“Haití, donde la negritud se pone de pie por primera vez y dice que cree en su humanidad”, relata Aimé Césaire (1962) impactado por la historia que tenía delante en un país tan marcado por sus revoluciones como por las dictaduras propias y abusos de extranjeros. Haití, donde la suerte y la condena se unen para ser el primero en Latinoamérica en levantarse y decir basta. Suerte, porque le da una identidad como pueblo, y condena, porque nunca lo dejarán levantarse nuevamente.
Llegué a Haití el 8 de setiembre de 2014 con quién sabe qué intención y qué ideales locos de héroe. No tenía idea en ese momento de que nada volvería a ser lo mismo. Mirar el espíritu vudú a los ojos te conmueve y te remueve, porque en él se encuentra, aunque uno no lo busque (y sobre todo por esto) todo el espíritu latinoamericano, ese “ser más” de Paulo Freire.
Minuto que piso tierra haitiana, minuto que me gritan “Blan, blan, ba’m dola” (Blanco, blanco, dame dólares). Una expresión que escucharía mucho en los dos años que me quedé, aunque la respuesta siempre sería distinta. Primero me dediqué a observar. Dicen que el alma entra por los ojos, y el contacto visual con el haitiano determina mucho.
Digamos que la vista aprendió a descansar en los amigos, en los hermanos desconocidos que subían al tap tap conmigo cada día, aunque nunca dejó de indignarse cuando veía tres Porsches por semana en los mismos caminos de tierra que me llevaban a trabajar a las escuelas; nunca dejó de asustarse cuando militares con banderas uruguayas salían con sus escopetas, cascos, chalecos y camionetas con aquella rara creencia de que vivían en un país en guerra (nunca estuve seguro qué estaban viendo), y vivían dentro de su pequeña gran casa burbuja con mozo, asados, pizza, lengua a la vinagreta, cervezas y truco; nunca dejó de incomodarse con las fiestas que organizaba la cooperación internacional en sus casas de la montaña con vino francés, música house y charlas de cine; nunca dejó de sufrir, transformarse, enamorarse, todo eso junto y separado.
Hijos de quiénes
Recuerdo un día que me subí a un tap tap. Era uno de esos días que se sabía que el ambiente estaba revuelto. Ya habían pasado casi siete meses desde que había llegado a la isla, por lo que entendía del todo el idioma. En general, no es común ver a un “blan” subirse a un transporte público. Son muchas las risas que provoca este evento. Yo ya me había acostumbrado, pero esta vez nuestra presencia fue ampliamente discutida. Se escuchaban argumentos políticos a favor y en contra. Mantenían una conversación no muy habitual, ya que los espacios para discutir sobre la suerte de su propio país eran bastante reducidos. “Aristid tenía razón, nosotros somos hijos de la revolución, de un pueblo haitiano que ahora depende de extranjeros”, decía un joven sentado en el fondo. “Pero si no te hacen nada, han aportado, además de que estás juzgando a estas personas que están aquí sin conocerlas”, decía una señora sentada frente a mí. Yo me limitaba a escuchar, porque era hermosa la conversación aunque estuvieran hablando directamente de nosotros. A muchos compañeros les afectaba ser siempre el centro de atención, pero esta era una forma de que los haitianos debatieran y tomaran las riendas que otros les habían arrebatado. Después de mucho debate, les dije en su idioma: “¿Aquí es donde me tengo que bajar?”. Todos me quedaron mirando fijamente. En ese momento estalló una risa colectiva propia del pueblo haitiano. “¿Hablás kreyol?”, me decían algunos sorprendidos; “oh, bienvenido a Haití, hermano”, me decían otros, mientras unos más allá miraban con desconfianza. En ese momento los felicité por la conversación que estaban teniendo y me bajé.
Constantemente me acordaba de las historias que en la escuela me contaban de Colón. Se dice que en sus notas ponía algo así: “Todos estaban bien formados, con magníficos cuerpos y caras hermosas. No portaban armas, ni saben de ellas. Serán buenos sirvientes, y cristianos, porque me parecieron que no tenían religión. Traeré media docena de ellos a Sus Majestades para que aprendan a hablar” (Bellegrade, 2004). Me contaban historias de cómo cambiaban espejos por trabajo esclavo. Creo que nunca lo había comprendido tan bien como cuando estuve en Haití, pero por la historia que otros habían dejado detrás de mí, yo era Colón, sólo que esta vez los espejos eran miles de recetas diferentes para salir de la pobreza y solucionar una crisis política constante.
