Hay dos aspectos del modo de expresarnos en estos tiempos que le están colmando la paciencia a más de uno. Ambos tienen en común que le dan más importancia a la forma que al fondo de las cosas.
El análisis permanente de los discursos (ya sea una perorata dicha en un lugar público por una figura ídem, o un simple estado de Facebook) ha llevado a variar las reglas de lo que se considera correcto (y no me refiero exclusivamente a la llamada “corrección política”) y, especialmente, a hacerlas más rígidas. Así, si digo que me parece mal que se prohíba el burkini en las playas francesas, se me dirá que mucho peor es la represión que sufren esas mismas mujeres en sus países de origen. Si me quejo de lo impuntuales que son los ómnibus, me salen con que siempre veo sólo lo malo, pero si digo “Qué bien, cómo se logró bajar en Uruguay la mortalidad infantil”, alguien recordará que aún no alcanzamos los valores de algunos países del primer mundo, y que si seguimos contaminando todo, pronto volverá a subir, si no es que ya subió y nos ocultan la información.
No importa la opinión que tenga cada cual con respecto a los ejemplos que puse: el asunto es que las discusiones se han tornado aburridas, predecibles e improductivas. Pero hay otra característica que aparece a menudo en las respuestas: su agresividad. Porque con lo del burkini no me dirán lo que puse más arriba; la respuesta será más bien algo como “La hipocresía ha llegado a tal punto que callamos e ignoramos que matan mujeres a pedradas y denunciamos esta pelotudez”, y seguramente unas líneas más abajo venga algo como “Las mismas focas que aplauden que se regale el país a las transnacionales ahora se ponen del lado de la más salvaje represión que recuerda la historia”. No sé si tiene algo que ver, pero eso no suele importar. Podríamos responder “Pero yo sólo dije que...”, pero tampoco: ahí nos sale el tano y le recordamos a nuestro antagonista cierta actitud que tuvo allá por 1984 en una asamblea de la FEUU, cuando vendió a sus compañeros por la mísera recompensa de conseguir unos votos para una estúpida propuesta llegada desde arriba, y que los que empiezan así suelen terminar en altos cargos, como los que ahora tanto critica, y que si él no está ahí no es por sus principios sino porque demostró no servir ni siquiera para trepar pisando cabezas ajenas.
Con un lenguaje algo florido es extremadamente simple construir un discurso de apariencia principista basado en el esquema “hablás de esto y olvidás aquello, que es peor”. El argumento puede ser válido cuando tiene alguna base estadística; por ejemplo, cuando se dice que los informativos de la televisión nunca van a decir que en Cuba la salud y la educación están bastante mejor que lo que jamás estuvieron acá, según las Naciones Unidas (o sea, cuando se critica una tendencia reiterada a omitir determinados aspectos de la información). El error es usarlo frente a comentarios puntuales: no es práctico estar aclarando todo el tiempo: “Digo esto, pero miren que sé que esto otro y aquello”. Sería imposible la comunicación, tanto como lo es ahora. Del mismo modo (y acá entro en el segundo aspecto) que, si en el ómnibus el celular se pone tarado y se tranca en medio de un trascendental chat, y uno lo sacude diciéndole: “Dale, puto”, no debería ser necesario aclarar al resto de los pasajeros que usó ese término debido al efecto terapéutico de su sonoridad y porque, debido a una larga tradición de la que aún no nos hemos liberado, fue la primera palabra que le vino a la mente para conjurar la ira, y no porque considere que el teléfono es homosexual, pero que si lo fuera, estaría todo bien, así como con cualquier conducta sexual que no implique forzar a otros a actuar de modos que no desean.
No debe desprenderse de esto que me parezca bien usar cualquier palabra en cualquier circunstancia, sin tener en cuenta la carga peyorativa o degradante que pueda tener. Hay ámbitos y ámbitos; no es lo mismo un asado de una murga que la Cámara de Diputados, o no debería. Pero ser demasiado estricto con esas cosas (llegando, incluso, a pretender reglamentarlas más o menos indiscriminadamente) es demostrar una absoluta falta de fe en la capacidad del control social, lo que, expresado en el estilo que arriba critiqué, no es otra cosa que tratarnos de idiotas. Y no sería tan malo que nos trataran de idiotas si no fuera por nuestra probada tendencia a darles la razón. Por ejemplo, el resultado es el contrario al que se busca: mucha gente termina resentida con las minorías oprimidas. Y cuando esto ocurre, es hora de pensar en cambiar de estrategia, porque en cualquier momento te acusan de estar financiado por la CIA para provocar anomia social.
Por suerte la realidad no es blanca y negra, y ni siquiera gris. Tiene colores, y es tan compleja que es imposible ser 100% principista y coherente en todo lo que se dice y se piensa; en caso de que se piense algo, claro.