Existe un Estado sobre el que los ciudadanos poco sabemos, y del que, por lo tanto, poco hablamos. Un Estado conformado por disposiciones constitucionales, leyes, y decretos que, por acción u omisión, establecen la exoneración de impuestos y aportes a empresas e instituciones, la contratación de organizaciones privadas para distribuir beneficios sociales, o el subsidio a emprendimientos particulares de (supuesto) interés público. Los especialistas en políticas públicas utilizan distintos términos para unificar este conjunto heterogéneo e incoherente de normas en un solo concepto y así poder comprender sus efectos: “Estado ahuecado”, “gobierno en las sombras”, “Estado de Bienestar oculto”, “gobernanza delegada”, “Estado subsidiario”…

La politóloga norteamericana Suzzane Mettler prefiere hablar de “Estado Sumergido”, ya que en el fondo se trata fundamentalmente de un entramado de regulaciones legales que conforman la infraestructura institucional de ciertos mercados. Estas regulaciones se despliegan ocultas al interior del sistema impositivo norteamericano, o se expresan en subsidios más o menos directos, más o menos indirectos, que distintas agencias gubernamentales otorgan a las actividades de agentes privados y ciudadanos particulares. La suma de todas estas medidas constituye entonces una política pública invisible, o casi invisible, pero con efectos agregados de alto impacto distributivo y elevado costo presupuestal.

Así, por ejemplo, los ciudadanos norteamericanos pueden deducir del impuesto a la renta personal los intereses de sus hipotecas, lo que se traduce en una clara política de promoción al acceso a la vivienda, además de un incentivo a la industria de la construcción y al sector financiero especializado en créditos hipotecarios. “Política de fomento a la acumulación de activos inmobiliarios en manos de las familias”, diría un economista. Es evidente que millones de ciudadanos de muy distintas franjas de ingreso pueden realizar el sueño de la casa propia (si no el de las casas propias) gracias a esos incentivos. Lo que no es tan evidente a los ojos del público es que si no existiera esa renuncia fiscal el gobierno federal podría ahorrar U$S 104 mil millones (según Mettler) para invertir en vivienda social y así garantizar el derecho a la vivienda a otros tantos millones de ciudadanos que por sus bajos ingresos y alto nivel de endeudamiento ni siquiera pueden acceder a una hipoteca.

Otro ejemplo: los ciudadanos también pueden deducir los pagos del crédito que contraen con los bancos para pagarse la universidad. Además, el gobierno federal se hace cargo de la mitad de la tasa de interés de esos créditos para “proteger” el bolsillo de los estudiantes. Sin duda esta política ha impulsado el acceso a la educación superior. “Incentivos a la formación de capital humano avanzado”, diría otro economista. Pero también ha permitido el surgimiento de un lucrativo mercado de crédito estudiantil (la próxima burbuja financiera candidata a explotar, según brujos y profetas). Y ni siquiera es tan claro que sea económicamente eficiente: Mettler calcula que podrían ahorrarse U$S 87 mil millones si en vez de subsidiar a los bancos el Estado prestara ese dinero directamente a los estudiantes. Para peor, como el monto de un crédito estudiantil es proporcional a la matrícula, y como los más ricos obviamente van a las universidades más caras (la mayoría instituciones privadas), la mayor parte de esos subsidios termina financiando al mercado privado y favoreciendo a los que menos ayuda necesitan. Algo similar sucede con las hipotecas: mientras más cara es la casa que me compro, más beneficios fiscales obtengo.

La salud del mercado

Las políticas del Estado Sumergido, con sus impactos distributivos regresivos, son de larga data en Estados Unidos. Pero su desarrollo y expansión reciente fueron consecuencia directa de la enorme reducción de impuestos implementada por Ronald Reagan en los 80s, junto con el decidido involucramiento del Estado en la creación y fomento de mercados en áreas sociales como salud, vivienda, y educación. “Giro neoliberal”, diría un sociólogo. Los gobiernos demócratas y republicanos que vinieron después no hicieron más que continuar estas políticas, casi sin excepción.

