El solo hecho de que este seminario se haya llevado a cabo es una iniciativa elogiable de una institución como el Solís, que podría descansarse en sus ballets y óperas, y en aumentar las cantidades de público y de puestos en los rankings e indicadores de desarrollismo cultural, sin darse la oportunidad de pensar su relación con el afuera en términos sociopolíticos. La iniciativa coincide con un período de planificación y revisión, en sentido más amplio, de lo hecho desde 2005, en materia de políticas culturales, por el gobierno del Frente Amplio. En el encuentro continuaron debates iniciados en la primera edición del seminario, realizada en 2011, y se expresó el fuerte énfasis que ha puesto en las políticas hacia los públicos y la formación de audiencias (es decir, en la relación del teatro con su afuera) la historiadora y gestora cultural Daniela Bouret, que se desempeñó como directora de desarrollo institucional del Solís de 2004 a 2011 y regresó a la institución como directora en 2014.
La actividad -que podría haber sido meramente protocolar o haberse orientado a reafirmar logros, con un criterio conservador en el terreno de las políticas- propuso una programación en la que, si bien no faltaron discursos esperables en ese sentido, también dio espacio para perspectivas distintas, como la del actor, director y dramaturgo Gabriel Calderón, y figuras que motivan controversia, como la del argentino Darío Lopérfido, director artístico del teatro Colón y ex ministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, un cargo al que renunció después de acumular un amplio rechazo durante los siete meses que lo ocupó.
La selección de los invitados reflejó los compromisos interinstitucionales del Solís, pero también un intento de acercarse a instituciones del exterior cuyos modelos de desarrollo de audiencia son referentes para las autoridades del teatro montevideano. Si bien, como en todo acontecimiento de este tipo, fueron muy importantes las charlas e intercambios por fuera de lo programado, el seminario proponía una estructura de conferencias y conversatorios. Con temas como los consumos culturales, la programación para el desarrollo de audiencias, el papel de los artistas en esa tarea o las estrategias y enfoques de la mediación cultural, los conversatorios buscaban priorizar el diálogo, aunque las decisiones de dar a los participantes en las mesas sólo diez minutos para sus presentaciones y de permitir al público participar únicamente por medio de preguntas escritas (una regla paradójica, considerando el tema del seminario, pero que en el correr de los días se fue relajando) atentaron un poco contra ese objetivo.
En cuanto a las conferencias, versaron sobre el rol del Estado en la formación de públicos y la mediación cultural en la experiencia de Francia (Jean Caune); el análisis de los nuevos públicos caracterizados como críticos, infieles y participativos (Javier Ibacache, Chile); las posibilidades de abordaje de los públicos desde la educación artística (Gonzalo Vicci, Uruguay); las estrategias para fomentar la relación entre el espectador y la escena teatral (Flavio Desgranges, Brasil); el análisis de los nuevos hábitos de consumo, apropiación, elaboración y producción cultural (Fernando Peirone, Argentina); el lugar del artista en las políticas de instituciones públicas, aunque el título anunciaba otra cosa (Calderón); y, finalmente, la evolución del desarrollo de audiencias en los modelos europeos (José Luis Rivero, España).
La apertura a cargo de Caune dejó la mesa servida para la intensidad de los debates que le siguieron, ya que el disertante tomó posición con fuerza contra la institucionalidad y la institucionalización como vías para la creación de audiencias, señalando que “no podemos alegrarnos del crecimiento cuantitativo de los públicos cuando aún hay grandes sectores sociales que no tienen interés”. El francés propuso priorizar las prácticas artísticas mediante políticas que aumenten la disponibilidad de los medios expresivos, priorizando la creación de experiencias y dándoles un lugar importante a los aficionados en la producción de objetos sensibles, que quizá no entren en la categoría institucional de arte pero permitan al público “tomar la palabra” y decir “yo” para encontrar el “tú”, destacando la dimensión ética en la construcción de relaciones interpersonales. En otras palabras, el centro de su exposición fue más la construcción de sociedad que el desarrollo de audiencias, y criticó el modo en que las políticas de acceso a la cultura ponen excesivo énfasis en la lógica del “tener” y menos en la dimensión existencial, del “ser”. Caune observó que para crear cultura democrática -y no sólo proponerse “democratizar la cultura”- la pregunta que sirve no es qué es o no es arte, sino qué hace. De lo contrario, afirmó, estaremos reproduciendo meramente la institución tradicional del arte y pensando en él como actividad económica, cuando es mucho más que eso.
