“Me hiciste levantar temprano, ni tiempo de afeitarme tuve”, me dice Verónica y larga la carcajada. Su risa rebota en las paredes descascaradas de la sala de visita. Tiene el pelo negro, largo y lacio y unas caravanas de colores que levantan el gris de sus calzas y buzo.
Está privada de libertad hace cuatro años y le queda poco más de uno para salir. No aguanta más. Su historia es la de un largo encierro: en un cuerpo que no le pertenece desde chica, en el INAU de adolescente, en la cárcel ahora. Y también es la historia de la resistencia: de niña usaba la ropa de su abuela, años más tarde terminó el ciclo básico a los golpes, luego las coreografías de Beyoncé para sus compañeras del módulo 4.
Durante mucho tiempo vivió, sintió y se movió como le enseñaron. “No es lo mismo aprender de una chica trans que de una mujer”, sentencia y recuerda la vez que la echaron a ella y a su amiga de la sala de espera de un hospital por lucir shorts y tacos altos, porque los guardianes de la moralina barata no descansan y el “puto del pueblo” es un blanco fácil.
Casi de casualidad descubrió que la peluquería le apasionaba y tomó todos los cursos que pudo. Pero eso no le da la plata suficiente y nadie la contrata para otro trabajo. Como tantas otras trans, se vio empujada a la prostitución. La practica desde muy niña y, paradójicamente, fue lo que le permitió soñar con cirugías estéticas para moldear ese cuerpo que no siente suyo.
Sus días transcurren en la monotonía del encierro, que combate escuchando la radio y mirando la televisión, pero disfruta de su rutina: la limpieza y el orden mientras baila al ritmo de Lady Gaga. Todas las tardes toma mate con su novio, a quien conoció ahí adentro. Luego de muchas idas y vueltas entre convivencias turbulentas y cambios de módulo, lograron hacer funcionar ese cable a tierra. “Yo parezco tarada, pero no soy. Sé que se mandó sus cagadas, pero acá me aguanta la cabeza”, cuenta.
Hoy su vida depende de ese precario equilibrio emocional. Cuando salga, dice, va a comenzar de cero, con la nariz respingada y unas “tetas bien grandes”. Por ahora, sigue limpiando su celda hasta que empiece la novela.
El cuerpo como territorio de lucha. El cuerpo propio sentido como ajeno, el cuerpo ajeno interpelando sobre el propio. El cuerpo que se mutila, se transforma, se depila, se tiñe, se tatúa, se infla, se achata, se moldea, se faja, se aprieta, se penetra. El cuerpo que se vende, el cuerpo que duele, el cuerpo que cicatriza, el cuerpo que resiste.
Laura tiene 54 años y se maneja como quien sabe que está viviendo de prestado. Habla pausado y gesticula con unas manos curtidas que el esmalte rojísimo no logra disimular. La esperanza de vida para chicas como ella apenas roza los 40 años; algo que la convierte literalmente en una sobreviviente.
Al igual que tantas otras personas de su edad, no pudo escapar al horror de la dictadura. Debido a su identidad de género fue ilegalmente detenida en varias oportunidades en las que la torturaron e interrogaron a fuerza de picana y submarino. La calle nunca fue un lugar seguro para ella. No lo era entonces, no lo es ahora, donde se ve a diario expuesta a los gritos e incluso cada tanto a alguna pedrada de los cobardes de siempre, esos anónimos que juegan a ser hijos sanos del patriarcado y la heteronorma.
A los ocho años fue víctima de una violación que le robó la inocencia para siempre. A los 12 abandonó el hogar de sus padres y nunca más volvió a saber de su familia biológica. Naufragó en los mares de la prostitución y los trabajos precarios, uno tras otro, día tras día, año tras año. Esquivó las enfermedades de transmisión sexual y las relaciones de pareja violentas no sin dolor. Subir la voz por derechos mínimos, como negarse a tener relaciones sexuales sin preservativo o reclamar por condiciones de trabajo no esclavizantes, le valieron duros golpes que cicatrizaron en la piel y en su mirada. Sus ojos vidriosos dejan ver la tristeza de alguien que ha recorrido un duro camino para llegar a donde llegó.
Hace unos años quiso adoptar a un niño con VIH pero, una vez más, su deseo se vio interrumpido: “Mi pareja no quería y yo tenía muchas ganas, entonces me separé, pero después me dijeron que nadie me iba a dar un niño a mí y dejé de intentarlo”.
Laura cuenta todo con una naturalidad inquietante, como si ese historial de violencias infinitas fuera parte lógica del derrotero de cualquier vida. Resiste valientemente los embates de un mundo que le dice cómo tiene que ser, a quién tiene que amar, cómo tiene que vivir. Ella sabe perfectamente quién es, y que no nació en un cuerpo equivocado: “Puto o trava, aunque ahora se diga trans, yo soy trava”. No le interesa realizar el cambio de nombre y sexo registral ni someterse a ninguna operación. Lleva con orgullo el pelo rubio hasta los hombros, la sombra celeste, la genitalidad masculina, la polera de algodón violeta.
La maternidad como mandato, la maternidad como deseo, la maternidad como designio inevitable. La maternidad contradictoria, los roles esperados, los hijos no deseados. La maternidad biológica, la maternidad amorosa. La paternidad inexistente.
