“Cada vez que el tipo llega a la casa, se oyen los golpes a través de las paredes. La oigo rebotar contra las cosas”, me cuenta mi compañera. “¡Denuncialo!”, le digo. “¿Y si se la agarra conmigo o con mis hijos?”, contesta. Reconozco la onda expansiva del miedo, la misma que se extiende en el espacio y en el tiempo y sostiene a las dictaduras primero y a la impunidad después. Un poder que se ejerce contra unos, pero les llega a todos. Por eso, no me sorprende cuando oigo a Boaventura de Sousa Santos hablar del fascismo que viven algunas mujeres al volver a sus casas. Pueden ejercer sus derechos civiles, pueden votar, dice, pero viven bajo el poder patriarcal en sus hogares. No se pueden comparar los dramas, pero las cifras también traen a nuestra mente analogías.

Se cuentan por centenas las muertes en una década. Es un hecho que las mujeres están subrepresentadas en la política uruguaya, algo que interpela nuestro sistema democrático. Pero también la violencia de género debe interpelarlo.

Pensar la calidad de la democracia analizando los datos de violencia de género y generaciones es obligatorio para quienes pensamos que la justicia social no es sólo una cuestión entre los que venden su fuerza de trabajo y los que detentan los medios de producción. Eliminar las desigualdades no supone sólo eliminar las económicas, sino también no considerar como subalterna o de segunda a la mitad femenina de la población y a todo el que no sea blanco ni adulto heterosexual.

La democracia no es un estado, es un proceso. De los actores políticos y sociales depende hacia dónde transitamos. Fue gracias a las organizaciones feministas que en la última década se cuantificaron los feminicidios y el problema comenzó a tener dimensión pública. Hasta entonces, la violencia intrafamiliar estaba naturalizada y el imaginario colectivo estaba plagado de frases como “a ella le gusta”, “algo habrá hecho”, “arrimale la ropa al cuerpo que se le terminan las pavadas”, “que se joda por infeliz”. El problema, siempre de “otras”, pertenecía al ámbito de lo privado. Les sucedía a las infelices, a las ignorantes, a las sumisas y, por tanto, a las despreciables. Las víctimas quedaban así bajo sospecha, revictimizadas, no generaban solidaridades ni políticas de gobierno destinadas a respetar sus derechos humanos.

Fue necesario estudiar los datos para visualizar que la violencia atravesaba a toda la sociedad y que el lugar más inseguro para muchas y muchos era el propio hogar. Sí, muchos, porque nuestra sociedad no sólo es androcéntrica, sino también adultocéntrica. Sobre los niños, las niñas y los adultos mayores suelen también reproducirse prácticas de violencia doméstica naturalizadas en nuestra cultura, entre otras cosas porque suelen ser colectivos sin voz, con nulas o escasas posibilidades de convertirse en grupos de poder. Recordemos aquello de que la letra con sangre entra.

La violencia doméstica tiene características propias, se produce la mayoría de las veces en el ámbito familiar o en el marco de una relación de pareja. En la víctima suele predominar un deseo de transformar al victimario, no de alejarse, mediado por sentimientos de vergüenza, culpa, apego o amor, acompañado por un creciente aislamiento o la destrucción de otros vínculos. Se produce como resultado de un mandato cultural que impone la idea de que la mujer es propiedad del hombre y establece roles a cumplir, una idea de lo femenino y lo masculino basada en las inequidades con fuertes raíces en nuestra cultura. De esto surge que la obligación de denunciar no debe recaer en la víctima solamente. Compete al Estado acompañar las luchas de las organizaciones sociales y reconocer en la violencia doméstica un grave problema de seguridad ciudadana, garantizar los derechos de las víctimas y educar a la población en vínculos no violentos. Ni físicos, ni psicológicos, ni sexuales, ni patrimoniales.

En Uruguay, los esfuerzos realizados para concretar una estrategia contra la violencia basada en género y generaciones, unida a la mayor visibilización del problema que han logrado organizaciones como la Coordinadora de Feminismos, que al grito de “Ni una menos” toman las calles a cada nuevo crimen, han tenido como resultado una mejor caracterización del problema, el aumento del número de denuncias, una mayor formación de funcionarios públicos y privados, una mayor capacidad de respuesta, una creciente alerta ante casos de violencia y un Plan de Acción del Gobierno. Sin embargo, estamos lejos de generar una contracultura capaz de revertir el número de víctimas.

El informe 2015 del Ministerio del Interior registra un aumento sostenido de las denuncias por violencia doméstica. Mientras que en 2005 se registraron 5.612 denuncias, en 2015 se llegó a 31.184. Un promedio de 85 denuncias por día. Si se suman los asesinatos de mujeres a las tentativas de homicidio, resulta que el año pasado cada 11 días se mató o se intentó matar a una mujer mediante violencia doméstica. La mitad de los homicidios de mujeres se da en el ámbito doméstico. Sin morbo, que 35% de las muertes se dieran por golpes con pies y manos o estrangulación denota la brutalidad de la situación. En los últimos tres años, según la misma fuente, suman 61 las mujeres asesinadas por su pareja o ex pareja (22 en 2013, 13 en 2014 y 26 en 2015).

Hay una disputa hacia más o menos democracia. Coexisten autoritarismos normativos, sociales y culturales, como el racismo y el patriarcado. En ese marco, la eliminación de la violencia doméstica es ir contra la cultura hegemónica. Tratar de detener un flagelo que promedia las dos muertes mensuales supone una agenda común de organizaciones sociales, partidos políticos y el gobierno.

Adriana Cabrera Esteve