El informe 2016 del Latinobarómetro indica que sólo 68% de los uruguayos prefiere la democracia a cualquier otra forma de gobierno. Esta cifra ha generado alarma, análisis y debates.

Ante esta realidad, diferentes reacciones han coincidido en poner el foco en la calidad moral e intelectual de parte de la sociedad, relegando así la posibilidad de pensar la democracia en sí.

Es decir, se transmite la idea de un sistema democrático estable e inalterable, del cual los ciudadanos se acercan o se alejan conforme son más o menos cultos y sensibles, cuando en verdad la democracia es también un formato cuyas cualidades varían y pueden reformularse.

El debate en torno a la posible reforma constitucional evidencia esta misma cuestión: quienes se oponen a ella argumentan que la Constitución ya está escrita y que no es momento de ingresar en este tipo de discusiones (para ellos, nunca será el momento). De modo que lo único que le queda a la ciudadanía y al sistema político es cumplir eternamente la misma carta magna y, a lo sumo, debatir la interpretación de algún párrafo.

Así, la Constitución y la democracia son presentadas como verdades casi dogmas, cuyo cuestionamiento acarrea toda clase de críticas. Este esquema, además, nos deja en las puertas de un dilema poco sensato: que al régimen democrático actual sólo se le oponga el autoritarismo, por lo que cualquier crítica al statu quo termine asociándose a un llamado a la tiranía.

Hasta el momento, la izquierda uruguaya ha evitado cuestionar este orden de cosas, moviéndose dentro de los márgenes jurídicos, políticos y económicos que los partidos tradicionales y las clases dominantes han construido en el país a lo largo de décadas.

Pero hoy, cuando la continuidad del proyecto del Frente Amplio genera algunas dudas en la opinión pública, a la vez que el orden democrático pierde consenso, se abre la posibilidad de discutir las formas de la democracia como una respuesta ante quienes proponen la mera conservación o la negación del actual sistema democrático.

¿Cuán democrático es el Poder Judicial en sus diferentes dimensiones? ¿Cómo se financian los partidos políticos? ¿Qué clase de democracia es aquella en la que existen abismos entre los ingresos y la educación formal de unos y otros? ¿Cuán democrático es un sistema político en el que las mujeres y los jóvenes ocupan un lugar marginal? ¿Cómo explicar una democracia en la que lo público está desprestigiado frente a lo privado? ¿Se puede profundizar la democracia política y social sin avanzar en la económica?

Estos son sólo algunos de los interrogantes que se podrían plantear desde una visión de progreso y no de retroceso de la calidad democrática.

La historia parece haber demostrado que, sin un espíritu democrático, sin libertades políticas ni controles a los poderes públicos, difícilmente una sociedad pueda acercarse a la justicia y la igualdad. De esto no puede desprenderse que la democracia sea un fin en sí mismo.

Quien escribe está convencido de que la democracia es el mejor camino para dirimir diferencias y alcanzar, finalmente, una sociedad mejor. Pero ello no quiere decir que haya que aferrarse ciegamente a un formato de régimen democrático como si se tratase de una religión, o a una Constitución como si fuese la Biblia.

Si la gente se siente insegura, considera que sus sueldos son muy bajos o tiene problemas al momento de comer y educarse, es natural que cuestione el sistema en el que vive. Después de todo, la democracia ha sido concebida para servir a la sociedad, y no al revés.

La obligación de quienes albergan una visión del mundo humana, solidaria y progresista será siempre discutir la democracia, no para hacerla retroceder, sino para que avance mediante la ampliación constante de la participación y los derechos humanos.

Negarse a repensar y reformular la democracia no es algo muy democrático.