¿Somos necios los trabajadores uruguayos organizados en nuestra central única? ¿Tenemos una obsesión militante por trancar y poner palos en la rueda al desarrollo y al empleo? ¿Somos tan embromados los del PIT-CNT que gozamos planteando opiniones y sosteniendo posturas para hundir a Uruguay? En un país democrático como el que tenemos, y que por tanto tiene como indispensable ingrediente el libre juego de la expresión de ideas, resulta algo más que llamativo que una vez sí y otra también se destine tanto tiempo a descalificar nuestra postura en cuanto a la firma de determinados tratados internacionales de libre comercio. Somos, a esta altura, insospechada musa inspiradora para quienes parecen disfrutar del adjetivo y la descalificación “fast”.

Se puede discrepar con nosotros, pero no decir que sustituimos opiniones por caprichos o ideas por berrinches.

Estos acuerdos significan que los países firmantes se sometan a reglas e instituciones. Pero también obligan muchas veces a los no firmantes a operar como los que están incluidos en un tratado. Esto fundamenta el argumento, repetido como verdad revelada, sobre el riesgo de marginación que corren los que deciden no estar en los tratados. Ni más ni menos, y el destaque es deliberado.

Tenemos claro que los años 90 fueron la década en que se reprodujeron exponencialmente los acuerdos comerciales regionales. Es así, pero también es bien diáfano que esto ocurrió en un contexto neoliberal determinante para las relaciones comerciales. Por eso no es casualidad ni mala intención, sino la obvia coherencia de una matriz ideológica, que se sustente que los tratados actualmente en negociación son continuidad de esa línea de comercio internacional.

Empero, tienen algunas características propias: involucran a economías muy grandes en población y flujo comercial. Van más allá de espacios bilaterales y tienen mayor complejidad en su desarrollo.

Y esto se da en el marco de una economía mundial que está en una fase de acumulación de riqueza infame, organizada en cadenas de valor. Es bien claro: estos acuerdos tienen la finalidad de favorecer a los países que dominan esas cadenas, o sea, a aquellos que tienen la mayor cantidad de eslabones principales de las cadenas.

Por tanto, entre las reglas aludidas están la garantía de libre comercio de bienes y capitales, la excesiva protección de los derechos de propiedad intelectual, la reducción de la discrecionalidad de los Estados en materia de políticas públicas y mecanismos de solución de controversias que protegen a los inversionistas. Está más que claro. Los defensores de estos tratados, ni tontos, ni improvisados, ni desideologizados, redactan y hacen lobby y marketing. Defienden, convencidos, una visión.

Nosotros, los que recorremos oficinas y fábricas, rutas y caminos, estamos convencidos de que estos tratados terminan confluyendo en una estrategia única que busca poner precio a todo lo de la vida en sociedad, fortalecer las corporaciones empresariales más poderosas y, a la vez, reducir el rol regulador de los Estados. Este tipo de tratados y el conocimiento cabal del papel de esas multinacionales lleva a pensar, una y otra vez, cuál es el peso real de las decisiones de los países, sus gobiernos, sus parlamentos y su Justicia. Quizá sea hora de que los periodistas, si no los bloquean, atiendan tanto el funcionamiento de las estructuras de las repúblicas como el de los directorios de algunas corporaciones que hacen y deshacen casi sin obstáculos en todo el planeta.

A la hora de evaluar el tratado de libre comercio (TLC) que se quiere firmar con Chile, si bien ahora se incluye un capítulo laboral, este no tiene carácter vinculante. Además, no se establecen ámbitos de negociación y discusión de cuestiones laborales, como los hay en la institucionalidad del Mercosur; menos aun se prevén ámbitos para solucionar controversias. Ni hablar de una unidad de participación social, como también la tiene el Mercosur, por escorado que esté.

Nos gusta ser terminantes en este tópico. Teniendo en cuenta las dimensiones de Uruguay, antes de suscribir un TLC como el que se pretende con Chile, primero debería haber un acuerdo nacional que definiera un proyecto de desarrollo para el país, en base a una redefinición de la integración regional que pusiera énfasis en actividades estratégicas regionales, con mayor complementariedad y generando cadenas regionales que agregaran valor y tecnología.

Hay que decir -nobleza obliga- que la semana pasada el Ministerio de Relaciones Exteriores nos informó de manera exhaustiva sobre el acuerdo que se pretende firmar con Chile. Y nos remarcó que ese acuerdo no era puente hacia nada, sino ni más ni menos que un tratado solamente con ese país.

Los trabajadores podemos dar fe de nuestras propuestas y acuerdos, con o sin acuerdo entre los gobiernos del bloque.

Para todo esto, es indispensable un papel protagónico del Estado en la identificación de actividades estratégicas, a fin de destinarles esfuerzos públicos y mecanismos de apoyo libres de la presión de intereses corporativos. Libres de la presión de intereses corporativos, insistimos.

El Estado debe asegurar también una justa distribución de los beneficios de esas actividades productivas que sean priorizadas de acuerdo con los objetivos de inserción internacional que el acuerdo nacional contenga. Lo del principio: tenemos postura, tenemos ideas, y estamos convencidos de que peleamos por lo mejor para los uruguayos. En esta línea seguiremos.

Fernando Gambera Secretario general de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay y secretario de Relaciones Internacionales del PIT-CNT