La crisis del Mercosur no se debe, por supuesto, a la discusión sobre la actual titularidad de su presidencia rotativa (o pro tempore, que queda más elegante pero sólo significa “por un tiempo”). Si Uruguay hubiera permanecido en ella más allá del período que le correspondía, como quisieron Argentina, Brasil y Paraguay que lo hiciera, los problemas serían los mismos, y lo mismo sucedería si, como quiso Uruguay, esos tres países hubieran aceptado que Venezuela pasara a ocupar la presidencia, siguiendo el orden alfabético habitual de la rotación.

Hay una crisis coyuntural y una estructural. La primera se debe, obviamente, a que, tras las elecciones argentinas y la separación del cargo de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, cambiaron las orientaciones gubernamentales de los dos socios mayores. Una de las consecuencias de esto, pero no la más importante, es que los actuales mandatarios de nuestros dos grandes vecinos tienen actitudes mucho menos tolerantes que las de sus predecesores ante la forma en que Nicolás Maduro intenta mantenerse al frente de un país atravesado por gravísimos problemas económicos, sociales y políticos, que en las últimas elecciones parlamentarias le dio mayoría a la oposición.

La consecuencia principal de la presencia de Mauricio Macri en la Casa Rosada y de Michel Miguel Elias Temer en el Palacio del Planalto es el modo en que se maneja la crisis estructural, instalada antes de esos cambios políticos. En el Mercosur, que desde hace muchos años perdió el rumbo de la integración, de modo que cada cual pasó a atender su juego en la medida en que su poderío relativo se lo permitía, se perdió también, ahora, la voluntad mayoritaria de mantener las apariencias y la retórica integracionista. Por lo tanto, importa menos -o incluso sirve, para algunos- este papelón.

Uruguay y Venezuela, a los que separan más de 7.000 kilómetros de distancia por tierra y bastantes más en otros términos, tienen razones para alegar que se mantienen dentro de la legalidad mercosuriana, pero es clarísimo que no son ni pueden ser el Mercosur. Argentina, Brasil y Paraguay, sin formalizar siquiera una objeción a la legitimidad democrática del gobierno de Maduro, prefieren la argucia de interpretar que en realidad Venezuela nunca llegó a integrar plenamente el bloque (una palabra cada vez menos pertinente), pero la actitud de Uruguay impide que esos tres países puedan decir que el Mercosur asume esa temeraria tesis. El resultado es que en ninguna parte hay autoridades ni reuniones del Mercosur, y esto sin duda les resulta útil a quienes quieren dar por terminada la experiencia, o convertirla en algo con sedes y funcionarios bien pagos pero sin sustancia alguna, como muchas otras instituciones latinoamericanas.

De todos modos, para los países de esta región aún es mejor integrarse que actuar por separado, y para Uruguay, en especial, apostar por un camino propio de relación provechosa con el mundo es delirante. Si se desanda el camino iniciado en 1991, simplemente habremos perdido un cuarto de siglo y habrá que empezar de nuevo.