Discutiendo en públicos
Haciendo converger muy diferentes enfoques y filosofías, el seminario logró colocar en el centro de la atención por lo menos dos cuestiones centrales para el arte y sus instituciones de mediación (museos, teatros o medios de comunicación). La primera, qué relaciones se producen y reproducen en los procesos de creación y disfrute del arte, un aspecto que concierne directamente a su función social y política, e interpela a sus agentes institucionales y sus hacedores, especialmente a los estatales o financiados por el Estado. La segunda, quién es ese otro -públicos, audiencias, sociedad, grupos subalternos, agentes financieros- para quien hacemos lo que hacemos; es decir: ¿cómo lo conocemos?; ¿qué queremos hacerle?
Son enfoques que exigen repensar la mediación, no como actividad neutral por la que se produciría accesibilidad a la cultura, sino como un trabajo cultural inherentemente constructivo, transformador, ideológico y político. Esta tensión estuvo presente en el encuentro, y se manifestó en las diferencias entre el planteo de modelos de gestión basados en fórmulas y metas cuantitativas, que priorizan el consumo de productos “de excelencia” y administraciones económicamente exitosas; y los enfoques críticos respecto de las tácticas de “francotiroteo” del marketing cultural, a la segmentación del público con criterios de análisis de mercado, a la apuesta por lenguajes artísticos tradicionales y a las implicaciones estéticas y políticas de encarar estos temas desde el paradigma del “desarrollo”, como se podía entender a partir del nombre del encuentro.
Justamente, otro concepto y modelo en discusión fue qué se entiende por “desarrollo” (cultural o de audiencias), ya que, si por un lado eso puede implicar la asunción de que hay recetas universales, que en realidad reproducen de modo nada neutral ciertas sensibilidades y estéticas (bajo el supuesto de que existen medidores universales para evaluar su calidad), por otro puede reafirmar cierto paradigma respecto de la relación con los públicos. ¿Hay que desarrollarlos? ¿Hay que formarlos, en el sentido de educarlos? ¿Hay que captarlos o crearlos? Si bien no hubo consensos en ese terreno, la puesta en discusión de estos temas resulta fundamental en un país en el que el Estado ha apostado a llenar salas y distribuir “arte de calidad” (¿nuevo nombre para la alta cultura?), pasando por alto la discusión acerca de ideologías estéticas y sensibilidades democráticas.
Los debates también expusieron, mediante consideraciones teóricas y ejemplos prácticos, algunos problemas del modelo de la “diversidad cultural” (que ha sido bandera de los gobiernos frenteamplistas, tomada de casos como el francés y el brasileño) para pensar y llevar adelante políticas públicas.
En el seminario abundaron las disyuntivas y se constataron desacuerdos. ¿Deben las políticas culturales apostar a la excelencia o a la popularización? ¿Son esos objetivos contrapuestos? ¿Llevar poblaciones rurales al centro o, como dijo el director del Centro Cultural de España, llegar al público “por abajo, siendo el WC gratis de los migrantes y sin techo”? ¿Cómo mantener sintonía con las transformaciones culturales que se suceden a un ritmo vertiginoso y hacen rápidamente obsoletos las caracterizaciones y los modelos de evaluación? ¿Debe buscarse la ampliación del acceso a “bienes culturales” o a la creación de lo que el argentino Néstor García Canclini llama prosumidores (por la combinación de producción y consumo), democratizando las prácticas artísticas? ¿Debemos repensar la importancia de las infraestructuras físicas en un mundo en el que la realidad virtual parece tomar el centro del escenario, o tomar la vía conservadora de proteger las instituciones clásicas ante el “avance de los bárbaros”? ¿Cómo programar ópera con cazadores de pokemones en la puerta? ¿Se programa para divulgar, para educar o para ser el oferente de lo más demandado en el mercado? ¿Se trata de programar produciendo o de concebir la curaduría (palabra que apareció poco, a pesar de estar en el centro de los debates del arte contemporáneo) como un eslabón independiente de la creación artística? ¿Cómo evaluar y fijar metas más allá de lo cuantitativo, cuando todos los modelos de gestión tienden a los big data? ¿Hay que concentrarse en ese 25% de la población que ya es más o menos consumidor o atender al resto, al que no conocemos tanto justamente porque no consume? ¿Es posible pensar al ciudadano más allá del consumidor?
