Mucho más que un concepto clave del movimiento negro de Estados Unidos en los años 60 y 70 el Black Power (poder negro), en el Brasil contemporáneo, se refiere a un peinado, el conocido african look de Uruguay. Es inquietante pensar que la expresión que devino el más fuerte eslogan político de la historia del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos se haya licuado al punto de representar nada más que una opción de estética capilar (por cierto estilosa, y que no deja de celebrar la negritud). También es inquietante testimoniar que, en otras partes del mundo (como en Uruguay), este planteo no sobreviva ni siquiera en el lenguaje cotidiano.
Y no por ser un extranjerismo. La expresión african look, igualmente anglosajona, quita del Black Power dos ideas-fuerza insustituibles a la hora de forjar una identidad basada en la herencia africana: “poder” y “negritud”. Semánticamente, el pelo antes representante del “poder negro” se vuelve un recurso para obtener “apariencia africana” (african look). Digamos que, generalmente, los que pueden optar por usar el african look ya tienen… african look. De lo que se trata cuando se elige ostentar pelos naturales (movimiento en este momento muy efervescente en las redes sociales entre hombres y mujeres negros de todo el mundo) es otra cosa: reivindicar la belleza de características étnicas que no están vistas como tal. Hablar de african look es aplicar una planchita bien caliente sobre el Black Power. Pero esto no es importante. Es anecdótico, curioso. A lo sumo, medianamente provocador. Lo más importante es que, siendo Black Power o african look, la opción estética que connota un posicionamiento político permanece. Aunque soterrada por camadas de banalización, desconocimiento, olvido y comercialización: ¿quién nunca se puso un african look en el Carnaval carioca de un casamiento? Lo que importa es la permanencia de referencias que ayudan a pavimentar el camino rumbo a objetivos que las transcienden.
El propio Black Power (ahora el concepto político) fue de estas expresiones que —por plasmar el espíritu de las muchas y urgentes aspiraciones que invocaba— terminaron abriendo por lo menos dos grandes vertientes en el pensamiento y el accionar de los militantes por los derechos de los negros, una corriente anti y otra pro violencia, básicamente. Se volvió un paraguas demasiado grande, que albergó, además, percepciones a primera vista complementarias pero después consideradas incompatibles entre sí. La intolerancia a la diferencia, en el seno de la lucha negra en Estados Unidos, fue clave para la desmovilización.
En 1966, año en que la expresión empezó a ganar terreno, Black Power era, para Stokely Carmichael (uno de sus más importantes propagadores), un llamado a “poner a Estados Unidos de rodillas cada vez que perjudique a un hombre negro”. Martin Luther King lo considerada un eslogan “insensato”, por las connotaciones de violencia y separatismo que cargaba, y prefería términos como “consciencia negra”.
Aun así, trató de enmarcarlo dentro de sus creencias: “El 'poder negro' en sentido amplio y positivo es un llamado a que los negros reúnan poder económico y político para alcanzar sus objetivos legítimos”. También expresó: “No hay nada esencialmente malo con el poder. El problema es que en Estados Unidos el poder está distribuido de forma desigual [...] Cuando hablamos de poder, debemos siempre ver el poder como el uso correcto de la fuerza”.
Diferencias que fortalecen
Vengo de una realidad en la que 53% de la población se declara negra o “parda” (mulata), según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, por medio de un sondeo difundido a fines del año pasado. En Brasil, los movimientos negros son muchos, casi tantos como las personas que de alguna forma levantan su bandera en pro del objetivo común de construir una sociedad efectivamente igualitaria entre negros y blancos. Gilberto Gil y Vinicius de Moraes (que se denominaba “el blanco más negro de Brasil”) tienen mucho más en común que Gil y Pelé, por ejemplo, el “atleta del siglo”, conocido por la fantástica trayectoria en el fútbol y por no reconocer a sus hijos y evadir cuanta ocasión haya de pronunciarse sobre los problemas que enfrentan los negros como él.
En Brasil, la experiencia de negritud es variada. Muchas expresiones culturales de matriz africana resultan distintas entre sí, resultado a veces de las diferentes conformaciones de las corrientes de llegada de los ancestros africanos a diversos puntos de Brasil. Un ejemplo es el candomblé, que adquiere nombres y rituales diversos a lo largo del país, en donde puede recibir otros nombres (como “xangô”, en Pernambuco, o “batuque”, en Rio Grande do Sul, o “tambor de mina” en los estados del norte, como Maranhão).
Pero los males son los mismos. Los datos son del Mapa de la Violencia (www.mapadaviolencia.org.br): en Brasil un joven negro es asesinado cada 23 minutos, una tasa de homicidio cuatro veces más grande que la de los jóvenes blancos de la misma franja de edad (entre 15 y 29 años). En la última década, los asesinatos de mujeres blancas cayeron 9,8% pero los homicidios de mujeres negras crecieron 54%. Y éstos son sólo ejemplos.
La realidad presenta sin tapujos una realidad común a los negros, a pesar de la multiplicidad de formas en que viven su herencia africana. Esto deja como enseñanza obvia la comprensión de que es posible, y necesario, crear y avanzar en medio de la diferencia.
