Circula un chiste en internet que dice: “Entre el café y la cocaína, parece que la misión de Colombia es mantener al mundo despierto”. Algo de esta ocurrencia se cuela entre las letras de Laura Restrepo: el afán de construir una Colombia vertiginosa y colorida que contrasta con el Uruguay gris y monótono pintado por la literatura local. Este libro es una colección de cuentos cuyo común denominador -indicado por el título- estructura la trama y la referencia a El jardín de las delicias de El Bosco, haciendo las veces de leitmotiv. Indiferencia, asesinato, infidelidad e incesto se suceden en estas páginas, que, lejos de intentar ser un muestrario de horrores, revelan el lado más humano y complejo del pecado. En esa lógica, la relación incestuosa entre padre e hija es relativizada porque se conocieron cuando ella ya era adulta; el caso de una mujer que mata y descuartiza a su pareja queda parcialmente justificado porque ella era víctima de violencia doméstica.

Restrepo tiene ritmo para escribir y habilidad para encontrar un detalle cómico o curioso; además, sabe hallarle la vuelta de tuerca graciosa a una situación en principio bastante terrible. Sin darse cuenta, el lector se va sumergiendo en la trama como quien empieza por seguir el ritmo con la punta del pie y, sin darse cuenta, termina bailando.

Hay algunos detalles que llaman la atención del uruguayo. El primero es la enorme presencia de la religión católica y el rol que tienen sus creencias en la sociedad colombiana (y resulta interesante tomar conciencia de cómo damos por supuesta la sensibilidad laica de nuestro país). Otro es que las historias parecen desarrollarse en los dos extremos del espectro social: unos juegan al golf y viajan por el mundo sin que les cueste el menor sacrificio; del otro lado tenemos a los marginados, condenados a convivir con la violencia y a recurrir a ella si quieren disfrutar de ciertos bienes materiales. La clase media es tan sólo inferida en la voz de algunos narradores. Se podría suponer que es una realidad casi inexistente en Colombia, o que sencillamente no forma parte de las historias que le interesa contar a Restrepo.

A pesar de estas opciones sociales, los cuentos tienen la virtud de no caer en el facilismo de tomar partido por una clase y demonizar a la otra. Más bien se enfocan en las relaciones humanas que se forjan en cada clase o las que las atraviesan, con sus complejidades. Es, antes que nada, literatura sobre la condición humana, y a fin de cuentas ese es el sentido de escribir sobre pecados y virtudes. A ciertos actos de los más pobres se les da una explicación racional y utilitaria, aunque los grupos hegemónicos vean en ellos una crueldad innecesaria.

Resulta interesante la diversidad de opciones narrativas, siempre distintas y arriesgadas, en los cuentos, como las de un fotógrafo seguro de dominar distintos encuadres. En dos relatos se opta por un narrador protagonista, en otros se trata de alguien que se identifica someramente pero no profundiza demasiado acerca de sí mismo, como en el caso de la periodista que entrevista a una mujer homicida, o quien cuenta la aventura de un amigo. Otras veces se opta por una voz colectiva, que habla por el barrio o el balneario sin decir claramente quién es, pero suponemos que se trata de alguien que se entera de todos los movimientos de su vecindario. Tan sólo en un cuento se elige la voz externa y en tercera persona.

Si bien el tono general es urbano, se notan ciertas deudas con el realismo mágico: un sicario ejerce su actividad porque Dios (o quien supone que es Dios) le dijo que debía hacerlo; un santo ermitaño, entre profecías apocalípticas, recorre pueblos con nombres. Queda fuera de toda duda que Restrepo tiene una voz propia y que su narrativa aporta una buena cuota de originalidad, pero no por eso deja de deberles influencia a los grandes hitos literarios de su país y a lo que el mercado internacional espera de una escritora de su nacionalidad.