A pesar de que el amor ha tenido a lo largo de la historia connotaciones mayormente teñidas de optimismo (ingenuas o no), conforme uno incurre en experiencias amorosas va descubriendo que ese sentimiento es fuente de dicha exorbitante tanto como de sufrimiento puro. Si confiamos en el aforismo borgeano que asegura que morir es haber nacido, condenarse al desamor es haberse enamorado.

En los primeros días del año, cuando comenzaba a escribir las primeras líneas de esta nota acerca de las relaciones amorosas contemporáneas, falleció el filósofo Zygmunt Bauman. En consecuencia, Amor líquido (uno de los primeros libros de su fórmula acuosa) se me hacía ineludible. La síntesis del libro no plantea nada muy complejo. El autor polaco lamenta -con ese aire de nostalgia que atraviesa buena parte de su obra- la fragilidad de los vínculos amorosos; electrodomésticos y relaciones duraderas corresponden a una época que ya no es, a la etapa sólida de la modernidad.

Pero la historia filosófica sobre la experiencia amorosa es mucho más profusa y, casi como reflejo automático, hay que remontarse a la Antigua Grecia. Según coinciden los cánones en la materia, a partir de Diálogos y, en especial en “El banquete” y “Fedro”, Platón representa el momento en que el discurso amoroso pasa del relato mítico hacia un abordaje filosófico, bajo una concepción explícita en la que la pureza residía en el amor homosexual.

Entonces, ¿hablamos de lo mismo cuando hablamos de amor? ¿Cómo hablar sobre el amor? ¿Dónde reside tal dificultad?

Quien intente pensar estos temas debe saber que existen obstáculos que no podrá superar, porque en el amor es donde se pone a prueba el lenguaje y es donde se manifiesta de manera más radical su ilusión de transparencia total. “¿Cómo -amor incorruptible- definirte con acierto?”, se preguntaba Baudelaire. El lenguaje, a pesar de su afán comunicativo constante, no puede llegar a las profundidades de la expresión sin pérdidas ni malentendidos; como si las palabras que quisieran nombrarlo se quedaran escondidas en los pliegues del lenguaje. Lo sabe cualquiera que debió responder a la huidiza e inquietante pregunta: ¿cuánto me querés?

No se puede asir un sentido ni reproducirlo en palabras y quizás esa sea la razón de tanta literatura.

Por supuesto, hay quienes saben captar mejor lo indecible, como Kristeva en su Elogio del amor: “Yo creo sus palabras de amor. Si el silencio no es siempre mi respuesta, saben que me siento tan afectada como alejada de la ambigüedad que me ofrecen. Que la encuentro tan verdadera como absurda. Te amo, yo tampoco”.

Amor, aplicaciones y razón instrumental

En rigor, lo sustancial del pensamiento líquido de Bauman ya había sido enunciado por teóricos como Max Horkheimer (y de manera más interesante). En su libro Crítica de la razón instrumental, Horkheimer da cuenta de un tipo de racionalidad, heredera del iluminismo pero degenerada, funcional a la reproducción del capitalismo, a la que llama instrumental. Racionalidad que termina por someter todo a simples medios orientados a un fin, y cosificar las relaciones humanas.

Si el fin de la política supone la reducción de esta a la gestión o administración de lo público, análogamente el fin del amor supondría una gestión racional de los afectos, en una balanza en la que se sopesan grados adecuados de independencia y compromiso. Acabar con el amor sería convertirlo en instrumento; es decir, allí donde hay cálculo, no habría amor.

Alguna vez escuché a Dolina explicar por qué la lógica amorosa no es equiparable a la lógica económica. En el amor no puede (o no debe) haber cálculo de costo/beneficio, y si alguien comete el error de hacerlo, se dará cuenta de que enamorarse no conviene económicamente. Supongamos que usted vive en el Buceo -ejemplificaba Dolina con referencias porteñas- y trabaja en el Centro. Su vida cotidiana está solucionada en una bastante cómoda rutina diaria, pero resulta que usted se enamora de alguien que vive en el Cerrito. Y quiere ir igual a visitarlo, combinación de ómnibus mediante, aunque sepa de todos los inconvenientes y contratiempos que eso conlleva para sus actividades productivas.

Paradójicamente, herramientas como Tinder o Grindr (aplicaciones para celular orientadas al levante) parecen cristalizar justo lo contrario. De hecho, aprovechan los sistemas de geolocalización para ofrecer precisas distancias como un elemento informativo más para tomar una mejor decisión: dar like o no.

Pero no pretendo escribir nada parecido a un panfleto con tono moralizante que trafica pacatería conservadora. Además, en algún momento habría que reivindicar la figura del seductor, en tanto reverso gozoso y egoísta del cristianismo, el “consumidor-consumador” (así define Kristeva al arquetípico don Juan) que demuestra el poder de triunfar jugando.

Pero, al mismo tiempo, no puedo evitar preguntarme si tanto esfuerzo tecnológico potencia el encuentro y la aventura o, por el contrario, refuerza una seguridad anodina y vacía.