La reforma de la salud es un ejemplo de esto último. En 2013, tres años después de que el Congreso diera sanción definitiva a la reforma promovida por Obama (conocida como Obamacare), la renuncia fiscal por la no inclusión en la base del impuesto a la renta de las partidas que las empresas entregan a sus empleados para contratar seguros privados de salud fue de 1,6% del PBI. Obamacare logró finalmente aumentar significativamente la cobertura en los sectores de bajos ingresos. Pero de ningún modo eliminó estos millonarios subsidios. El mercado de los seguros creció a la sombra de la universalización del derecho a la salud. Con financiamiento público, obviamente.

Es que la inercia del Estado Sumergido marcó los límites y posibilidades de la reforma desde el comienzo mismo de su tramitación. En su primer presupuesto enviado al Congreso, Obama propuso financiar la expansión de la cobertura pública topeando algunas deducciones en las dos franjas más altas de ingreso. Los dos ítems afectados: los intereses por hipoteca, y las donaciones “caritativas” a organizaciones sin fines de lucro. La propuesta del presidente se fue desinflando a medida que más y más congresistas se inmolaban públicamente en defensa de la filantropía. Un derroche de caridad realmente conmovedor: no por nada la industria del lobby del sector inmobiliario –la alianza de bancos y constructoras (como la de Trump)– había donado 54 mil dólares a la campaña de cada uno de los diputados, y 401 mil a cada miembro del Senado(1).

Democracia sumergida

Además de confirmar que un senador siempre es más caro que un diputado, el ejemplo anterior evidencia las perversidades del Estado Sumergido. Su expansión incontrolada genera dos grandes problemas. En primer lugar, crea actores privados que “capturan” porciones cada vez más grandes de los dineros públicos. Esos actores naturalmente desarrollan intereses contrarios a cualquier cambio de política que atente contra sus derechos adquiridos. Sus contribuciones a las campañas tienen cada vez más peso. La industria del lobby florece. Esto hace que las reformas del Estado Sumergido que logran ser exitosas son generalmente aquellas que de algún modo minimizan el costo político (o de financiamiento electoral, que es casi lo mismo) de “recortar” los beneficios de estos “poderes fácticos”, limitando el alcance e impacto distributivo de los cambios.

En segundo lugar, el carácter semi-invisible de estas políticas hace que los ciudadanos tengan poca conciencia de sus costos y beneficios, lo que dificulta la formación de actores colectivos favorables a cambios distributivos progresivos. Siguiendo con Estados Unidos, Mettler presenta datos de encuesta que revelan que 6 de cada 10 ciudadanos que utilizaron las deducciones de impuestos por concepto de intereses de hipoteca responden negativamente cuando se les pregunta si alguna vez han sido beneficiarios de algún programa social estatal. Lo mismo piensan algo más de 5 de cada 10 beneficiarios de créditos estudiantiles subsidiados. ¿Cómo es posible introducir cambios en una política si sus beneficiarios ni siquiera saben que sus actividades en el mercado son financiadas por todos los ciudadanos a través de impuestos? ¿Cómo hacer política si el Estado pasa por mercado a los ojos de la ciudadanía?

Principio de respuesta: una ciudadanía informada es la base de cualquier cambio. Para demostrarlo, Mettler hace experimentos de encuesta. La metodología es sencilla: se saca una muestra representativa de individuos, y se les pregunta si están o no de acuerdo con ciertas políticas públicas, sobre una lista que incluye subsidios y exoneraciones. Pero no todos los encuestados reciben la misma información: a un grupo seleccionado al azar no se le explica nada sobre qué son esas políticas. A los otros dos grupos sí se les da información básica, y a uno de ellos incluso se le informa sobre el impacto de cada una de las políticas en la distribución del ingreso. La conclusión es que con mayor información aumenta el rechazo general a los subsidios y exoneraciones que tienen impacto distributivo negativo. Pero además el cambio de postura es más pronunciado en los sectores de ingreso bajo y medio. Sucede lo contrario con los subsidios y exoneraciones que favorecen a los más pobres: ahí aumenta el apoyo de los sectores bajos y medios cuando se les brinda información. “Conciencia de clase”, diría otro sociólogo. Cuando se desagregan los resultados por ideología y filiación partidaria, liberales y demócratas (más a la izquierda que conservadores y republicanos) son los que más rechazan subsidios y exoneraciones cuando se les informa sobre su impacto regresivo. Como dijo la diputada Gelman, el fundamento de un cambio en el Estado Sumergido es, por más modesto que sea, inevitablemente ideológico.

