Sí, claro que han pasado y pasan cosas muchísimo más graves: en el mundo, sin duda, y también en nuestro país. Claro que el daño directo causado se puede considerar insignificante. Claro que, a los efectos de ocupar una banca en el Parlamento, de desempeñarse como ministro de Industria, de presidir el directorio de Ancap o de ser vicepresidente de la República, carece de importancia que alguien sea licenciado en genética humana o que sólo haya realizado “estudios extracurriculares” de esa disciplina. Pero la comparecencia de Raúl Sendic ante la jueza Ana de Salterain, en la tarde del lunes, no puede ser considerada un episodio menor.

El vicepresidente declaró formalmente lo que ya parecía obvio: no tiene, nunca tuvo y no podría tener un título cubano de licenciado. Dijo que completó en Cuba un curso sobre genética humana por el cual no se otorgaba título alguno, y la definición de ese curso como “una licenciatura” corre por su cuenta. Sin embargo, y durante muchos años, había aceptado que se lo llamara “licenciado” -incluso en documentos oficiales-, y más de una vez había descrito su formación en Cuba usando términos que no se ajustan a lo que ahora reconoció en el tribunal.

La evidencia de que le faltaron sinceridad y entereza (por lo menos, para reconocer antes la macana) tendrá, muy probablemente, consecuencias políticas negativas para Sendic, para su sector, para el Frente Amplio (FA) en su conjunto y también para la imagen genérica de los políticos en nuestro país. La fuerza política gobernante ha logrado ser vista por muchos uruguayos como una excepción de honestidad en el sistema partidario, de modo que la comprobación de que altos dirigentes frenteamplistas también pueden apartarse de la ética (algo que no debería, realmente, sorprender a nadie) contribuye muy especialmente a que crezca la percepción ciudadana de que los políticos “son todos iguales” en lo condenable.

Además, el FA no tiene derecho, ahora, a quejarse de que lo salpique el desprestigio, ya que no sólo hubo expresiones individuales como las de la senadora Lucía Topolansky, que aseguró haber visto el inexistente título cubano “en una cuestión biológica”, sino que en marzo de este año el Plenario Nacional frenteamplista, tras escuchar lo que Sendic pensó que correspondía decir acerca de sus estudios en Cuba, decidió expresarle “solidaridad y apoyo” ante lo que consideró un “injusto y agraviante acecho”, en el marco de una “campaña desplegada por la oposición y diferentes medios de comunicación, destinada a menoscabar la imagen y credibilidad” de integrantes del gobierno y a “debilitar la institucionalidad democrática del país”. Y no es muy convincente alegar que algunos quedaron libres de responsabilidad porque se abstuvieron de votar esa declaración.

El principal responsable es, por cierto, el propio Sendic, ya que con seguridad hubo quienes confiaron en sus confusas explicaciones y recién ahora ven que no debieron haberlo hecho. Pero este penoso episodio dista de afectarlo sólo a él. El lado positivo -más allá de que siempre resulta mejor, en cuestiones relacionadas con la política, saber la verdad que ignorarla- es que quizá nos enseñe a ser un poco más prudentes cuando nos parezca que hay que “cerrar filas”, o cerrar los ojos, para no hacerle el juego a la derecha. Lo mejor para la derecha, sin duda, es que la izquierda se haga daño sola.