Resulta cada vez más difícil desarrollar un diálogo político de izquierda con un gobierno que no pretende cambiar las reglas de juego, sino jugar en ellas. Los campos de disputa son tantos que podríamos convertir estas líneas en una enumeración de desencuentros y no alcanzaría el espacio para abordarlos. Estos van desde las políticas de seguridad pública, la carcelaria y la represiva, o la tolerancia infinita con la impunidad y los privilegios militares, hasta el prolijo ocultamiento de las aristas más avanzadas y emancipatorias de las leyes promulgadas, como la de la Interrupción Voluntaria del Embarazo.

Los desencuentros subjetivos se vinculan con un imaginario que espera y desea políticas capaces de producir nuestras perspectivas de derechos con mayores niveles de justicia material y simbólica. El desencanto y la impotencia parten de ese lugar de frustración de los sueños al que nos conducen las propuestas neodesarrollistas y extractivistas.

El disciplinamiento político y represivo -en aras de una supuesta unidad- no puede crear obviamente una pedagogía crítica, y en este punto estamos, tratando aún de tragar la muerte de un adolescente en el Marconi a manos de un policía, las duchas frías en invierno en centros de reclusión para adolescentes, las cárceles cada vez mas repletas y las mujeres presas con hijos a cargo trasladadas al mayor penal de mujeres existente, o un diálogo sobre seguridad que no convoca a la sociedad civil a debatir.

Aplaudimos y nos reconfortamos cuando aparecen en los medios voces críticas que nos hacen recuperar el hilo de una identidad política de izquierda castigada por la hegemonía conservadora o atrapada en América Latina en dicotomías que no nos identifican. No queremos elegir entre un “poco de corrupción” pero con políticas sociales que permiten sacar a miles de personas de la pobreza extrema y una derecha misógina, fundamentalista y neoliberal. Cuando el debate se presenta en esos términos resulta imposible dialogar.

Las feministas conformamos una vertiente de la izquierda contestataria, que subvierte el orden económico, político y cultural, y desde ese lugar nos peleamos con una izquierda que nos expulsa de la “casa” cuando la criticamos. Las luchas de los feminismos se confrontan así con una cultura de izquierda que continúa marginando campos del activismo político a un lugar secundario, reproduciendo una división obsoleta teórica y prácticamente entre “lo político” como gestión del Estado y las relaciones sociales cotidianas en las que la exclusión social, el racismo, el sexismo y la heteronormatividad se articulan en las personas de carne y hueso, en los cuerpos de las mujeres que padecen violencia y de las niñas y los niños abusados sexualmente.

¿Cuál es el campo de las alianzas que los partidos de izquierda privilegian? No parece ser la relación con los movimientos sociales, con feministas, ecologistas, activistas de derechos humanos y otras personas inconformistas, una y otra vez estigmatizadas y ridiculizadas por mirar “el árbol y no ver el bosque”, sin comprender que es precisamente el bosque lo que no nos gusta.

Querer mas radicalidad democrática, menos extractivismo, más cambio cultural, más relaciones igualitarias en la política, en la familia y en la cama no es precisamente de pesimistas. Lejos de haber superado viejos estigmas y prejuicios acerca del feminismo, estos se refuerzan y repiten en frases hechas, como “las mujeres solo quieren más cargos”, cuando hablamos de paridad o violencia de género, o “quieren dejar de lado a los hombres”, cuando se trata de definir la interrupción de un embarazo.

La justicia ambiental, la social, la racial y la de género, el aborto y la autonomía reproductiva de las mujeres, la democracia directa, la participación y representación de las personas en la definición de los destinos colectivos y la situación de adolescentes en conflicto con la ley son algunos de los campos de la política que no entran a fondo en las culturas políticas de la izquierda partidaria como para transformarlas. No es extraño, entonces, que exista cierto desánimo social.

Al gobierno no sólo le cuesta dialogar con el movimiento feminista y los movimientos sociales, sobre todo le cuesta entender que lo mejor para los gobiernos y los movimientos es reconocer la independencia de unos y otros y que es la tensión entre reclamos y respuestas lo que mueve los cambios en el mundo, y no la obsecuencia. Tampoco es razonable pensar que alejarse de los reclamos de los movimientos sociales y acercarse a gremiales empresariales o iglesias y ceder terreno a la derecha será lo que les garantizará su permanencia en el gobierno. Aprender la lección de Dilma debería ser obligatorio.