¿La población con la que trabajás es la más desfavorecida?

-Sí. Porque el sistema penal es estructuralmente selectivo. Como no tiene capacidad para meternos a todos adentro de la cárcel, selecciona a pobres y a jóvenes, y eso ha sido históricamente así. Se encarga de controlar la desviación en relación a un componente central del capitalismo que es la propiedad. Cuidar la propiedad del burgués y separar al que no está para el trabajo, al que opera contra los que acumulan. Las formas de castigo obedecen a modos de producción. El control se ha vuelto más difuso, nos controlan por las cámaras que ponen en la calle, por el uso de la tarjeta de crédito, por la georreferenciación de nuestros teléfonos, y con eso tienen las pautas de nuestra vida, qué consumimos, qué nos pueden vender. Uno nunca esperaría de un gobierno progresista que promueva un nuevo empuje del endurecimiento penal bajo el argumento de que tiene que haber más tiempo para reeducar. Ninguna cárcel cumple con esa función, es una falacia. Lo preocupante es que mucha gente con la que compartíamos los cuestionamientos a las cárceles pasó a la gestión y se plegó fácilmente a la línea de que es necesario construir más.

¿Cómo ves ese proceso de profundización del control? ¿Cuáles son los riesgos? -Lo vemos con mucha preocupación. En todos estos empujes autoritarios en términos de tecnología, como El Guardián, las cámaras, los que terminan cediendo son las garantías y los derechos individuales. El Estado de derecho tiene grietas donde el Estado policial tiende a emerger, y el problema es que esas grietas no se agranden; hay que contenerlas. A nosotros varias autoridades nos acusaron de ser liberales de izquierda por hablar solamente de los derechos y no de las responsabilidades. Esa es una visión muy acotada. Tenemos que pensar no en que hoy está el mejor o el más amigo en el manejo de esa tecnología, sino cuando esté el peor en ese lugar, y qué resguardos tiene la ciudadanía para que esa información no sea conseguida por mecanismos ilegales. En el fondo, lo que está en juego es la transparencia de lo que hace el Estado en relación a sus habitantes. En la lucha contra la criminalidad no puede ocurrir cualquier cosa. Nos falta quebrar la mayor hegemonía que tiene Uruguay en términos de conservadurismo, que es que todos los conflictos se solucionan exclusivamente por medio del sistema penal. Eso ha ocurrido en todos los gobiernos y bajo todos los partidos y colores políticos. Y la cárcel, digan lo que digan, es una solución violenta, que aporta más violencia a la violencia que dice querer combatir. Tendríamos que avanzar hacia la desaparición o la mínima expresión de la cárcel. En el terreno de los adultos podemos discutir si deben ser abolidas o no, pero en el terreno de la infancia y la adolescencia hay documentos internacionales que incluso utilizan la palabra “abolir”.

Las penas no privativas de libertad generalmente no son la primera opción...

-En Uruguay hay un problema estructural, que es el desprecio a las penas no privativas de libertad. Lo que pasa es que en esta última andanada ocurrió lo mismo que en el caso de los adultos: se han votado más leyes con esa ilusión de que cuanto más tiempo lo tengo en la cárcel, mejor va a ser para rehabilitarlo. Eso dicho en palabras del propio ministro del Interior [Eduardo Bonomi], cuando presentó la Estrategia por la Vida y la Convivencia, en la que ya se tira la idea de aumentar las penas de cinco a diez años, cuando la letra de la ley vigente en Uruguay dice lo contrario. La evidencia empírica internacional indica -y esto es para aquellos a los que les gusta la tecnocracia- que un adolescente en un programa de libertad asistida o reparación de daños reduce sus posibilidades de reincidencia al entorno de 20%, mientras que las penas de cárcel aumentan las posibilidades de reincidencia en 60% o 70%. Es una cuestión lógica y elemental. ¿Por qué insistir, entonces, en las opciones que generan mayor reincidencia y son más caras?

¿La violencia en las cárceles de adolescentes es menos explícita?

-Hay una diferencia entre el período anterior y este, en el cómo enfrenta la institución esos episodios de tortura y malos tratos. En el período pasado la impunidad campeaba. Bloqueos para que las denuncias no avanzaran, descrédito público de los testimonios de los familiares, terreno fértil para la impunidad. Ese escenario cambió. Hoy hay episodios de violencia, y siempre los habrá, pero hay una actitud de la administración más tendiente a no tolerar eso. La violencia se da porque son lugares donde la violencia estructural se potencia.

¿La situación estructural ha cambiado?

-El año pasado no estuve en los centros de detención. Pero sabemos que la situación no ha cambiado radicalmente en términos de condiciones estructurales. Ha habido algunos movimientos de personas, pero la tranca sigue siendo una regla. El desarrollo de actividades sigue siendo una debilidad, muchas veces obstaculizado por las propias dinámicas internas, en las que predomina la lógica de la seguridad, como en el caso de los grilletes. Se decía que los adolescentes no podían estar engrilletados, y hemos recibido testimonios de que, por orden de los funcionarios, los adolescentes están engrilletados. Esas dinámicas subsisten, y subsistirán en la medida en que no avancemos en un programa fuerte de penas no privativas de libertad, que permita que el Poder Judicial pueda tener confianza en ese tipo de sanciones, con objetivos claros, evaluables y medibles; todo lo que ha faltado a los programas de este tipo. Este desarrollo es una necesidad imperiosa de la institucionalidad, que tiene que ir acompasado con la derogación de las leyes represivas votadas en el período pasado. Si eso no ocurre, las medidas no privativas se vuelven un sistema de control más blando para poblaciones que antes no estaban controladas.

Ganó el no a la baja. ¿Pero realmente ganó el no a la baja?