Un paraíso llamado Chile… o Uruguay

No es necesario ir tan al norte para encontrar al Estado disfrazado de mercado. Podríamos hablar de Chile, paraíso de los paladines de la libertad de emprendimiento (financiada por el Estado, obviamente). Allí el conflicto social y político de los últimos treinta años ha girado en torno a lo que los chilenos denominan “Estado subsidiario”. La educación, por supuesto, es el ejemplo más conocido. Un reciente estudio estima que este año el 35% del presupuesto que el Estado chileno destina a educación superior se gastará en recompra de carteras morosas de crédito educacional en manos de los bancos privados, o en subsidios a la tasa de interés que esos mismos bancos cobran por esos mismos créditos(2). En otras palabras, más de un tercio de la inversión pública en educación superior es simplemente una “capitalización” directa al sector financiero.

A nivel de primaria y secundaria, las cosas son distintas, pero no tanto. Hoy más de la mitad de los niños y adolescentes de Chile asisten a colegios “particular subvencionados”, o sea, instituciones privadas financiadas por el Estado a través de un subsidio por alumno (voucher, en la jerga económica). Hasta hace muy poco, estas instituciones podían lucrar legalmente, seleccionar a sus alumnos, e incluso cobrar una matrícula adicional a las familias. La reforma recientemente aprobada por el Congreso elimina estos tres elementos, lo que permitirá terminar con la discriminación arbitraria de pobres y malos alumnos, y evitar que la inversión pública en educación termine engrosando los bolsillos de varios empresarios. “Prevenir externalidades negativas originadas en fallas de mercado”, diría otro economista. Pero los críticos a esta reforma, no sin razón, advierten que a la larga profundizará el carácter subsidiario del Estado: ahora sí que el sueño del Jubilar o el liceo Impulso será posible para todos.

Los chilenos al menos tienen una ventaja: el Estado Subsidiario no está tan sumergido como el uruguayo. Como consecuencia de la movilización ciudadana, numerosas leyes aprobadas en los últimos años establecen reglas claras y explícitas sobre cómo, cuándo, y cuántos recursos públicos serán destinados a actores privados para cumplir fines sociales. Estas normas también crean instituciones que controlan la calidad de los “servicios” y supervisan y sancionan excesos e incumplimientos. Cientos de estudios se encargan de cuantificar la captura de recursos por parte de privados. Otros tantos miden sus efectos distributivos.

En Uruguay, en cambio, estamos muy lejos de comprender cabalmente las ramificaciones e impacto de nuestro Estado Subsidiario, que permanece entonces bajo la superficie, sumergido. Mucho más lejos estamos de darle la relevancia que se merece. Recién hoy, gracias a la modesta propuesta del grupo IR, el tema empieza a estar en el tapete. Y todavía lo único que vemos es la punta del iceberg.

Algunos datos de documentos provenientes de distintos organismos del Estado sugieren que cada vez que discutimos cuánto cobrar de IRPF y cómo repartir el presupuesto, omitimos debatir sobre un pedazo nada despreciable de la torta(3). Por ejemplo, en el último informe sobre el estado de la educación en Uruguay se afirma que la renuncia fiscal dirigida a la educación equivale a casi medio punto del PBI. Casi la totalidad de esa renuncia se dirige al sector privado por concepto de exoneraciones de IVA, IRAE, y aportes patronales. Los montos asociados a donaciones (ese rubro que hoy está en discusión por la rendición de cuentas), no representan más del 3% de esta renuncia. Siguiendo con educación, un informe del BPS del 2013 concluye que ese mismo año las instituciones de educación privada se beneficiaron con algo más de 45 millones de dólares gracias a la exoneración de aportes patronales. Por su parte, la DGI estima que la renuncia fiscal por exoneración de IVA por venta de servicios de enseñanza ascendió a 2.171 millones de pesos en 2013. Otros 712 millones costó la exoneración del IRAE a esas mismas instituciones, sumando en total un 0,28% del PBI.