El supuesto que subyace es que cuanto más parecidos mayor será la seguridad; se notifican los gustos en común, para que eventualmente no te quedes sin tema de conversación; una galería de fotos conectada a Facebook o Instagram, para corroborar la veracidad de un rostro bello y evitar la frustración cara a cara. Un amor a la carta, a partir de complejas combinaciones de metadatos, que nos recluye en burbujas endogámicas, siempre por nuestro bien.

Como si ya no tuviéramos suficiente con humillarnos ante un eventual (y generalmente fallido) empleador, reproducimos la lógica perversa del curículum vitae en el levante tecnomediatizado.

Expresión sintética -y aparentemente trivial- de la competencia como motor de crecimiento de la economía capitalista.

Reducidos a una mueca, a una pose, a una selfie, jugando a ser agentes de marketing promocionando nuestra propia farsa. Individualizar las prácticas y, al mismo tiempo, invisibilizar la alteridad parece ser el destino de una sociedad de masas globalizada. Del individualismo a la soledad, un paso.

¿La Suecia de América?

En Suecia una de cada cuatro personas muere en completa soledad. Tan solo que se repiten casos en los que el cadáver es encontrado gracias al olor putrefacto de la descomposición. Nuestro paraíso imaginario también lidera los índices de suicidio de su región (otra homologación, digamos).

No faltarán deterministas geográficos que expliquen las particularidades sociales de Suecia en virtud exclusiva de su clima, de inviernos y noches interminables. También podemos jugar irónicamente a que nuestra penillanura suavemente ondulada nos condiciona a esta sociedad de medianías y pasiones moderadas.

Evidentemente, ciertas instituciones de antaño ya no nos representan. El matrimonio, en tanto dispositivo institucional que durante siglos pretendió estabilizar y fijar la riqueza y multiplicidad del amor, es una de ellas. La inevitable deconstrucción de todo ese contrato permitió pensar lo que implicaba: reproducción, monogamia, heterosexualidad.

“Hasta que la muerte nos separe” parece ser un lema arcaico que ya no atrae a casi nadie, máxime teniendo en cuenta que la vida ha extendido su duración hasta extremos a veces indeseables.

El mercado inmobiliario, siempre atento a detectar tendencias y usarlas a su favor, comprendió muy bien ciertas transformaciones de la sociedad y comenzó a construir apartamentos acorde: el monoambiente como epítome de la lógica vincular contemporánea.

La ficción que nos hemos construido, devota de la independencia y la libertad, constante reactualización del amor libre hippie, no parece habernos ofrecido mayores satisfacciones amorosas, y todo aquel fuego de la liberación sexual parece haberse apagado y reducido a grises cenizas.

Esta proclamada libertad se va reduciendo a una noción vaga de diversidad más bien declarativa, preocupada por marcar identidades y fijarlas como anclas. Generadora de relaciones especulares (el otro como reverso y anverso de uno mismo), en las que la recompensa es obtener garantías de previsibilidad y protección (cómo negar que ciertas formas de vivir la sexualidad todavía lo necesitan) pero que termina por condenarnos a la autorreproducción de lo mismo. Estamos llenos de endogamias microsociales, nos imponemos un techo y es hora de asumir que quizás el amor líquido también nos ha liquidado.

Tal como advertía Foucault, los procesos de liberación no se traducen necesariamente en posteriores prácticas concretas de libertad. Conviene sincerar entonces ciertos malestares latentes que parecen ocultarse. La verdad de los cuerpos (la barrera del sujeto) que cada vez más inseguros, a pesar de una superficie aparentemente alegre, terminan paralizados entre la melancolía y el nihilismo, atrapados en un devenir adolescente en constante movimiento pero, al mismo tiempo, cada vez más homogéneo y vacuo (¿ahistórico?). Tal vez, como escribió Idea, no sea pensar “la fórmula, el secreto, sino amarse y amar, perdida, ingenuamente”.

A pesar de casi década y media de crecimiento económico, acceso al consumo y fibra óptica a buen precio, no parece haber un clima de satisfacción ni nada que se le parezca. Claro, el problema macro reside en otro nivel y lejos estoy de suscribir a cualquier infantilismo apolítico: el amor no nos salvará, pero al menos la pasaremos mejor mientras construimos la alternativa.

En una comunidad de seres singulares y únicos es más difícil contrarrestar los procesos de desintegración de la trama social, en tanto se reproducen los vínculos paranoicos con la alteridad siempre amenazante. Esta fragmentación típicamente posmoderna deteriora las posibilidades de mantener un “nosotros” imaginario (y más lejos aun un vínculo solidario en términos de clase) salvo bríos renovados de nacionalismo futbolero.

La respuesta exige creatividad, más allá de artificios jurídicos, porque el escape puede ser individual pero la salida siempre es colectiva. Algo de romanticismo seguramente nos queda. Amor acontece sin más en lo inesperado, al asumir el riesgo de arrojarse a lo impredecible. Sí, para el amor romántico hace falta, por así decirlo, cierto crédito poético (¡vamos, que la trascendencia no sólo es creer en dioses!).

En fin, aventurarnos sin complejos a la incertidumbre y profundizar en terrenos desconocidos para volver a transitar aquello que alguna vez llamamos utopía, porque, como escribió Rimbaud, “el amor está por reinventar, ya se sabe”.

Matías Carbajal.