-Hay temas que todavía sobreviven aunque el plebiscito lo hayamos ganado, y están en las propuestas que hace la oposición y en las propuestas que hace el oficialismo. El Comité de Derechos del Niño le dijo a Uruguay que tenía que derogar la Ley 19.055, que fue propuesta por el gobierno de [José] Mujica y votada por el [Poder] Legislativo y tiene muy pocas diferencias con la reforma constitucional a la que le dijimos no en 2014. Esa ley está vigente. Y hasta hoy no conozco una propuesta para derogarla. Electoralmente ganamos, pero no fuimos capaces de generar un contradiscurso que muestre las bondades de por qué no es bueno penar a edades cada vez más tempranas. Necesitamos, y el Poder Ejecutivo es el primer responsable, generar un cambio cultural en la forma en que los uruguayos enfrentamos esos conflictos cotidianos, que la mayoría de los medios de comunicación y parte de la sociedad piden que se resuelvan exclusivamente con más cárceles y leyes más duras.

¿Hay discusiones sin resolver al respecto?

-Ielsur creó la Comisión No a la Baja y en un momento nos fuimos. En el momento en el que la tortura campeaba en los centros de detención del Sirpa [Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente], hubo algunos actores que miraron para el costado o dijeron que no era estratégico denunciarla. Eso me parece que es un problema que tenemos todavía. ¿La estrategia permite callar ante las atrocidades que se vivían en los centros de detención? En eso el movimiento social uruguayo debe avanzar, en la construcción de un discurso contrahegemónico con rasgos comunes. Uno de ellos es que la cárcel es una mala respuesta, y otro que la tortura no se tolera, no importa quién esté del otro lado. Se nos acusó de que le estábamos haciendo el juego a la derecha, y entonces nos preguntamos: ¿hay una tortura buena?, ¿hay una tortura en la que se calla y otra contra la que nos organizamos y hacemos marchas? La tortura es tortura donde se haga y sobre quien se realice, y si hay un movimiento social en Uruguay debería tener una postura común frente a eso, que es la condena unánime. La Comisión No a la Baja no se pronunció en aquel momento, ni zanjó la discusión sobre la tortura, que era un tema acuciante que les ocurría a los adolescentes detenidos, y eso es grave en términos de lo que pasó después.

¿Se ‘partieron las aguas’ en el momento en el que decidieron irse?

-Fue una salida sin mucho ruido. Nosotros notábamos junto a los compañeros del Serpaj [Servicio Paz y Justicia] que la baja era una estrategia a corto plazo, y había que pensar en el día después de la baja, tanto si ganábamos como si perdíamos. Son discusiones estratégicas en las que todavía no tenemos un marco común de acuerdo, como existe en la lucha contra el terrorismo de Estado. Eso es porque la denuncia de tortura que tenemos que hacer es sobre los “peores”, y eso no genera tanto consenso en un Uruguay en el que, frente al tema de la inseguridad, nos hacen ver una postura sin fisuras de que a esa gente le tiene que pasar lo peor. Y este es un problema grave del Uruguay del futuro, en el que vamos por muy mal camino. Este es un país que no está acostumbrado a debatir frontalmente algunas cuestiones. Un amigo dice que somos como nos enseñan en la escuela que es nuestro territorio, suavemente ondulados. Evitamos confrontar al otro, entrar en debates que sirvan para construir y avanzar. Las señales de fragmentación que presenta la sociedad uruguaya son preocupantes, porque se da con los sectores de la periferia y se da con el otro, sobre el que se construye la idea de enemigo.

En Argentina quieren llevar a 14 años la edad de imputabilidad. ¿Esta propuesta puede reavivar ese debate acá?

-Lo de Argentina es muy preocupante y riesgoso, porque es un país con mucha incidencia en la región. Brasil también intentó, pero los problemas políticos terminaron diluyendo un poco el tema, aunque está latente. Cuando se creó la Comisión No a la Baja y armamos la campaña sabíamos que Uruguay era un laboratorio para la región. Si en Uruguay avanzaba el sí, la región estaba complicadísima. Estas cuestiones emergen fundamentalmente porque en momentos de crisis económica logran ocultar las propias penurias económicas, consiguen mayor visibilidad y un rápido consenso social. En sociedades donde el único discurso que se incentiva es el punitivo, eso es lo que le hacen pedir a la gente. Si no se da un cambio cultural estamos condenados a que permanentemente se revivan de forma cíclica discusiones como esta.

Las masacres en las cárceles de Manaos y Roraima expusieron un colapso del sistema carcelario en Brasil. ¿Cuánto te parece que tiene nuestro sistema penitenciario del brasileño?

-En nuestras cárceles, en Uruguay y en la región, en la medida en que están con los niveles de población saturados y en las condiciones en las que están, esos hechos pueden ocurrir perfectamente. No son hechos extraordinarios, sino demasiado habituales. La dinámica de construcción de megacentros hace que cuando la violencia se dispara, lo haga en esta forma de masacre. El sistema penal en América Latina se caracterizó históricamente por la masacre, es innata al desarrollo de estos. Por eso planteamos pensar en formas de pena no tan separadas de la comunidad. La lógica actual amplifica la violencia porque el nivel de despersonalización que existe adentro es terrible, y son lugares donde la situación se vuelve incontrolable. Las cárceles latinoamericanas tienen el patrón común de contar con condiciones altamente preocupantes. Esto ocurre en Uruguay, que tiene serios retrasos en política carcelaria que deben ser afrontados y que no se van a reducir en tanto no reduzcamos la carrera por la criminalización que existe desde 1995, fecha en la que se aprobó la primera ley de seguridad ciudadana.