Quizás el único experimento exitoso de redistribución de ingresos a gran escala compatible con el logro de altas tasas de crecimiento y elevado bienestar ha sido el ensayado por los partidos socialdemócratas en los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia). Los logros obtenidos por este grupo de economías pequeñas y abiertas resultan intrigantes.

La izquierda uruguaya le ha prestado poca atención a esta experiencia. Cierta izquierda de orientación socialista aún mira el experimento “reformista” con desconfianza o, incluso, con indiferencia. Tampoco los ahora frecuentes encuentros “socialdemócratas” han aportado mucha claridad. Muchas veces, la noción de socialdemocracia se confunde con ciertos lugares comunes propios del “centro” político, que ofrecen una caracterización que mutila convenientemente el modelo de sus piezas más interesantes.

¿Cuáles son, entonces, los rasgos centrales de la estrategia económica socialdemócrata? Muchos identifican el modelo nórdico por su potente sistema impositivo y su Estado de bienestar. Hay mucho de razón en esto. Cuando se compara la distribución de ingresos antes y después de impuestos y transferencias sociales, se observa que estos países están entre los que redistribuyen más intensamente. Los impuestos hacen una parte nada despreciable del trabajo. En 2012, la presión fiscal se ubicaba en un rango de entre 40% y 50%, cuando en Estados Unidos era de 24%. La tasa marginal máxima del impuesto a la renta personal rondaba entre 60% y 70% (40% en Estados Unidos)(1). Dicho impuesto reduce la desigualdad (medida por medio del coeficiente de Gini) en diez puntos porcentuales (PP) en Dinamarca y Finlandia (seis PP en Estados Unidos). El joven impuesto a la renta uruguayo lo hace apenas en dos PP. Vistos en perspectiva histórica comparada, estos países parecen reposar en un equilibrio de altos impuestos y servicios públicos universales de alta calidad, fundamentales para transformar el crecimiento económico en bienestar. Los pegotines con leyendas como “Bajen el costo del Estado” son difíciles de encontrar en los autos nórdicos.

Pero la película no termina aquí. Los impuestos y las transferencias públicos operan sobre una distribución de ingresos de mercado de por sí más igualitaria. Al menos dos políticas explican esto: por un lado, un sistema educativo con una oferta pública extendida y de elevada calidad en todos sus niveles; por otro, las instituciones que regulan el funcionamiento del mercado de trabajo. Estos países han logrado mantener elevadísimas tasas de sindicalización de la fuerza laboral y alta cobertura de la negociación salarial, aunque variando su grado de centralización. Menos conocidas son las particularidades que asumió la política salarial en estos países, principalmente en las décadas del 60 y 70. La denominada “política de negociación salarial solidaria”, fuertemente apoyada por los sindicatos nórdicos, se orientó a reducir los diferenciales salariales (entre empresas al interior de cada rama y entre ramas) para trabajadores con similares ocupaciones. La meta era que cualquier portero, por ejemplo, ganara lo mismo independientemente de la empresa y la industria donde trabajara. Era el principio de “igual tarea, igual remuneración”, pero aplicado a toda la economía. En la práctica, el esquema nórdico operó como un impuesto a las empresas menos productivas (que debían pagar salarios superiores a su nivel de productividad) y como subsidio a las más productivas. Lejos de convalidar la heterogeneidad productiva existente, la política salarial jugó en este caso un rol asimilable al de la política industrial y favoreció la destrucción creativa de empresas y actividades. En cuanto a las “víctimas” de la reestructuración, la lógica del modelo fue proteger (generosamente) al trabajador (mediante políticas activas de empleo y de seguro social), pero no a puestos de trabajo específicos en empresas moribundas. Justamente, la idea era que muriera quien tuviera que morir. Además de reducir la desigualdad, estos países crecieron sostenidamente sobre la base de actividades de mayor productividad. Un cambio estructural apuntalado por una política salarial poco convencional(2).

A menudo se sugiere que el modelo nórdico tiene prerrequisitos económicos y culturales de los que otros países, sobre todo aquellos en desarrollo, carecen. En particular, se menciona la existencia de cierta prosperidad económica inicial y la homogeneidad de su población, que, entre otras cosas, habría facilitado los consensos necesarios para implementar políticas redistributivas y de seguro social. También se han indicado precondiciones de tipo cultural: sindicatos más propensos a cooperar que a la “lucha de clases”, fuertes preferencias redistributivas y otras virtudes cívicas supuestamente propias de la población nórdica. Sin este “material humano”, se señala, el modelo sería difícilmente replicable en otras partes. Pero, en realidad, muchas de estas cosas podrían ser resultado del propio modelo antes que precondiciones para implementarlo. Y hay bastante evidencia en esta dirección. Surge, entonces, la duda de qué fue primero, si el huevo o la gallina.

