“Con su chucu, chucu, chucu / que resuena en la pradera / va trepando la ladera nuestro tren / uh, uh, uh...”, le cantaba él cuando ella pasaba por la vereda de enfrente al cuartel Venancio Flores, en Trinidad. Los dos eran adolescentes, y ella se sonrojaba cada vez que lo veía de uniforme. Después del coqueteo, él la invitó a salir y ella dijo que sí. 40 años después, ese primer amor la mató. Susana Islas tenía 54 años, dos hijos y dos nietas. Y una ex pareja de 57, Silvio Zarza, padre de sus hijos, que mucho antes de haberle quitado la vida le había quitado hasta el apellido. La había vuelto a bautizar: primero fue Susana Zarza, después “la bruja”, después “la gorda”. Después la mujer a la que decidió matar.

El origen de la tristeza es muy anterior al desenlace fatal. Rosana Fernández tiene 47 años, y hace 19 que era amiga de Susana. Dice que “Su” era de carcajada fácil, que tenía el habla aligerada y tragaba el aire rápido cuando iba a contar algún chisme, alguna cosa misteriosa, y hacía un montón de ademanes con todo el cuerpo para acompañar el relato. Pero que estaba carcomida por la tristeza. No la exponía fácil, pero Rosana sabía que siempre estaba ahí, latente en los ojos chicos, negros, achinados, que miraban profundo. Una parte de Susana había muerto 20 años atrás, en un incendio. Ella, Silvio, Sheila, de siete años, Nicolás, de cinco, y Waldemar, de diez, vivían en una casa muy precaria cerca del Cementerio del Norte que no tenía paredes, sino que los cuartos estaban divididos por nailons que colgaban de alambres altos. El 18 de abril de 1991 un cortocircuito prendió fuego la casa. Silvio era policía y no estaba; ella se despertó tosiendo y le gritó a Waldito para que se despertara. El niño la ayudó a salir del fuego y volvió a entrar, en busca de sus hermanos. Salió prendido fuego, sin nariz, boca, orejas ni ojos. Se derritió. Cayó en los brazos de un vecino que había mojado una frazada y salido en su ayuda. Susana lo vio. Despertó varios días después en el Centro Nacional del Quemado; ya habían enterrado a los más chicos. Waldito aguantó una semana y falleció.

Susana se mudó con Silvio a las viviendas del Cerrito de la Victoria, esas que quedan en Bruno Méndez y Joaquín Artigas. No fue fácil. Él “la movía”, la plata era escasa. Ella se intentó matar; Silvio la intentó matar: se tiró o la tiró por la ventana del segundo piso de su nueva casa. Susana usó un yeso en todo el torso por varios meses. Fueron a un psicólogo proporcionado por el Hospital Policial. Él les recomendó que rehicieran su vida: que tuvieran más hijos. Al tiempo nació un varón, y pocos años después, otro. En ese entonces Susana empezó a trabajar como limpiadora en el colegio del barrio, de las Hermanas Dominicanas. Silvio también; era el jardinero.

Los nenes empezaron ahí la escuela, y el más grande la sufrió: vivía en penitencia porque les pegaba a los compañeros. Un día contó que su papá le pegaba con una fusta, y las monjas, las maestras y los funcionarios hicieron oídos sordos: “Mirá al niño cómo fantasea, pobrecito”, recuerda Rosana. “Un día fui a la casa a tomar mate y me di cuenta de que entre todas las máscaras que tenía en la pared, tenía colgada una fusta. No me había dado cuenta antes”. En el brazo del soporte de la tele tenía colgadas unas esposas.

Sólo algunas hermanas conocían el calvario en el que vivían. Desde afuera no se veía. “Eran un matrimonio ejemplar”, asegura Liliana, vecina y amiga de Susana desde hace más de 14 años.

Susana era fanática de la Sonora Borinquen, le encantaban el color verde manzana, el mate amargo que endulzaba exclusivamente para tomar con Rosana, la cerveza, las telenovelas y el informativo del Canal 4. Le encantaba bailar, y bailaba tan bien que “la gente se paraba a mirarla”.