La parte más interesante del informe de la DGI es cuando analiza la distribución del beneficio por exoneración de IVA para distintos deciles de ingreso del hogar. A pesar de que en la mayoría de los rubros exonerados (leña, agua, alimentos, transporte) tienen impacto progresivo (es decir, se benefician más los que menos tienen), hay algunos claramente regresivos. Luego de diarios y revistas, la exoneración de IVA más regresiva es, por supuesto, la correspondiente a la enseñanza privada, ya que son los sectores de mayores ingresos los que más “compran” educación en el mercado. Pero también la exoneración a los servicios de salud tiene un impacto negativo en la distribución del ingreso si se compara solamente a los pobres con la clase media.

Ciego es el que no quiere ver

El Estado Sumergido podría ser perfectamente una prioridad en la agenda de reformas sociales de la era progresista. Si en los dos primeros gobiernos del FA se aprobaron leyes para reformar el sistema impositivo, la salud, las relaciones laborales, o las asignaciones familiares, todas ellas basadas en principios de equidad social, ¿acaso un tercer gobierno frenteamplista no podría impulsar un paquete de leyes destinadas a reformar nuestro Estado Sumergido basado en los mismos criterios de justicia?

Para lograr este objetivo se requieren estudios, por supuesto. Pero sobre todo se requiere voluntad política y coordinación estratégica en varios niveles. La reforma del Estado Sumergido necesita, en primer lugar, de un gobierno que lo conceptualice como tal, que organice la información hoy fragmentada sobre su funcionamiento e impacto, y la presente a la ciudadanía con el objetivo expreso de mejorar la distribución del ingreso revisando un conjunto amplio de subsidios y exoneraciones.

En segundo lugar, una reforma integral y coherente del Estado Sumergido requiere de una fuerza política con pedagogía propia: un FA que busque nuevamente persuadir a esa enorme mayoría de ciudadanos sobre lo mucho que se verían beneficiados si se recortaran los privilegios de una minoría. Dicha movilización podría organizarse en torno a un programa concreto de cambios legales: la Caja Militar o las exoneraciones a la educación privada hoy en discusión, a las que se podrían sumar los subsidios al mercado de la salud, las exoneraciones de impuestos al patrimonio o a la propiedad rural, y otros tantos privilegios sobre los que ni siquiera tenemos conocimiento.

Finalmente, la necesaria reforma del Estado Sumergido necesita ser debatida públicamente, sopesando sus costos y beneficios globales. ¿Qué costos y beneficios tendría la eliminación del régimen de protección de inversiones o las zonas francas? Probablemente costos muy altos y no tantos beneficios. Quizás convenga resignarnos a que un pequeño país periférico solo puede concurrir peinado y bien vestido a la kermese global de las inversiones. ¡Punto para el contador! ¿Pero qué costos y beneficios tendría una reforma de la Caja Militar? Probablemente beneficios muy altos y no tantos costos. ¿Volvería la dictadura? Probablemente no. ¿Sería injusto con la oficialidad que salvó a la patria de la amenaza marxista? Probablemente no, si nos queda algo de izquierda. ¡Otro punto para el contador! ¿Y qué costos y beneficios tendría impulsar un plebiscito que elimine las exoneraciones a la enseñanza privada de nuestra Constitución? Aquí también tendríamos, probablemente, beneficios muy altos y no tantos costos. ¿Perderíamos el grado inversor? Probablemente no. ¿Arriesgaríamos la instalación de una tercera planta de celulosa? Probablemente no. ¿Nos compraríamos un conflicto mediático con la Iglesia, los evangélicos, el diario el País, la derecha, y nuestra burguesía vernácula levemente ondulada pastoril y caudillesca? Probablemente sí. Pero en política no hay cambios sin conflicto. Tampoco hay conflicto sin cambios, que es mucho peor.

Gabriel Chouhy

(1) Mettler, Suzanne. “Reconstituting the submerged state: The challenges of social policy reform in the Obama era.” Perspectives on Politics 8.03 (2010): 803-824. (2) Ver el artículo del Centro de Investigación Periodística, y el informe de referencia. (3) Estos datos están disponibles en los sitios del INEED, BPS, y DGI, y sirven solamente para fines ilustrativos. Seguramente existan otros más confiables y actualizados.