Durante largo tiempo, el modelo nórdico generó desconfianza en la izquierda socialista. Para muchos, la redistribución de ingresos y poder que se puede obtener manteniendo intacta la estructura de propiedad capitalista es muy limitada. El problema es que hasta el momento no se conoce ningún mecanismo validado históricamente de socialización de la propiedad que sea económicamente viable, esto es, cuya implementación no reduzca el ingreso nacional de la economía ni su tasa de crecimiento. Conocida es la experiencia de los países que fueron socialistas cuyo resultado fue muy malo. Resta comprender si el fracaso obedeció a la socialización de la propiedad en sí o al mecanismo utilizado, estatismo y falta de mercados. Podrían existir formas viables de socialismo de mercado, pero que por ahora no han pasado de ser interesantes bosquejos teóricos. Los propios países nórdicos intentaron una vía gradual de redistribución de la propiedad, pero no prosperó, posiblemente por razones políticas antes que económicas. El llamado Plan Meidner, implementado en Suecia a comienzos de 1980, se financiaba con un impuesto adicional a la renta empresarial cuya recaudación se destinaba a “fondos laborales”, organizados regionalmente y controlados mayoritariamente por los sindicatos. Estos fondos eran invertidos en la compra de acciones de empresas en el mercado de capitales. El plan fue fuertemente resistido por el sector empresarial y no llegó a tener una incidencia económica importante.

Es cierto que, pese a exhibir una distribución del ingreso relativamente igualitaria, la propiedad en los países nórdicos está fuertemente concentrada. Pero este dato merece ser mirado con más detalle. Ser propietario de un activo confiere tres tipos de derechos: el derecho a controlar el activo, el derecho a usufructuar los ingresos derivados de su explotación y el derecho a transferirlo. Los dos primeros están limitados en los países nórdicos. Primero, como ya se dijo, el sistema tributario “expropia” una parte de las rentas de capital para financiar bienes públicos. Segundo, la regulación laboral transfiere ciertos derechos de control desde los propietarios de las empresas a los trabajadores. Esto incluye la obligación de formar consejos de empresa y la posibilidad de incorporar representantes de los empleados en directorios.

Pero hay otro aspecto al cual la crítica socialista de la vía socialdemócrata debería aggiornarse. Un mecanismo socialista de redistribución basado en alguna forma de propiedad pública (no necesariamente estatal), aun asumiendo que pudiera implementarse sin pérdidas de eficiencia económicas significativas, sólo operaría sobre 30% del ingreso nacional, que es la incidencia aproximada de los ingresos de capital en muchos países. Pero la mayor parte de la desigualdad total se explica por la desigualdad salarial, derivada de la heterogeneidad de empresas y trabajadores en términos de productividad y calificaciones, que se mantendría fundamentalmente inalterada. La política redistributiva específicamente socialista, la que socializa los ingresos de capital, podría tener efectos modestos, al menos en términos de reducción de la desigualdad de ingresos. Paradójicamente, sin recurrir a mecanismos socialdemócratas de redistribución, una economía socialista hipotética podría tener que convivir con mayores niveles de desigualdad en comparación con los que produce la variedad nórdica de capitalismo.

Los socialistas no deberían ceder en su aspiración de maximizar la libertad real y las posibilidades de realización de que disponen todas las personas. Para ello, la defensa de cierta igualdad material sigue siendo indispensable y el epicentro de la lucha ideológica. Los valores no se transan ni se actualizan. En lo que sí hay que ser pragmático es en las fórmulas concretas de implementación. Estas varían en función de una realidad social que va cambiando y de las tortuosas lecciones que va dejando la historia. En este marco, la vía de la socialdemocracia nórdica (correctamente caracterizada) debería ser objeto de mucha más atención.

_(1). H. Kleven (2014), “How Can Scandinavians Tax So Much?”, JEP 28 (4), 77-98.

(2). E. Barth y otros (2014), “The Scandinavian model-An interpretation”, JPubE, 117 (C), 60-72._