El Estado uruguayo triunfó en el juicio contra Philip Morris ante el CIADI, de manera contundente. No faltarán quienes argumenten que esa victoria responde a la capacidad adaptativa del capitalismo global, o a un intento del CIADI por sumar puntos en su proceso de creciente deslegitimación. También estarán los que hagan notar que en este caso estábamos ante una disputa demasiado burda, que podría reducirse a la dicotomía vida/muerte, como para que pudiéramos esperar un fallo de otro tenor. Y habrá quienes puntualicen, con mucha razón, que esta victoria no puede anular el debate sobre si queremos dejar libradas nuestras políticas públicas en áreas clave a los designios del Banco Mundial.
Sin embargo, sería una deshonestidad intelectual negar la magnitud de la victoria, en un juicio que tiene dimensiones globales. Porque el litigio dejó de ser de una empresa transnacional contra un pequeño Estado, y pasó a ser una disputa entre las políticas globales de salud, representadas por organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS), y una corporación respaldada por la Asociación Interamericana de la Propiedad Intelectual, en defensa de su derecho al lucro. La victoria, por tanto, fue de esa entidad, y tendrá importantes efectos sobre las regulaciones de otros estados y sobre las concepciones acerca de los límites de las transnacionales.
Es también, para Uruguay, una lección de cómo es posible resistir la presión de las empresas capitalistas transnacionales sobre la regulación de las políticas del Estado, mediante una acción seria y profesional de la cancillería y de Presidencia, que de inmediato trazaron una estrategia de alianzas internacionales para debilitar la idea de David y Goliat. Fue también de las mejores acciones del médico oncólogo Tabaré Vázquez en defensa de la salud de la población. El gobierno y Vázquez se miran con este juicio en su mejor espejo. Nada les impide replicarlo a otras áreas de la vida nacional, en todos los campos donde se libran batallas similares.