Sin duda, es diferente pensar estas preguntas desde la dirección de un espacio privado que desde un auditorio nacional o desde una red internacional de puntos de cultura. También es distinto acercarnos a estos temas con el objetivo de ver qué hay y cómo funciona que buscando intervenir sobre la distribución de lo sensible. Esa distribución, medida en términos de consumo, parece reproducir casi exactamente el mapa de las diferencias de clase. O sea que, simplificando en forma grosera, años de estudios e investigaciones nos dicen básicamente que los pobres no consumen “cultura” (aunque aún haya que discutir a qué le llamamos así), la clase media más o menos, y la clase alta sí.
Lo que quedó de manifiesto es que, si bien “no podemos hacer todos todo”, tampoco es saludable pensar la gestión de la cultura como si fuera la manutención de un edificio o de una pieza de museo, y que entelequias como “el público” o la “identidad cultural nacional” no van a llevarnos muy lejos en la invención de nuevas estrategias. Lo estatal ocupa un enorme espacio en la institucionalidad cultural uruguaya, y por eso es necesario empezar a deshacer la presunta equivalencia entre lo estatal y lo público, ya que el Estado puede alimentar fuerzas privatizadoras y, al mismo tiempo, lo público o lo común puede ser producido desde espacios no estatales ni oficiales.
No faltaron intervenciones que -como la de Lopérfido- llamaran a tener cuidado con la tentación populista de “darle al público lo que quiere”. ¿Quiere el público lo que necesita? La pregunta fue planteada por Calderón y pone en problemas a los expertos que defienden la accesibilidad como una suerte de equivalente cultural de la teoría económica “del derrame”.
Tomar posición
Dos momentos importantes en el seminario fueron las conferencias de Vicci y de Calderón, ya que ambos fueron críticos respecto de las políticas en marcha y, yendo más allá de la presentación de diagnósticos y recomendaciones, se animaron a cuestionar a instituciones con las que están en contacto (han tenido tareas de conducción en el INAE, el Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas del Solís y el Área Social y Artística de la Universidad de la República, entre otras).
Vicci situó la actual preocupación por el espectador en el marco de cambios significativos en el mapa institucional de la educación artística en Uruguay, mencionando la aparición de bachilleratos artísticos, la formación de docentes de danza en el Instituto de Profesores Artigas y el pasaje a la Universidad de la República de la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático como procesos a los que otras políticas culturales no han logrado acompañar. En su opinión, hay un estancamiento en la formación de audiencias porque no ha habido políticas tan agresivas en ese campo como en el de la educación artística.
En diálogo con lo planteado por Caune, dijo que “democracia no es definir y proporcionar lo que el espectador tiene que ver, sino ver qué puede necesitar de acuerdo [...] a su bagaje, a lo que yo le puedo dar, a sus experiencias”, y llamó a cuidarse de “adoctrinar culturalmente”, reemplazando el paradigma de la accesibilidad por el de la mediación. Sostuvo que la institucionalidad uruguaya no se ha dado por aludida respecto de la crisis cultural y social que la rodea, y propuso abandonar las políticas orientadas a recuperar un tiempo perdido, pero también señaló que poner a “70 adolescentes ante una obra de danza contemporánea es una ruleta” y que a veces “la hormona adolescente no deja apreciar el clásico español”. Vicci criticó el modo en que las políticas asumen saber lo que el otro tiene que ver, y que en definitiva la relación sea entablada, desde las instituciones, en términos de “yo te voy a mostrar”, algo que puede ser muy coherente como programación, pero no dice nada sobre las necesidades del destinatario. “Lo que me interesa no es la cantidad de gente que ve algo, sino qué le pasa a la gente que lo ve”, dijo, y sostuvo que la pedagogía cultural tiene que ir en contra de la noción del artista como ser maravilloso, sublime y separado del mundo, o de la idea del espectáculo artístico como único mediador de la experiencia estética. Según su enfoque, si sólo damos valor a lo que sucede en el escenario estamos desvalorizando lo que sucede fuera, y reproduciendo el criterio de que el arte es para iniciados, o de que lo importante en una obra es lo que le sucede al artista al crear o actuar. Para tener experiencias estéticas nadie precisa venir al Solís, aseveró, y yo pensé que quizá somos los artistas quienes más seguimos necesitando estas instituciones, y en lo problemático que es eso.
