La Mancha ya tenía un nombre poco agraciado, sinónimo de suciedad, cuando siete años atrás los hombres de las rutas comenzaron a llegar. Allí, al borde del agua, entre las usinas de las fábricas, los grandes camiones y la auto ruta, se levanta un paisaje que a priori podríamos llamar “distinto”.
Palos, maderas, nailon, carpas, vidrios rotos, caminos de piedra, dunas de arena y restos de basura, barro y mierda. Un profundo olor a mierda en cada rincón. Y las ratas como perros del lugar.
A la entrada de “La Jungla”, como se conoce a este rincón que nace en las afueras de la ciudad francesa de Calais, a sólo tres horas de la Torre Eiffel, a escasos metros de la entrada a Inglaterra y ya pasado el control de la gendarmería, se ve un mapa. Ahí comienza el absurdo. Es que cuesta creer que alguien se haya puesto a dibujar la nada.
Los números oficiales hablan de 3.600 personas viviendo allí. Los otros, los de las asociaciones que trabajan en la zona, indican que la cifra supera los 9.000 habitantes. Al menos 2.000 llegados en los últimos meses.
En los anales de la historia, donde también convive la versión oficial y la otra, este lugar no existe.
El Parlamento francés discute en estos días si creará un tercer campo de refugiados (ya hay otro en el que viven 1.000 personas en Dunkerque, a 30 kilómetros de La Jungla), si será en el barrio de La Chapelle en París o dónde, y a quién se debería aceptar y a quién rechazar.
Por lo pronto, aquí, en este no lugar, los ranchos crecen y se destruyen casi de manera natural, en la calle se habla árabe y hogares adentro lenguas y dialectos se hacen escuchar. Las personas vienen de Afganistán, Egipto, Palestina, Pakistán, Siria, Sudán, Eritrea o Chad, aunque también nos podemos cruzar con un hombre de Bangladesh que puso un kiosquito y una familia de Vietnam que empezó a instalarse. En una casilla se puede leer: “Todos somos refugiados del capitalismo”.
Están sorprendidos de que esto sea Europa. ¿Pero luego qué hay? ¿Europa termina acá?, preguntan los recién llegados. Alguien en algún momento les mintió. Sí, quizás fue la televisión. Lo evidente queda a un lado cuando no hay espacio para pensar. Esto fue Europa, se puede decir. Y hasta sería creíble para quienes se vieron forzados a volver a su pasado nómada y emigrar.
Frente a unos ojos abiertos, grandes, bien grandes, cuesta discernir entre el asombro, el hambre o la ilusión cercenada. En las casillas, los que tienen paredes cuelgan fotos. Son ellos en sus tierras, con sus familias, sus sonrisas de entonces. Ésos eran ellos.
La Jungla se mueve contraria al tiempo, casi hasta mediodía el silencio es total. Un poco antes de que el sol pegue en la cabeza, cuando alguien comenta que son las 11.00, se empieza a ver un desfile de hombres con cuadernos en las manos. Se dirigen a la Escuela Laica del Camino de las Dunas. Quizás lleguen a ser 50. Después llegarán los niños y en la tarde otras 50 personas, en su gran mayoría hombres. Dos centros de educación popular con profesores voluntarios se instalaron en el pueblo hace casi dos años. Quienes los sostienen, una mezcla de kurdos, africanos y europeos, han trasladado su vida a este sitio.
El resto de esos miles duermen mientras pueden. Sólo unos pocos negocios permanecen abiertos. Algunos kioscos, tres restaurantes y dos barberos esperan la orden de clausura, mientras otros 50 comercios, en su mayoría de comida, fueron obligados a cerrar; primero, por los controles sanitarios, luego por orden judicial y, finalmente, por el constante acoso y saqueo de la policía. Otra vez el absurdo: la ridícula idea de fiscalizar el estado sanitario de quien vive en una casilla entre la mierda y tiene que esquivar alimañas varias para lavarse las manos en vertederos improvisados.
Entre los primeros ruidos, mientras los cuerpos en las calles se bambolean dormidos antes de lavarse los dientes, una casilla solitaria es motivo de ilusión. Nadie se mueve dentro. Pasan las horas, el llamado al rezo de la mezquita, los cantos de las mujeres en la iglesia ortodoxa, y nada. Se sospecha que los que se fueron lograron “pasar”. En unos días más el olor de las aguas estancadas, la ropa podrida, la comida en el abandono y una puerta que se golpea conformarán un paisaje de esperanza. Cada noche cientos salen con sus bolsos, nadie los detiene. La noche es hermana de la discreción. Salen de donde no están, se dirigen adonde nadie sabe y se llevan lo que no tienen. En la mañana, un número bastante cercano a todos, regresa. La luz suele mantener una estrecha amistad con la realidad.
Vuelven gaseados por la policía, apaleados, mordidos por los perros o cansados, sólo con sueño, con uno tan duro que no parece terminar. Algunos, los menos, se calcula que entre 0 y 20, consiguen contactar a alguna mafia, llegar al precio y pasar escondidos en los containers de los camiones, en el suelo o hasta colgados a los costados de las ruedas. Dicen que el precio ronda los 5.000 euros y debe ser verdad.
