Para quien la vida humana es una experiencia que debe ser llevada lo más lejos posible. G Bataille

Como cuando un bebé no debe meter los dedos en el enchufe, así de electrocutado andaba yo ante la idea de su boca. Él nada. Él sólo me quería con ese fraternal afecto de los heteros: alegre, entrañable, pero nunca interesado por mi cuerpo. Además, no se podía bajo ningún concepto. Todo decía no: había códigos de lealtad amistosa con terceras en juego, asuntos familiares en el medio y otras cuantas razones que convertían la posibilidad en algo impensable. Bueno, impensable no, yo lo imaginaba todo el tiempo, pero sí delicado, riesgoso. Quiero decir: hubiera sido una vergüenza imperdonable. Cierto tipo de personas descartan de entrada algo así, o a lo sumo confinan esa posibilidad al terreno de la fantasía privada.

Yo no.

Una noche en la que su novia estaba de viaje vagábamos los dos solitarios por la calle. Era muy tarde un día de semana. Yo crucé de vereda a comprar tabaco y cuando volvía noté que, desde el árbol donde estaba meando, me miraba. Con la misma fuerza con la que jugaba al fútbol o se reía a carcajadas me estaba mirando fijo, y su manera de mirarme no admitía ambigüedades.

Sentí entonces que se encendía desatadamente (en mi cabeza, en todo el mundo) la canción “Eu te devoro”, de Djavan.

Así sucedió el milagro: él caliente por la abstinencia de mujer, yo no pudiendo dar crédito a la realidad de esa utopía que había masticado en secreto durante meses.

Luego volvería su novia y él enterraría lo nuestro para siempre. Nunca más le afloró aquella mirada redentora, pero yo gané para mí la experiencia de complicidad más íntima de mi vida.

Así probé la otra cara del amor. Y fue como una dosis venenosa: letal, pero al revés. Me fui volviendo adicto a esa adrenalina. Necesitaba agenciarme locuras en contextos en los que aquello hubiera sido imposible y condenable. Esa era la aventura.

Porque una existencia sin secretos no tiene alma y porque las acciones ocultas (según sentencia Lautreamont) son las más estimables.

Vengan conmigo y yo los haré pescadores de hombres. Jesucristo

Tuve que crecer en el Opus Dei y amordazar mis ganas porque un dios patológico me exigía apaciguar mi exuberancia. Pero ese rancio camino nunca apagó en mí el ansia de infinito que el amor y el sexo abrían y ponían en juego. Porque es el hambre espiritual lo que enciende mi apetito. Son las ganas de dios las que me llevan a las glorias de la carne.

De alguna manera (así lo explicaría un psicólogo), cambié al dios de los altares por el dios del instinto, como quisiera el mismísimo Aleister Crowley.

No estoy hablando de lo gay. No soy ese ambiente. Vengo del mundo hetero y me siento muy cómodo en él. Estoy hablando más bien de esa frontera (híbrida y gozona) en la que un hombre cede y se pone en juego con otro hombre.

Mis mejores recuerdos sexuales van siempre por ahí: el baño de un tren a Tucumán con el novio de una inglesa; dos turcos borrachos en el kiosco cerrado de la terminal de Cusco; aquel cura lindo que luchaba contra sus más “luminosas” inclinaciones (y que sucumbió, y que en la religiosa culpa de su hundimiento conoció por fin, en la sacristía, el sabor de la palabra gloria); los surfistas deliciosos de Floripa, que con la soltura elástica de su andar encendían en mí las más vibrantes pasiones bioenergéticas, y así. El amor derramaba sus destellos vivificadores en cada esquina de la ciudad, en cada plaza, en cada recoveco oscuro de la vía pública, y yo me lanzaba a la calle -cual Genet- a buscar almas perdidas o aburridas que necesitaran con urgencia esa descarga que persigo.

Porque lo que me hace feliz -en el sentido vibrante de la palabra- está muy lejos del equilibrio y de esa paz edulcorada que todos los gurúes de la autoayuda pregonan como azúcar fácil en cada libro-golosina. Porque el entusiasmo amoroso es efervescente y la lucha encendida de dos fuerzas entrelazadas que bailan hasta el hartazgo del sudor y del grito no se conforman con una tibia resignación sin hambre. Porque sólo quien desnuda su avidez vence cualquier máscara. Porque es en la soledad que puedo inventar experiencias inéditas y propias. Porque los corrosivos mandatos me harían perder a mi animal. Y porque no quiero gastar mi vitalidad criando niños.

Martín Cerisola.