Ayer temprano, de mañana, bajé a la playa de El Pinar. Estaba verdaderamente sucia. No por los restos que hubieran quedado de los bañistas del día anterior. O al menos, no sólo por eso. Se notaba que la marea había traído cientos de restos plásticos: botellas, envases de variado tipo, bolsas, pedazos de poliuretano, hasta un cepillo de inodoros apareció en la arena. Evidentemente, el mar nos había devuelto muchas de las cosas que alguna vez nos pertenecieron, aunque esto hubiera sido por un plazo tan breve como lo que nos lleva tomar un refresco o comer un paquete de galletitas.
Recordé entonces un documento publicado a comienzos del año pasado por el Foro Económico Mundial (el famoso Foro de Davos) sobre la industria plástica. Allí se informaba que en la actualidad se vierten al océano ocho millones de toneladas de plástico al año y que aproximadamente unos 150 millones de toneladas andan boyando por los océanos del mundo. Pero lo que me resultó más asombroso fueron sus proyecciones. Según el reporte -que, por las dudas aclaro, no proviene de ninguna ONG ambientalista, sino de la propia industria-, para 2030, por cada tres toneladas de peces habrá una tonelada de plástico en los mares. Y para 2050 habrá tantos kilos de basura plástica como de peces en los océanos. El informe estimaba una población constante de fauna marina; es decir, supone que esta no declinará, como asegura la mayoría de los especialistas (entre otras cosas, por la propia contaminación causada por los plásticos). Por lo tanto, es probable que el equilibrio basura-fauna se alcance bastante antes de 2050. El pronóstico es realmente alarmante y parece extraído de una secuela apocalíptica. Pero no.
Al poco rato aparecieron los limpiadores de la playa. Eran cerca de las 8.00. Me alegré, porque su trabajo era verdaderamente bueno: nunca pensé que pudieran retirar de la arena, en tan poco rato, tanta basura acumulada. Eran cuatro y venían desde el lado de Solymar, en línea, pinchando y guardando en sendas bolsas los residuos. Pasaron frente a mí y siguieron, dejando a su paso una playa mucho más acogedora. Agradecí en mi interior a la Comuna Canaria por el servicio, bien hecho y en horas tempranas, como para que los veraneantes pudieran disfrutar de una arena bastante más limpia, al menos para lo que había sido hasta poco rato antes.
Pero entonces mis pensamientos derivaron a otros andariveles. Tenía ante mí a cuatro trabajadores que estaban obteniendo un salario por una tarea que -si bien seguramente sea dura- resultaba muy útil para nosotros, los usuarios de la playa. Tal vez hasta tuviera impactos positivos en la expansión de la industria turística nacional. Estos trabajadores seguramente se multipliquen por decenas si esta labor se desarrolla en todas las playas de Uruguay. Y su loable servicio de recoger la basura de la arena sin dudas contribuye al crecimiento económico, en tanto sus salarios y los demás gastos en los que las intendencias incurren para completar esta faena pasan a engrosar los números del Producto Interno Bruto (PIB). Entonces me di cuenta de que, en el fondo, a la economía nacional le es muy útil que el mar esté plagado de basura, porque la limpieza de la playa genera empleo y contribuye al desarrollo del país.
Que no se malinterprete. No se me ocurrió ni por un momento que el gobierno o algún poder oculto entre nosotros esté provocando que haya basura para generar crecimiento económico. Lo que pensé fue que la contabilidad económica suma lo que en verdad debería ser restado. Los ejemplos que se me vinieron a la mente fueron múltiples: las obras de OSE para descontaminar el agua -y el nuevo valor de sus tarifas-, los gastos ocasionados por los accidentes de tránsito, las obras de reconstrucción luego de los desastres del clima, y un largo etcétera. Cada una de estas calamidades, que significan pérdidas materiales y humanas, genera a su vez una actividad productiva relevante en talleres mecánicos, hospitales, obras de ingeniería, construcción y muchos otros.
Abundando un poco más en los ejemplos, recordé la pérdida de suelos por la erosión o la disminución en la disposición de agua que provocan ciertos cultivos. El crecimiento económico, pensé, valora la producción y el monto de las exportaciones, pero en ningún lugar se descuentan los perjuicios.
En la contabilidad nacional, las vidas perdidas, las casas derrumbadas, el agua contaminada o la erosión de los suelos no se descuentan. Pero sí se suman todas las actividades que se requieren para su reparación, remediación o recuperación. Incluso los seguros de vida pagados por las ocasionales muertes son sumados. Consecuentemente, el crecimiento económico no sólo está influenciado por la creación de riqueza o el aumento del valor agregado, sino también por las pérdidas que no se restan.
El PIB como indicador de desarrollo ha sido criticado desde hace varias décadas en los ámbitos académicos. Incluso hay metodologías mejoradas para evitar estas fallas conceptuales, como el Índice de Bienestar Económico y Social, el Índice de Progreso Genuino, las Cuentas Nacionales Patrimoniales, entre muchas otras. Sin embargo, nosotros seguimos midiendo el progreso y el desarrollo del país en función del PIB, y todos los esfuerzos, tanto del gobierno como de la oposición, están centrados en el crecimiento económico a secas.
Mientras veía cada vez más lejos a los limpiadores pinchando plásticos camino al arroyo Pando, sentía que cuando celebramos el crecimiento económico estamos también -tal vez sin darnos cuenta- celebrando la basura en la playa, los accidentes de tránsito y la contaminación del agua. Al menos hasta que nos presenten algún indicador mejorado de la economía que sume las ganancias genuinas y descuente los efectos adversos.