mattachine y grupos de activistas lesbianas- decidieron realizar una pequeña marcha, esperando reunir algunos centenares de manifestantes que recordaran aquel día en que los policías tuvieron que huir y la calle fue suya. La marcha reunió 10.000 participantes y desde entonces no ha dejado de celebrarse. Este año, sin dudas, con un toque sombrío a causa del horror reciente, pero con el recuerdo de lo que no fue un día trágico o débil, sino uno de fuerza y orgullo.