Cuando terminé de leer la edición anterior de Dínamo, me quedé con la sensación de que le faltaba algo. No por las notas, que (al igual que las ilustraciones) plantean perspectivas interesantes y valiosas, sino quizá porque, en el conjunto, puede dejar una imagen algo angélica de los movimientos sociales uruguayos, contrapuesta en general con la de nuestros partidos de izquierda, en una representación que (exagero a propósito) ubica a los primeros como una fuente límpida de demandas positivas para el avance hacia un mundo mejor, y a los segundos, o por lo menos a la mayor parte del Frente Amplio, como un habitual freno de tales demandas.
¿Qué tiene que ver eso con la cuestión del socialismo, eje temático de esta edición? Mucho, sin duda. Porque el socialismo, en cualquiera de sus definiciones, es un proyecto que requiere acción específicamente política, colectiva y sostenida, a partir de una concepción integral de la sociedad y dirigida a transformarla de modo integral. Implica, por lo tanto, una teoría que identifique los procesos decisivos para que la sociedad exista en su configuración actual y proponga un camino para modificar profundamente dichos procesos o sustituirlos por otros. La pregunta, especialmente actual en estos tiempos de desencanto con el desempeño de muchas fuerzas políticas de izquierda, es en qué medida puede resultar viable dar impulso a esas tareas políticas desde los movimientos sociales.
En una gran parte de los proyectos impulsados en nombre del socialismo, la referencia originaria para abordar esta cuestión fue ¿Qué hacer? (1902), de Lenin (¿me llevarán a la hoguera por mencionarlo?), donde se plantea, entre otras cosas, que las luchas sindicales no pueden conducir por sí solas a la revolución, y que la imprescindible politización de los trabajadores implica que estos conozcan y comprendan la totalidad de los procesos sociales, no sólo aquellos en los que están directamente involucrados. ¿Fue acertado aquel planteo y tiene vigencia hoy, en relación con cualquier movimiento social?
El enfoque leninista no se agotaba, por supuesto, en las afirmaciones del párrafo anterior. Lo acompañaban otras premisas que, por su formulación original o por el modo en que fueron asumidas luego (no es ese el tema de esta nota), moldearon, a partir de la visión marxista de los conflictos de clase como antagonismo principal, una concepción del partido revolucionario como centro jerárquico de la sociedad, fundada en la tesis de que ese partido era el representante exclusivo de los intereses de los trabajadores -incluso con independencia de lo que los trabajadores opinaran al respecto- y, por ello, de todas las ideas correctas acerca del programa y la estrategia socialista, la gestión del Estado, la filosofía, el arte y cualquier otro asunto que el propio partido considerara necesario definir (exagero de nuevo, pero no demasiado). Tal concepción ha tenido consecuencias trágicas e inaceptables, y no hay que perder ni un minuto en reivindicarla. Pero sí parece necesario reconsiderar lo que Lenin sostenía acerca de los límites de la acción organizada en función de conflictos sociales y de la necesidad indispensable de una organización específicamente política para superar esos límites.
Es cierto que, en la actualidad, algunos de los argumentos clásicos para fundamentar aquella concepción han perdido solidez. Por ejemplo, ya no parece tan claro que sólo un partido pueda cumplir la función de proveer información indispensable para la politización de los movimientos sociales: estos pueden hoy valerse bastante mejor por sí mismos, e incluso establecer redes de cooperación para que cada uno acceda a los datos de la realidad que los demás manejan y todos puedan coordinar sus acciones.
Por otra parte, y dado que la crisis del llamado “socialismo real” se asoció en importante medida con la escasez de protagonismo social democrático, se ha desarrollado una saludable desconfianza hacia la idea, esquematizada hace un par de párrafos, del partido revolucionario como centro de mando: es claro que las viejas tesis sobre la función partidaria de “aportar visión política” a los movimientos sociales entrañan riesgos graves de reproducir esa pretensión jerárquica, y con ella las consabidas postergaciones de muy diversas demandas sociales, por considerarlas secundarias o destinadas a resolverse por añadidura cuando se supere el capitalismo (como si el socialismo fuera “el fin de la historia” y de todos los conflictos).
Otra línea de cuestionamiento (y no pretendo agotarlas en esta breve revisión) se apoya en el rechazo conceptual de cualquier “gran relato” sobre la sociedad que postule la centralidad y el predominio de un determinado conflicto, y en la tesis de que existen, por el contrario, múltiples tensiones y dominaciones, cuya impugnación puede articularse de muy distintos modos, sin que corresponda ni sea conveniente jerarquizar por definición una de ellas. En ese marco, la centralidad del desempeño partidario también es rechazada, y los movimientos sociales son vistos como “actores políticos” -o, por lo menos, como instituyentes de identidades políticas- tan legítimos como cualquier otro.
Sin embargo, hablar de socialismo implica la convicción de que no se trata sólo de corregir tales o cuales situaciones, para revertir los perjuicios que sufren tales o cuales partes de la sociedad, sino que además es preciso cambiar aspectos profundos del conjunto de las relaciones sociales, para lograr una vida mejor de todos los seres humanos. Y si bien parece indispensable, después de muchos fracasos, que nuestro pensamiento político tenga su punto de partida en la diversidad social y se mantenga fuertemente arraigado en ella, parece evidente que no podremos avanzar hacia el socialismo, y que ni siquiera podremos comprender de qué se trata, si no vemos la necesidad de que las organizaciones partidarias hagan algo más que atender, desde los poderes Ejecutivo y Legislativo, las demandas y el lobby de los movimientos sociales, como si estos les dieran una lista de compras para el supermercado (confiando en que van a traer todo sin quedarse con el vuelto).
A los partidos les toca articular el sentido político de las luchas emancipatorias, organizar el análisis político de la experiencia social y proponer su proyección más allá de lo particular. Tienen funciones propias e insustituibles: que no las estén cumpliendo, o que las estén cumpliendo de una manera que desagrada y desencanta a muchos, es otro problema, que no pueden resolver por sí solos los movimientos sociales.
El asunto tiene particular relevancia porque, en el Uruguay de hoy y en el marco de las luchas por la llamada “nueva agenda de derechos”, se ha fortalecido mucho una concepción particularista y “esencialista” de los sujetos sociales, que le suele dar más importancia a la diversidad de las personas que a las características comunes de la humanidad. La lucha contra muchos estereotipos de lo “normal” implica el riesgo de que consideremos más importante multiplicar el reconocimiento de lo que “son” muy distintos subgrupos humanos, y del modo particular en que debe regularse su relación con los demás, que ampliar los derechos de cualquier ser humano, incluyendo el derecho a fortalecer lo que tiene en común con el resto y a desarrollar su potencial más allá de lo que se considera que “es”.
En la perspectiva de un proyecto emancipador, la identidad humana deseable no es una relación de pertenencia, como la que indica la arroba en una dirección de correo electrónico (tal o cual persona en tal o cual lugar), sino una intersección compleja de pertenencias, con posibilidades múltiples, para todas las personas. En la escala de los movimientos sociales, esa es la diferencia cualitativa entre el corporativismo y la visión política integral. Decía Publio Terencio Africano: “Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno”. Hoy podríamos objetarle que usara la palabra “hombre”, pero lo grave sería que perdiéramos de vista qué quería decir.