Darío Caravallo la conoció hace 14 años, cuando Silvio empezó a trabajar como chofer en su taxi y se pasaba las mañanas en el taller en el que les hace el mantenimiento. Compartieron comidas y cumpleaños, y aunque sabía que Silvio era una “mala persona”, nunca pensó que fuera capaz de matar. En Facebook Silvio publicó, una semana antes del fatal 15 de diciembre, que “estaba decidido”; pidió “perdón” a los que lo conocían y cambió su foto de perfil: puso un listón negro.

Silvio la acechaba, la perseguía. Susana tenía miedo. Después de 40 años juntos, se había animado a denunciarlo y les pidió a los vecinos y a varias amigas, cada vez que salía de su casa, que le echaran el ojo mientras iba a la parada del ómnibus o al almacén. Ese jueves, Susana salió de su casa rumbo a la parada. Iba a la zapatería a cambiarle los championes recién comprados a una de sus nietas, pero nunca llegó.

Darío había regresado a su casa cerca de las 9.00 porque se había olvidado de su celular. Él vive en el apartamento de abajo del de Susana. Al salir vio, por Juan Artigas, el taxi. En eso, un amigo herrero se acercó para comentarle que “el gordo” andaba en la vuelta. Bastó con que le dijera eso para que saliera corriendo. “Gordo hijo de puta. La mataste”. Darío se encontró con un cuerpo inerte desparramado en el suelo. Susana tenía la cabeza levemente levantada, apoyada en una columna, las piernas estiradas y los ojos abiertos. Tenía cinco puñaladas en el tórax, un corte en el mentón, y el cuello abierto en dos. Rojo y blanco, los colores del degüello. Darío vio a Silvio sentado en sus caderas, y un cuchillo, ese con el que los sábados cortaba su pedazo de asado, que entraba y salía de la barriga del asesino cada vez que llenaba de aire los pulmones. No se podía levantar. Darío no lo pudo levantar. “Gordo hijo de puta. Mataste a Susana”. Quedó abrumado; como pudo, atinó a llamar al 911 y a los muchachos del taller. Así se fue corriendo la bola, hasta llegar al comunicado de la Seccional 12: “Susana del Rocío Islas, 54 años. Fallecimiento paro respiratorio de arma blanca”.

Ayer, apenas pasadas las 19.00, el Santuario Nacional del Cerrito de la Victoria cerró sus puertas. La misa había terminado y el cura, Juan Silveira, se quedó adentro. Le habían pedido que dijera unas palabras; ella era creyente y había trabajado por más de 20 años en el colegio, ese que queda ahí, esquina cruzada con la iglesia. Las monjas tampoco participaron en la convocatoria hecha por amigos, familiares, vecinos y por la Coordinadora de Feminismos del Uruguay para recordarla y repudiar la violencia machista. Cuando todo terminó, una de ellas salió al cruce de Rosana, la abrazó y le dijo que contaran con ella para lo que quisieran.

Silvio Zarza fue procesado con prisión por homicidio agravado y está preso en el ex Comcar. Margot Islas, la sobrina de Susana, pide justicia.

“Yo le iba a decir al gordo que se deje de joder, que la dejara tranquila, pobre mujer”, dice Darío y sacude la cabeza con desazón.

Al lado del cuerpo, la cartera marrón, los championcitos de la nieta.

Susana quería la vida.

Decirlo en voz alta

Los amigos, familiares y vecinos de Susana Islas, y los representantes de la Coordinadora de Feminismos y del Taller por la Liberación de la Mujer Célica Gómez, se reunieron ayer ante el santuario del Cerrito de la Victoria y leyeron, en voz alta y todos juntos, una proclama en memoria de Susana y en repudio de la violencia machista: “Estamos juntas, otra vez salimos a la calle porque asesinaron a otra mujer. Porque hay una menos de nosotras. Porque estas muertes no son accidentales, no son incidentes aislados, ni un caso policial, ni una nota periodística. Estas muertes de mujeres son el producto de una violencia estructural, patriarcal y capitalista, que todos los días nos violenta de múltiples maneras y que en todos lados, todos los días, nos mata. Sabemos cuál es el hilo que une todas estas violencias, por eso nos organizamos para denunciar, visibilizar, autocuidarnos. No nos dejamos solas. Porque ninguna nos es indiferente y todas nos tocan. Porque por cada una que falte estaremos en la calle, en las plazas, gritando que no soportamos más esta violencia machista. ¡Tocan a una, tocan a todas! ¡Nos queremos libres, nos queremos vivas!”.