Calderón contó tres vivencias que presentó como ejemplos de abuso de las instituciones hacia los artistas. El objetivo de sus críticas fueron la política del Solís de programar únicamente estrenos, sin apoyar o colaborar en absoluto durante el proceso de la creación; la costumbre de invitar como “amigos de la casa” a artistas reconocidos para que pongan su cara, de modo honorario, en audiovisuales para sus programas de extensión; y finalmente su experiencia como director de una ópera que nunca llegó a realizar, ya que se le planteó el clásico dilema de hacerlo con mínimos recursos y a fuerza de ganas, o que no saliera, y eligió que no saliera. Visiblemente molesto con las políticas culturales de la Intendencia de Montevideo, cuestionó el modo en que las instituciones abusan del argumento del “compromiso con la ciudadanía” para pedirles a los artistas que trabajen gratis o en pésimas condiciones, en el contexto de que, por lo competitivo del medio, quien se niegue verá su nombre reemplazado por otro en cuestión de horas.
Trascender los personalismos para denunciar la presión que el sistema institucional público ejerce sobre los artistas es, en su opinión, el único antídoto contra el avance del “que salga como sea”. En ese sentido, afirmó que oponer compromiso con el artista y compromiso con la ciudadanía es una falsa oposición, y que siempre que llega una estrella del exterior los recursos mágicamente aparecen y se multiplican. También atacó la frecuente asociación entre el planteo de dar espacio a los artistas jóvenes y la práctica de explotarlos, alegando que la legitimidad de las instituciones implica una retribución medida en prestigio (ver recuadro).
Entre balances y perspectivas
Durante los tres días de seminario no sólo tuvieron lugar importantes discusiones teórico-conceptuales, que escaseaban entre los hacedores de políticas culturales, sino que también se presentaron muchos ejemplos de medidas y programas concretos que ayudan a pensar en diversas posibilidades de acción, y también en que arriesgar y equivocarse es mejor que no intentar nada nuevo.
En ese sentido, fue lindo ver cómo Bouret y Gustavo Robaina se reían de cómo, tras crear recientemente un Departamento de Desarrollo de Audiencias -del que está a cargo Robaina-, llega de España la noticia de que ahora habría que disolverlo, porque es un tema que no puede estar aislado, sino que debe atravesar todos los otros aspectos de la gestión de todo centro.
En cuanto a puntos débiles del seminario, quizá faltó más presencia de la palabra de los artistas para contar con la perspectiva y el conocimiento del campo que surgen de esa producción de conocimiento artístico que es la creación, el momento en que la relación con el otro empieza a existir. Pensar en qué rol y qué desafíos estéticos y políticos tiene la creación en esta madeja de problemas significa, sí, renunciar a la máxima inspiracional que reproduce el mito de la irracionalidad en lo artístico y concibe al artista como un genio apartado de las impurezas de la realidad social y política. Y eso es muy necesario.
Si identificamos que nuestros medios están viejos o errados, que más que “educar” y redistribuir lo sensible estamos reproduciendo diferencias de clase, y que hacemos arte porque queremos transformar y transformarnos con el público, me parece esencial que en nuestras propuestas artísticas haya más preguntas políticas, que involucren cada uno de los pasos y agentes implicados antes, durante y después del acto místico de la creación. También a usted. Y a mí.
Nada personal
Los temas planteados por Calderón y el crispado tono de su exposición podrían ser leídos como un acto de oportunismo revanchista tras su renuncia, pero muchísimos artistas -entre los que me incluyo- viven ese tipo de situaciones todo el tiempo. Sin ir más lejos, en el último mes tuve que rechazar la invitación de una intendencia a presentar gratuitamente y sin técnica una obra que vengo realizando con adolescentes -y de nuevo el dilema entre hacerlo gratis y no hacerlo-. El Auditorio del SODRE pidió a los artistas independientes con quienes tenía firmado contrato que “hicieran un esfuerzo”, renunciando a una parte significativa de su retribución, para compartir con la institución el costo de los recortes (informándolos del cambio más que consultándolos al respecto). Los artistas que se presentan como aspirantes a fondos prometen una desmesurada cantidad de trabajo, sabiendo que sus competidores quizá ofrezcan aun más, y así la economía de la cultura se convierte en una especie de subasta, en la que el Estado decide quién es el oferente más “barato”. Ante ese tipo de abusos, no dice “no” quien quiere, sino quien además puede, y, siendo escasos los espacios y los recursos, siempre que un artista dice “no”, hay otro para reemplazarlo. Bienvenidos al neoliberalismo. Quizá negarse a naturalizar esa lógica, pensando a los artistas como trabajadores, sea un tema que concierne a las políticas culturales de izquierda. LN