En los 90, nadie hubiera imaginado que Pablo iba a convertirse en Bárbara. Por ese entonces era marino y pudo desarrollar una carrera que la hizo llegar a ser capitán de ultramar. Quince años viajó encerrada en un mundo de varones. Quince años habitando un cuerpo biológicamente masculino y comportándose como la sociedad esperaba. No lo vive como traumático ni le busca explicaciones. A veces las cosas son así sin más. Fue “un trabajo como cualquier otro”, que cumplió silenciosa y que le permitió conocer gran parte del mundo y ahorrar el dinero suficiente para estudiar enfermería, su real vocación.
Bárbara se sintió mujer más tarde en la vida de lo que por lo general le sucede a otras chicas trans. Como para todas, el principio fue duro: en un mundo donde no hay espacio para las identidades sexuales que no se adecuan al binarismo biológico macho/hembra, casi nadie puede escaparle al trabajo sexual. Pero ella era grande y, si bien el tránsito entre géneros fue profundamente difícil, la encontró en una mejor posición para elegir. No quería estar con cualquier hombre en alguna habitación de mala muerte.
Se alquiló un departamento donde atendía a dos o tres clientes fijos. Les cobraba “por adelantado, obvio”, una cantidad importante de dinero que podía duplicarse “si pedían cosas que normalmente no hago”.
Fue en el submundo de la prostitución VIP donde conoció a Isabel, una hermosa mujer italiana con quien compartían la ocupación al igual que la profunda sensación de soledad. Fueron primero amigas, luego se dieron cuenta de que estaban enamoradas y a los pocos meses estaban viviendo juntas. Bárbara finalmente consiguió trabajo de enfermera y la vida siguió su curso entre las plantas y los perros en su casita de Bella Italia. Un día, el amor entre ellas -intenso, disidente, rebelde- dio sus frutos: Isabel quedó embarazada y nueve meses más tarde tuvieron a una niña.
Hoy Micaela tiene tres años y hace uno que la mujer que la llevó en el vientre no deja que la vea su otra progenitora. Como en una película de horror, de un día para el otro, Bárbara se quedó sin la niña y sin su compañera que quería “un padre de verdad” para su hija. Tal fue el dolor y la confusión que intentó volver a ser Pablo, pero ya no lo sentía, y en un intento contra sí misma, terminó atontada por la medicación psiquiátrica y su promesa “normalizadora”.
Mientras me cuenta de su lucha cotidiana en juzgados y defensorías me pregunta si tengo hijos. Le respondo que no, pero intuyo por dónde viene su duda y decido contarle una de las tantas historias de la disfuncionalidad de mi familia; tal vez la ayude a no sentirse tan sola. Su angustia es existencial, profunda, primitiva, es capaz de todo para poder ver a su hija y, sobre todas las cosas, poder verla feliz. Es capaz de olvidarse de sí misma envuelta en mandatos que otros dictan para ella.
La charla continúa amablemente, me cuenta que ahora vive con su madre y todos los viernes van al cine. Cuando nos despedimos, luego de atravesar la puerta, se da vuelta y me dice: “Pero vos, a pesar de todo, amás a tu papá, ¿no?”.
La vida en los márgenes de la ciudad, de la ley, de la identidad. La vida alejada de toda institucionalidad. La vida sin gas, luz ni agua. La vida sin salud ni educación. La vida sin ocio ni esparcimiento. La vida a las sombras de un Estado ausente, sólo presente en la represión. La vida perseguida, la vida ninguneada, la vida estigmatizada.
Intento acercarme a Mónica. Me mira con desconfianza y sin vueltas me dice: “Si venís a decir la palabra del Señor, arrancá por allá”. Hace años que trabaja en la calle esquivando, entre tantos otros atropellos, los intentos evangelizadores de los jóvenes católicos referentes de la Inquisición modelo siglo XXI.
Es alta y flaca, con unas piernas eternas que, dice, heredó de su madre. Cuando habla, desborda energía y un perfume dulce. “Es importado, ¿eh? Me lo trae una prima de Rivera”, dice con jactancia. Desde muy chica descubrió que le gustaban los nenes cuando se empezó a fijar en el hermano de su amiga de clase. Con el niño intercambiaban besos y caricias en la oscuridad de un rincón de la escuela. Cuando la maestra se enteró, llamó a su madre para decirle que tenía un hijo enfermo. La madre, contundente, respondió: “La enferma sos vos, mi hija va a ser lo que quiera ser”.
Desde entonces, esa fuerza la sostiene y la hace desafiar los avatares propios de quien no se adapta a los cánones sociales de la “normalidad” sexual. No se detiene ante las agresiones de algunos clientes ni las amenazas de otras chicas que se disputan la esquina para trabajar, tampoco ante las quejas de su novio que no quiere que se dedique al comercio sexual. “Él me conoció así, y si no le gusta, que se busque a otra, yo necesito tener mi platita”, afirma con convicción.
Pasa un auto, toca la bocina, le gritan obscenidades. No puedo saber si es porque ha naturalizado ese tipo de episodios violentos o sólo para no darles la atención que no merecen, pero ella ni se inmuta. Sigue tomando grapa de una botella de Sprite mientras se acomoda el pelo, dejando un moño bien tirante. Al irme le deseo torpemente suerte en esa fría noche. Me responde desafiante: “Suerte no, mi amor, se dice mierda”.
Belén Masi