En Estados Unidos, en donde recientemente fueron (y frecuentemente son) muertos negros por policías blancos y se murieron policías blancos a causa de tiros disparados por un hombre negro, en Dallas, la comunidad negra es vigorosa por la diversidad de sus integrantes (y no a pesar de ello), con lo que se consigue que su voz se escuche muy alto. La campaña Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”, a la que oportunamente adhirió Hillary Clinton en la disputa por la presidencia) es sólo una muestra de esto.
João, Satú y Tamashalim
Soy parte de una familia fundadora de una comunidad de santo en el interior de Sergipe, el estado más chico de Brasil. Mi abuelo materno, nieto de la iniciadora de esta cofradía del candomblé, me contaba pasajes de la mitología africana como si fuera una fábula de los hermanos Grimm. Si llovía y tronaba, decía, con naturalidad y humor: “¡Ay, que se viene Yansá a meterse en la tierra!”. A veces cantaba en yoruba, el idioma que aprendió de forma rudimentaria con su abuela, traída como esclava a la costa del nordeste de Brasil. Esto de contar las hazañas de los orishas era tan común como comer las castañas de cajú que mi abuelo asaba de tarde o sentarse a mirar telenovelas.
João, mi abuelo, fue un militar condecorado, que luchó por el gobierno federal de Getúlio Vargas en contra de las fuerzas beligerantes de San Pablo en la Revolución Constitucionalista de 1932. Con los años se volvió un tranquilo vendedor de granos y ocasional consejero. Mi abuela, Satú, hija de indígenas del interior de Sergipe, era su socia. Gracias a ella, un cliente menos próspero casi nunca pagaba por lo que llevaba. João se hacía el distraído, Satú seguía en su peculiar negocio. Ella se murió una década antes que João, y él vivió esos diez años con una tristeza serena, paliada por partidas de dominó, recuerdos de guerra y cuentos africanos. Nada era incompatible.
En sus relatos mi tatarabuela, Tamashalim Ecuobanker, siempre fue una mujer “muy, muy negra, de pelo muy, muy crespo, grandota”. Esto enmarcaba una personalidad de fuerza y de hechos memorables. Un retrato de “empoderamiento”, mucho antes de que la palabra existiera. Cuando nací, a mí —la más oscura de la familia— me pusieron dos apodos: Nêga (síncope de negra) y Piqui Roxa: algo como “pequeña lila”, porque “de tan negra, yo ya era lila”, como contaba deliciosamente, entre risas y mimos, una de mis primas más queridas. Crecí siendo Nêga y hasta hoy mi madre me llama así. Es como sentir su mano protectora sobre mi cabeza y mi corazón. Tal vez por esto no pueda abdicar de utilizar la expresión “negro”, aunque conozca sus orígenes y las reflexiones sobre el término “afrodescendiente”, preferido en estas tierras.
Militancia del afecto
Creo en la creación (y la puesta en marcha de verdad) de políticas públicas respaldadas por una sociedad civil informada, involucrada y vigilante, que cale hondo en los distintos estratos de la sociedad. Creo en una movilización negra que sea incluyente, y que llame adeptos a la causa. Adeptos que vengan de otros barrios, departamentos, países, de otras experiencias de vida, de otros colectivos, con otras percepciones. Y con los mismos objetivos. Construir en la diferencia genera cimientos más fuertes.
Hablo y escribo sobre la militancia de lo cotidiano, del afecto y de la cercanía. En la naturalización de las cuestiones afro, en la militancia en pro de una sociedad más justa al educar a mis hijos para la alteridad y la identidad. Mi padre siempre dijo que el negro, para ser considerado bueno, tiene que ser bueno dos veces. Ojalá un día no sea así, y es para poner fin a esta desigualdad que trabajo. Por partida doble.
Portar un cuerpo
Hace algunos meses un pobre tipo me llamó “negra inmunda” en la calle. Se acercó y me lo dijo en el oído. Flecha envenenada dirigida con precisión y sutileza. Supe que no lograría arrastrarlo a una comisaría. La calle estaba más bien vacía. Lo que me salió fue dispararle improperios impensados, mientras él se alejaba. “Basura humana”, fue todo lo que le pude gritar. Volví a casa desencajada, temblando de la cabeza a los pies.
Aunque no haya sido el primer (y no será el último) episodio de racismo (sería necesario otro texto sólo para enumerar las situaciones diarias y aparentemente inocuas en la que los negros solemos ser blanco de prejuicios), esta experiencia de odio dirigida de forma tan directa y amenazante fue dolorosa, porque hizo evidente lo mucho que aún hay por avanzar. El camino hacia la igualdad verdadera tal vez sea menos largo si contamos con muchas voces, que pueden ser disonantes en lo anecdótico pero no en lo esencial. Como el Black-African-Power-Look del inicio. O como nos enseñan las vicisitudes del movimiento negro de Estados Unidos de hace 50 años.
De los uruguayos como sociedad, los negros no necesitamos simpatía, sino compromiso. Entre los negros y los uruguayos de todos los colores nos unen mucho más cosas que las que nos separan. Mi abuelo João se murió a los 96 años y entró en la historia de la ciudad de Japaratuba (en Sergipe, donde vivía) como el viejo sabio del pueblo. Hay una estatua en su homenaje en la plaza central, enfrente a la catedral. El más grande maestro de candomblé que tuve (yo y muchos otros, de otras religiones) se encuentra sentado, hace más de una década, delante de la iglesia más importante de esa pequeña y muy católica ciudad. Una sonrisa se dibuja en mi cara cada vez que lo pienso.