Carlos trató de morirse. Tenía 31 años, depresión y alcoholismo. Un día se tomó 100 pastillas surtidas -antidepresivos, ansiolíticos, aspirinas- y las bajó con un clarete suelto, para no perder la costumbre. Lo trasladaron a una clínica privada -que hoy no existe- donde recibió 11 electroshocks. “Se te van los ojos para atrás. La mente se te vacía y no sentís nada. Como un desmayo”, describe. Al final del tratamiento, las ganas de morirse ya no estaban, y Carlos volvía a su casa. Pero no volvió igual. “Además de los malos recuerdos, se me fueron otros. Venía gente que me saludaba y yo no la reconocía. Me costó el trabajo, porque me olvidé de cómo se hacía”. Aún tiene algunos agujeros en la memoria, hoy, 15 años después.

Andrés tiene 25 años y una esquizofrenia leve pero que, le dijeron, se puede agravar. Le hicieron 19 ECT (sigla de Electroconvulsive Therapy) en tres momentos distintos, y reconoce que funciona, pero describe el momento con una metáfora violenta: “Te meten un cable y es como que tu cabeza es una nuez que se rompe”.

Del frigorífico al reset

“Es como estar a favor o en contra de la penicilina”, dice, en su consultorio de Parque Batlle, Rafael Sibils, presidente de la SPU. Lo acompaña Pedro Zurmendi, uno de los mayores especialistas en el tema. La prehistoria de la ECT está en los frigoríficos: dos médicos italianos aplicaron estímulos eléctricos a un grupo de chanchos antes de que entraran al matadero, para calmarlos. Cuando vieron que funcionaba, probaron con un paciente esquizofrénico y lograron mejorías. Era 1938; ese es considerado el año de nacimiento de esta técnica, a partir del experimento de Ugo Cerletti y Luigi Bini. Ambos serían nominados, sin éxito, al premio Nobel de Medicina.

“Había una hipótesis en esa época sobre el antagonismo entre la epilepsia y la esquizofrenia, porque había pacientes que deliraban y que también eran epilépticos, pero cuando tenían una crisis quedaban sin delirio”, cuenta Zurmendi. Una sesión de ECT es eso: una convulsión generada de forma artificial y controlada; con ayuda del relajante muscular que se inyecta, la convulsión no pasa por el cuerpo -como la epiléptica- sino sólo por el cerebro, lo que genera una “descarga neuronal hipersincrónica”.

Algunas cifras de la SPU: en Uruguay se hacen entre 12.000 y 15.000 de estas terapias por año (4.650 en el Vilardebó, según un informe de Brecha), con un promedio de diez sesiones. 2% de los pacientes psiquiátricos sufre patologías graves que pueden ameritar la ECT. En los casos de depresión, la efectividad es de 85%, contra 65% de eficacia de los antidepresivos.

Además de a ese trastorno, explican los psiquiatras, también se aplica al estado contrario, el maníaco: “El paciente deja de dormir, está súper activo, gasta plata, incurre en promiscuidad sexual, está muy irritable y agresivo. Es un estado que desgasta mucho y agota a la persona, incluso a nivel orgánico, además de afectar a su familia y su entorno”, explica Zurmendi. “Los otros casos son las psicosis agudas, de vivencias y sensaciones delirantes, o delirios más crónicos, como la esquizofrenia, que puede tener períodos de agudización. También hay otros cuadros, los catatónicos, de mucha inhibición: el paciente puede dejar de comer, de tomar líquido, y de esa forma entrar en riesgo de vida. Es como que se cuelga la computadora y reseteás, por usar una metáfora”. También se indica para la depresión en embarazadas, porque no pueden tomar fármacos; Sibils asegura que el feto no corre ningún tipo de riesgo.

Los dos doctores advierten que existe “mala prensa” alrededor de la psiquiatría en general y de la ECT en particular. “El tratamiento es un derecho de la gente; no es punitivo. Nosotros somos médicos; no haríamos jamás algo que fuera en detrimento del paciente”, fundamenta Zurmendi, y Sibils lo secunda: “Hay personas que lo consideran una forma de tortura, pero eso no se justifica, porque, de hecho, no duele. Es una práctica que se asocia o se asoció, en algún momento, con el uso de la picana durante la dictadura”.

A Zurmendi le consta que en Uruguay la terapia se aplica estrictamente según los parámetros internacionales y nacionales. Pero, ¿cuáles son? El protocolo que rige en Uruguay fue elaborado por la SPU en base al de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría; incluye un consentimiento firmado por el paciente o sus familiares, un estudio cardiológico previo, una duración de entre uno y tres segundos de estimulación, y un monitoreo constante, entre otros requisitos. Pero es la única regulación que existe: un decreto de 2008 incluye a la ECT entre las prestaciones obligatorias dentro del Sistema Integrado de Salud. O sea: el Estado admite que se pueden hacer electroshocks, pero son los psiquiatras quienes deciden cómo.

