Cuando me empezaba a doler la cabeza, pedí más hielo para mi vaso: sabía de la inevitable impuntualidad de Alejandra y de mi poca resistencia al whisky.

En la mesa de enfrente se sentó una rubia vestida a la francesa, pensaba yo que no sé nada, ni de moda ni de franceses. Se sacó su pañuelo azul que dejó sobre la mesa y extrajo de su coqueta mochila un libro cuyo título no alcancé a ver.

“No es tan rubia”, me corregí la tercera o cuarta vez que la miré. En alguna instancia temporal que no registro, y probablemente no haya advertido entonces, llegó Alejandra, mi casi nueva pareja, una joven viuda de 27 años. A decir verdad, Alejandra era más viuda que joven, al menos esa noche en la que yo estaba mucho más atento a los movimientos de la (no tan) rubia que a las palabras de Ale.

Ella buscaba una conversación cuasi existencialista más cercana a un libro de autoayuda que a la filosofía, mientras, a sus espaldas, el pañuelo azul había caído al piso sin que su dueña lo notara. Silenciosamente elucubraba planes. Recoger el pañuelo, escuchar su agradecimiento, preguntar por el libro que leía y, a partir de ahí, comentar gustos literarios.

Primero despediría a Alejandra exagerando mi ligero dolor de cabeza, daría vuelta la manzana solo, volvería al bar y luego sí, me lanzaría a la conquista imposible con el espíritu de un revolucionario en 1789. El destino de Francia, la francesita y yo.

Mientras tanto, el vaso de Ale y el mío bajaban sus niveles. Para peor el whisky, en lugar de infundirme coraje (¿para qué tomaba whisky si no?), me contaminó esa especie de virus verborrágico.

Un par de medidas más tarde, Ale y yo habíamos emparejado la conversación. Con un licuado light de frases tontas le robé un par de sonrisas que alcanzaron para que Ale me invitara a su casa. Acepté aunque sabía que me esperaba sexo burocrático.

Además, no tenía muchas alternativas; la rubia afrancesada ya había recogido el pañuelo azul. Esa noche no sería un 14 de julio.

◆◆◆

Al otro día todo se desvanecería en recuerdos, excepto la resaca del puto whisky. Afuera el frío punzante. Adentro, el opaco vacío hogareño de un domingo.

Agarré mi cuadernito rojo, le pedí un lápiz a Ale y me senté a escribir esto mientras ella se bañaba.

En principio el relato de acontecimientos era bastante lineal, pero poco a poco fui alterando elementos. Alejandra se había retirado rápidamente del bar, el pañuelo azul nunca fue recogido por la francesita, y yo, aprovechando un par de circunstancias, ese domingo amanecí con ella en su apartamento de Malvín.

En esa ficción me levanto con un vaso lleno de hielo y me siento en tu sillón. Te sonrío para dejar constancia de que aquella noche de julio, en un bar del barrio Cordón, yo solito había comenzado la toma de la Bastilla.

◆◆◆

-Tengo que hablar con vos.

El mensaje era contundente y seguía con la invitación a una pizzería a las 21.30.

Por el tono advertí que el clima no sería como para festejar nuestro aniversario. Preferí pensar en el peor de los escenarios posibles.

Ella estaba sentada en la mesa bajo el televisor, contra un rincón. Me costó encontrarla cuando entré.

Su cara y el beso frío no adelantaban una noche auspiciosa.

Me senté frente a ella y frente al televisor en el que pasaban un partido por semifinales de la Libertadores. Uno a cero ganaba São Paulo de visitante en Medellín.

De nada sirvieron las esperanzas casi mágicas que venía tejiendo en el camino, cuando comenzó a hablar me di cuenta de que asistí a la simple transmisión de un mensaje, el único que yo deseaba no escuchar: el peor de los escenarios posibles.

Mi primera respuesta titubeó, con palabras que oscilaban entre lo herido y lo hiriente.

No quise apelar al llanto pelotudo que busca compasión, pero no pude evitar el desborde sincero de un río de lágrimas. Lloraba para adentro y para afuera.

En algún momento vino el empate de los colombianos, que advertí varios minutos más tarde cuando levanté la cabeza de la mesa humedecida. La muzzarella ya estaba fría.

Pretendí darle un poquito de no sé qué a mi vida sin épica y, convertido en una especie de Obdulio Varela queriendo remontar el trámite amargo y desfavorable, reclamé otra oportunidad, un hilo de esperanza, algo de dónde agarrarme, algo.

Y no, no hay manera.

Ya entonces, ahí mismo, me imagino un futuro extrañándote: tus besos y tus abrazos, tu inteligencia siempre sensible, tu sensibilidad siempre inteligente y, entre un millón de etcéteras, tus palabras y tu piel.

◆◆◆

Pienso mucho. Sintetizo todo y esbozo un comentario que no recuerdo.

-No intelectualices -me corta un dedo acusador que sí recuerdo.

Ya casi es media noche. Ella advierte la hora, ella paga, ella se retira.

La pantalla anuncia el final del partido. Un colombiano festeja, un brasileño protesta. Del otro lado, abajo del televisor, un pueblerino llora en una Montevideo que nunca le fue tan lejana. Puta Montevideo, tan compañera y tan ajena.

Matías Carbajal