El Frente Amplio (FA) tiene varios grandes problemas pendientes. Ninguno de ellos se puede resolver sólo desde su presidencia; mucho menos desde una presidencia elegida con escaso respaldo, como representante explícita de una parte de los sectores. Para distinguir cuáles son esos problemas, puede ser útil recordar el basamento inicial de la arquitectura frenteamplista, en 1971.
En aquel momento hubo una “Declaración constitutiva”, con definiciones acerca de la coyuntura política que justificaban, a juicio de los fundadores, la necesidad de unirse y convocar juntos unas “Bases programáticas” comunes y acuerdos de funcionamiento expresados en un “Reglamento de organización” y un “Compromiso político”.
Las metas planteadas en materia de programa eran el común denominador posible, y por lo tanto implicaban que los sectores fundadores mantuvieran propósitos y definiciones estratégicas anteriores a la creación del FA. En ese sentido, para varios de esos sectores el eventual cumplimiento de todos los objetivos frenteamplistas era “menos” que lo que querían para el país a largo plazo.
En cambio, el modo de organizarse (con el entonces nunca visto diseño de una estructura conjunta, en la que cualquier persona podía participar sin afiliarse a un sector) “iba a más”.
Los acuerdos de funcionamiento establecían un conjunto de garantías, orientadas a que la convivencia no pusiera en peligro la identidad de nadie, y a evitar algunas características que se consideraban repudiables en el modo de hacer política de colorados y blancos.
Es revelador que, al establecer las normas de disciplina, se dejara escrito que quienes integraban alguno de los sectores sólo podrían ser juzgados y sancionados por estos. En ese terreno primaba obviamente el carácter de coalición, y se reivindicó a texto expreso la “independencia y autonomía” de cada sector “en materia de ideología, objetivos finales, estrategia, línea política, organización y disciplina, en todos los aspectos que no contradigan los documentos y resoluciones básicas del FA o en lo que ellos no determinen una posición común”.
Lo que pasó luego, como sabemos, es que muy rápidamente el éxito de la iniciativa se empezó a medir en el desarrollo de una identidad frenteamplista independiente de los sectores, y en un comportamiento electoral masivo que implicaba optar antes que nada por el FA, para decidir luego a cuál de sus listas se apoyaba.
Después se sumó a eso una fuerte personalización de la política, que no había sido la tradición en la izquierda, de forma que cada vez más personas definen, hasta hoy, antes que nada su apoyo a un candidato, sin que les importe demasiado si este forma parte de algún sector o de ninguno.
Y, al mismo tiempo, la “acción política permanente” más allá de lo electoral prometida en 1971 es sólo la de los rentados y la de un pequeño grupo de vocacionales.
Los tres procesos han contribuido a que la mayoría de los sectores, o de los agrupamientos de estos en subcoaliciones, tengan una identidad propia poco definida, pariente cercana del deseo de atraer a una gran variedad de votantes.
Si el FA de hoy parece incapaz de definir nuevos acuerdos acerca del momento que vive el país, de los objetivos programáticos comunes y del modo de funcionamiento colectivo más adecuado para procurar alcanzar tales objetivos, esto no se debe principalmente a falta de voluntad para encontrar un común denominador, sino al hecho de que no hay posiciones claras y diferenciadas como punto de partida, ni en los sectores ni en el FA como tal, salvo las de algunos componentes minoritarios.
El problema no se arreglará incrementando el contacto con “las fuerzas sociales” tradicionales o nuevas (que presentan carencias similares), ni con intentos de que el FA adopte o actualice una ideología propia que nunca tuvo y que está muy lejos de poder definir. La presidencia del FA puede o no ayudar, pero de cualquier modo el camino será largo.