Polos negativos

“Garantías y plazos para internaciones involuntarias. Revisión de todas las terapéuticas iatrogénicas y coercitivas, como uso indiscriminado de electrochoques, medidas de sujeción y sobremedicación, entre otras”, son las exigencias del décimo punto de la plataforma que presentó la Comisión Nacional por una Ley de Salud Mental en el Uruguay, que se presentó en junio de este año. Integrada por organizaciones diversas (Asamblea Instituyente por Salud Mental, Desmanicomialización y Vida Digna, Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, Grupo de Apoyo a Familiares y Amigos de Usuarios del Hospital Vilardebó, Radio Vilardevoz, Comisión de Discapacidad del PIT-CNT, Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay e Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay [Ielsur], entre otras).

El Manual de recursos sobre salud mental de la Organización Mundial de la Salud, elaborado en 2008, establece que la ECT sólo se puede aplicar sin consentimiento en casos excepcionales, “regulados por la ley”. En Uruguay, la que está vigente es la Ley del Psicópata, aprobada en 1936, es decir, dos años antes de que se empezara a aplicar la terapia.

María Paula Correa Albertoni prefiere el término electroshock por, justamente, el choque que genera una terapia que considera violenta. “Genera efectos que hacen que las personas no puedan volver a los estados anteriores”, dice la psicóloga e integrante de la Asamblea Instituyente, que no reclama que se prohíba la práctica, pero sí que se revise y se regule por ley. “No hay registro sobre las medidas de contención ni de su frecuencia”, reclama. El año pasado, la asamblea y otras organizaciones civiles hicieron un pedido de información pública a entes como la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y el Ministerio de Salud Pública (MSP), con varias preguntas sobre salud mental. ASSE fue la única en responder: en mayo de 2015 había 330 internos en el Vilardebó y 788 en colonias. Sobre el electroshock, la respuesta fue: “Es el médico tratante el que usa su criterio clínico y sigue los protocolos habituales para cada caso”. El MSP no respondió.

La Comisión Nacional por una Ley de Salud Mental en el Uruguay, cuenta Correa, plantea una visión enfocada en los derechos humanos y en lo comunitario, en oposición a una mirada sanitarista que ubica a los pacientes “como objetos en vez de sujetos de derechos”.

El proyecto de ley que presentó la asamblea plantea que haya un órgano de revisión que esté por fuera del Poder Ejecutivo (que es hacia donde se inclina la discusión actual en el Parlamento) y que dependa del Legislativo, para que la independencia política esté asegurada. Ese órgano, además de actuar de oficio, estaría encargado de autorizar o denegar cada uno de los ECT que se realizan en el país. Para la psicóloga, se trata de una regulación necesaria en hospitales y colonias públicas. “Las condiciones son de fragilidad y marginalidad social. Las instituciones y colonias reproducen la marginación dentro de la marginación. Es cierto que el consentimiento es informado, pero uno escucha o sabe que el electroshock puede funcionar como forma de castigo”, sostiene. Correa reconoce que puede ser una terapia útil, pero cree que no se aplica con la transparencia adecuada y que, muchas veces, los psiquiatras descartan otros tratamientos que pueden sustituirla o complementarla.

“Este discurso del uso abusivo de la electroconvulsoterapia no corresponde a lo que es hoy la realidad de nuestro país”, dijo el año pasado Sandra Romano, docente de la Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, ante la Comisión de Salud Pública y Asistencia Social de Diputados. El presidente de la comisión, Luis Gallo, agregó: “No podemos prescindir de la micronarcosis y el electroshock, sino establecer indicaciones precisas y exigir el cumplimiento de los protocolos y demás que, por otra parte, ya existen”. O sea, la aplicación de la ECT seguiría en las manos de los médicos que encienden y apagan las máquinas que aplican las corrientes eléctricas.

¿Qué efectos se producen en los cuerpos, en lo psicológico y, por ende, en lo social y lo vincular? ¿Cómo lo viven los familiares? ¿Qué criterios se utilizan? ¿Cómo juega la ética? Esas son algunas de las preguntas que se plantea Mauricio Garolfi, también psicólogo, que está elaborando una tesis de maestría sobre el tema. Su objetivo es comprender la lógica de los dispositivos de intervención en la aplicación de la ECT y conocer todos los procedimientos que la hacen posible, desde que se recomienda hasta que se aplica. “En Uruguay hay una situación de incertidumbre sobre el tema”, dice.

A pesar de lo complejo de la situación a nivel político y social, hay pacientes que entienden que es una práctica útil. Carlos, el que intentó morirse, es uno de ellos: -Hoy, en un caso similar al de aquella vez, habría pedido un tratamiento de electroshock. -¿A pesar de los efectos secundarios? -Sí.