En la mente haitiana muchas veces se mezclaban los conceptos de cooperación y colonización. Es que en muchos de los que llegaban a “cooperar” la receta utilizada contenía los mismos ingredientes que la de Colón cuando describía que serían buenos porque no tenían religión ni sabían hablar; sólo que ahora “pobreza” era sinónimo de “incapaz”, lo que llevaría a una redacción inconsciente de “como es pobre, hará todo lo que le digo”. Entonces, con esa sensación, y habiendo comprendido ese engranaje, ¿por qué quedarnos? ¿Por qué me quedé después de haber comprendido que yo estaba metido en una historia de cientos de años de invasiones militares, políticas, ideológicas y morales? ¿Por qué quedarme después de entender que las armas de los militares eran parecidas a la asistencia de la cooperación internacional? Porque después de haber aprendido el idioma y darme la cabeza contra la pared insertándome en una cultura que me acogió, la pregunta se transformó e hizo que me interpelase a mí mismo y a un continente entero, dando vuelta la tortilla y planteando: ¿qué tiene Haití para el continente?, ¿qué tiene Haití para el mundo?
Pero, ¿qué hacía con esta historia que otros me cargaban en los hombros día a día? No quedaba otra que hacerme responsable, decir que sí, que otros lo hicieron antes que yo, y quebrar constantemente estereotipos míos y ajenos.
Como ninguna verdad tiene valor en sí misma, ninguna verdad es superior a la otra. Por esto, nos vemos forzados a hacer un análisis comunitario del ser humano.
Quién otorga la libertad
Nos encontramos con una intensa paradoja: ¿quién libera a quién? ¿Quién soy yo para liberar al otro? El voluntario viaja miles de kilómetros sólo para darse cuenta de que lo que su pasaje costó (en general, financiado por empresas multinacionales) podría haber pagado el trabajo de otros en esta tierra. Muchos entran en una gran crisis. Si alguien dijo que hay voluntarios sin crisis es porque algo está ocultando o porque quiere ocultar verdades. “Nadie puede liberarse cuando domina a otro [...] Con el supuesto de que vamos a liberar a los otros [...] ni siquiera nosotros nos liberamos” (Bondy, S, en Dussel, 2007).
El caso haitiano, tanto por su historia como por su relevancia internacional, ha generado grandes debates y es terreno de discusiones prácticas y teóricas sobre cómo actúa la globalización en nuestro tiempo, cuáles son las verdades universales que deben primar y cómo los organismos internacionales, como el Banco Mundial, han sabido, bajo lógicas asistencialistas y en primer aspecto de buenas intenciones, generar proyectos y políticas de desigualdad.
Es aquí cuando entra en juego la paradoja misma de los derechos universales, las políticas migratorias y las relaciones multiculturales. ¿Cómo promover y conservar el derecho a la diferencia estableciendo valores comunes-universales que en algún momento eran establecidos por una cierta territorialidad? Y al mismo tiempo, ¿quién decide estos valores universales y por qué? Las mismas preguntas que se realiza un voluntario o una ONG al ir a Haití: ¿son mis ideas más válidas o superiores a las que ya existen aquí? ¿Tengo algo que aportar? ¿Tienen algo que aportarme a mí?
Incluso, una de ellas debe de someterse a la otra. Es curioso que en Haití sucede un fenómeno opuesto al que pasa con los movimientos migratorios actuales. Si un grupo de refugiados, por ejemplo, entrara a otro territorio, debe empezar a regirse por los valores y normas de este nuevo territorio, pero siempre lo hace con la esperanza de no perder algunos propios. En Haití la cooperación internacional ha ocupado el territorio y le dice al país cómo adaptarse.
Por esto hay que aprender a hablar kreyol. Y eso fue lo que hicimos. Nos fuimos al norte de Haití a conocer uno de los lugares más pobres y hermosos que he visto y donde mi retina y mi corazón trabajaban al mil por ciento. Mi vista y mi corazón iban juntos, se exponían a la intensidad tanto visual como emocional. Este lugar se llama Jean Rabel y posiblemente no sea de los primeros lugares que veamos en los mapas. Pero la gente nos brindó toda su hospitalidad y empezamos a entender su territorio a través de su lengua, porque la lengua crea realidad y nos permite comprender la cosmogonía del otro: intensa, emocional, lenta y efervescente al mismo tiempo. Como su idioma: simple, pero con una historia que surge desde la esclavitud misma del pueblo haitiano. El kreyol es la lengua de los esclavos que escuchaban hablar a sus colonizadores franceses, y en la que mezclaban muchas lenguas con ánimos de revolución.
Es por esto que antes de hacer nada debemos entrar en confianza. Estar meses y meses sentándonos a las aulas, compartiendo experiencias, hasta que un día una profesora viene a contarte su vida, sus ocho meses sin recibir salario, pero yendo cada día a trabajar, con esos ojos de docente que parecen tan universales, y que en Haití encarnan a la perfección.
¿Qué tiene Haití? ¿Qué tiene Haití que no tiene nadie más? La constante experiencia de la opresión que se combina con la experiencia de la rebeldía. No nos confundamos, Toussaint-Louverture sigue existiendo en cada revolución de emoción y humildad que aporta el haitiano al continente, en esa lección de epistemología que nos dan al saber cuál es el verdadero conocimiento que surge del día a día y que no se acumula en una universidad bajo mil libros polvorientos y algún artículo en Wok. Sigue existiendo en esa mirada que nos indaga como humanidad y nos pregunta cómo reaccionamos ante el otro.