A pesar de lo amainados que están los comercios sobre la calle principal, esta mañana la policía se prepara para entrar. Quieren estar seguros de que la orden preventiva de clausura haya sido acatada. Varios son los que comentan que quieren cortar el agua. La luz es algo que ya no existe. Sólo en la noche, cuando cae el sol, los generadores empiezan a sonar y muchos son los que se acercan al pueblo a cargar el celular. Ya entonces sin agua, estos hombres, los testarudos de la vida, los que no quisieron morir en la guerra, perecer en el desierto, ni tampoco ahogarse en el mar, entienden que este no es un lugar.
Poco después del mediodía de un jueves las calles se empiezan a vaciar, los restaurantes que conformaban la resistencia cierran, en la puerta de atrás se oye movimiento, se esconden las reservas. Los antidisturbios que desde hace días ladran a residentes y voluntarios se reproducen por centenas, aunque sólo una veintena ingresa a La Jungla. Una camioneta policial y un grupo mixto de policías cubiertos de plástico y botellas de gas lacrimógeno avanzan por la calle principal.
De las esquinas comienzan a surgir periodistas, cámaras, integrantes de asociaciones que se acercan en muestra de solidaridad. Quienes antes se ocultaban, se juntan, filman, sacan fotos. El vigilado vigila; no tiene nada, pero sabe que perder no es definitivo, que levantarse es diario.
Finalmente, la inspección es blanda, la camioneta que se detiene ante cada comercio observa, anota y continúa. Luego de avanzar 1.000 metros, decide retirarse. Las manos comienzan a muñirse de banderas, dos afganos levantan a un tigre de peluche. “No fotos”, dicen algunos. Los otros, los que más se acercan, se miran en complicidad. Una mano ajada se posa sobre el brazo de una chica que trabaja como voluntaria en el campo; “we are together” le dice mientras lo aprieta firme.
Ibrahim se sienta a mirar la calle, las piedras, la nada. Mira para adentro. Tiene 27 años. Estudiaba odontología y tenía un grupo de música cuando escapó de Sudán. Es simpático pero hoy no quiere conversar. Sus vecinos saben que habla alemán, inglés, italiano y árabe sin dificultad. Está cansado, pero en la carpa pega el sol y ya no se puede estar. Desde el lunes ocupa la de alguien que ya no está. Sabe que queda algún sitio en las carpas comunitarias pero prefiere la intimidad; sólo así puede conciliar el sueño. Viene de París, antes estuvo en Alemania y antes de eso fue Italia el que lo vio llegar nadando al costado de una “patera” con otros cientos de personas más. Y antes del camino, hubo otro, uno en el desierto, uno que suponía llevarlo lejos de la represión.
Un poco más tarde, luego de que los primeros voluntarios reparten comida, lo veo bajando con su camiseta de fútbol americano y sus pantalones anchos. Va a la biblioteca donde dan clases de francés. Ayer confesó que no quería pasar la frontera a Inglaterra, tiene papeles italianos pero en Italia no consiguió trabajo y el amor lo terminó llevando a Alemania. Sus padres lo ayudan cada tanto, pero como muchos en el campo no quiere que su familia se entere en las condiciones en las que vive. Sus vidas en Facebook parecen normales para alguien de su edad.
En Alemania se separó y a poco de eso huyó tras recibir una golpiza de un grupo racista. A pesar de esto, dice que allí se vive mejor pero no quiere volver. En París conoció la calle, el frío, la soledad, la competencia para dormir en una estación de metro, enfrentarse a los borrachos, mudo, sin lengua en común. Incomunicado y soportando los constantes controles de los antidisturbios se dirigió al norte, donde sabía que estaban los suyos. Y así llegó a La Jungla. Tiene confianza de que esto es temporal. Quería comer comida sudanesa, hablar su dialecto, volver a su humor. Aunque incluso aquí cueste saber dónde se tiene que acomodar.
Luego de unos días de caminar las piedras y entre los pasajes de las carpas de las dunas, la simpatía se hace habitual. En cada esquina un salam aleikum se cruza con un good morning, un bonjour, una mano se estrecha, alguien se acerca y ofrece ayuda y rubios y morenos se sientan a tomar el té.
Esa mañana, la última de la semana, la mañana del veredicto, donde todos en el pueblo esperaban lo peor, algo cambió. Un juez de la fiscalía de Lille expidió una contraorden impidiendo que las fuerzas policiales ingresaran a derrumbar los comercios de La Jungla. Los que atemorizados cerraron, tenían derecho a abrir. Desde muy temprano se empezó a escuchar la música, los nailons que tapaban los carteles de “falafel”, “naan afgano” o “café de la paz” sacudían el polvo repletos de energía. Se sonríen en complicidad, con una caída de ojos, una mano en el pecho y al final un abrazo de gol. En la tarde en la canchita se jugó al fútbol y el torneo cerró con un concierto de hip hop. Desde los rincones menos esperados se sentía olor a condimento y el ritmo del palo de amasar. Entre charlas animadas un hombre muñido de brocha gorda revivía un cartel y otro lo invitaba a festejar.
Estos hombres, los testarudos de la vida, los que no quisieron morir en la guerra, perecer en el desierto, ni tampoco ahogarse en el mar, entienden que éste no es un lugar.
Valentina Viettro