Cuesta imaginarse seriamente a un magnate como Donald Trump en una marcha del movimiento antiglobalización contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle, en un Foro Social Mundial de Porto Alegre o Caracas o en una movilización contra el Área de Libre Comercio de las Américas en Mar del Plata. La verdad es que esa foto no existirá nunca. Pero la expresión social que lo volvió presidente de Estados Unidos sí podría tener más que ver con los miles de descartados por un modelo excluyente, depredador e injusto que puso a los negocios por sobre los derechos humanos.
En las últimas décadas hubo voces de alerta y denuncia sobre los intereses que guiaron la mayoría de las negociaciones de libre comercio que se llevaron a cabo a nivel global, regional y bilateral. No está de más situar que el enfoque del libre comercio en su aplicación práctica en este último tiempo fue (y es) una modalidad desplegada para normar el relacionamiento entre países y bloques. El problema surgió cuando, en primer lugar, se quiso traficar esta modalidad particular como un designio histórico ineluctable; poner en duda el paradigma del libre comercio equivalía a negar el más básico sentido común.
Otro problema se planteó cuando algunos de los efectos prácticos y consecuencias negativas de esta agenda comenzaron a divulgarse, lo que dejó en claro que del otro lado de la moneda del libre comercio se encuentra la dura realidad de amplios sectores económicos y productivos considerados “perdedores” que debieron “reconvertirse” por no ser competitivos.
Algo no encajaba bien en esta agenda del libre comercio global, ya sea en su enfoque como en su aplicación práctica; pero vale recordar que ese conjunto de voces discordantes y análisis críticos siempre existieron como una señal de alerta válida. Ahora que se multiplican las voces que auguran la vuelta del proteccionismo y el fin de la agenda del libre comercio por la no ratificación del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP) por parte del nuevo gobierno de Estados Unidos, la incertidumbre sobre el futuro del NAFTA y las negociaciones del Acuerdo Transatlántico entre Estados Unidos y la Unión Europea, resulta interesante volver sobre algunos de esos argumentos.
El comercio es una poderosa herramienta de generación de divisas y puede jugar un papel muy relevante para los países en el marco de sus diferentes planes de desarrollo. Para los países latinoamericanos en particular, y en general para los países en desarrollo del sur global, la agenda del libre comercio maltrató una de sus principales ventajas comparativas: la producción agrícola y de alimentos. Por supuesto que algunos sectores del agronegocio se beneficiaron y vieron aumentar sus ganancias como nunca antes, pero es errático suponer que ello se debió a un proceso de liberalización comercial específico más que al aumento de la demanda de materias primas por la incorporación de grandes economías emergentes a los flujos globales del comercio internacional.
Otro eje fundamental de la discusión fue el trato de los servicios públicos como mercancías. Al igual que en el punto anterior, Uruguay en este tema también experimentó fuertes procesos de debate sobre el papel de las empresas estatales y el rol que estas juegan en el marco de la economía nacional. En cierto sentido, tuvimos suerte. Abundan en el mundo las malas experiencias de privatización de servicios de agua potable, saneamiento, telecomunicaciones y energía, impulsadas a partir de su inclusión en negociaciones de libre comercio de muchos países, con aumento de tarifas, exclusión, mala calidad de los servicios, destrucción ambiental y transnacionalización de los mercados.
Vinculado con esto: el problema de la formulación de políticas públicas; al respecto, el ejemplo más próximo que tenemos fue la demanda de Philip Morris al Estado uruguayo por la política de salud relacionada con el tabaco. Fue un ejemplo de un dilema social que es global, relacionado con el futuro de la democracia y con las preguntas de quién manda, quién hace las normas y cómo se rinden cuentas. En el caso de los servicios y bienes públicos, cuando los actores económicos e inversores extranjeros logran grados de poder tan acentuados sobre temas tan sensibles para el bienestar y la salud de una sociedad, por la vía de asegurarles el mismo trato que a las empresas nacionales y la posibilidad de accionar jurisdiccionalmente en tribunales internacionales de arbitraje sobre litigios relativos a inversiones, la matriz de generación de políticas públicas se desplaza y se concentra en el aspecto comercial y mercantil. Esta relación de desbalance de poder entre los estados nacionales y las empresas transnacionales no sólo se explica por obra y gracia de los tratados de libre comercio y de protección de inversiones, pero su incidencia no puede ser de ninguna manera invisibilizada, algo que fue deliberadamente procurado por promotores, think-thanks y “analistas” de la agenda del libre comercio global.
Sin duda que se avecinan cambios profundos en las relaciones globales. El problema es que ahora muchos se quedaron sin guion para defender. Una señal de eso es plantear análisis del tipo “¿cómo se podría beneficiar Uruguay de las medidas proteccionistas de Trump?”, o considerar que nos tiene presentes porque construye una torre en Punta del Este. La desorientación es lo que predomina, y ello alimentará la incertidumbre a lo largo de 2017. Tan sólo una muestra: ayer el primer ministro de Australia admitió estar en diálogo con Singapur, Japón y Nueva Zelanda para intentar sumar a China al TPP, ya que Estados Unidos no sigue adelante. Desde el gobierno de Shinzo Abe ya le bajaron el pulgar: “El TPP sin Estados Unidos es irrelevante”. Lejos de estar desorientada, China es paciente y constante. Según la vocera de Relaciones Exteriores, Hua Chunying, este momento requiere que “la región de Asia-Pacífico continúe un camino de desarrollo abierto e inclusivo buscando la cooperación y las situaciones ventajosas para todos”.
Es decir, fortalecer la región, la demanda interna y generar alianzas estratégicas; fortalecer el comercio intrarregional, que para el caso de Sudamérica siempre ha sido modesto. Si se termina el libreto, hay que estudiar enfoques nuevos con opciones realistas y posibles. En nuestro caso, habría que aprovechar este incierto contexto global para plantear debates más sustanciales y profundos, y sincerar análisis desde una lectura de todos los elementos y no sólo de una parte de ellos. Con relación a estos temas y anclados en nuestra vocación exportadora por naturaleza, desde hace varios años se ha discutido más de libre comercio que de desarrollo, de competitividad más que de complementariedad, y de inversores más que de aliados estratégicos. Es decir, más del tren que no pasó que de la rueda que mueve el día a día.
Sería interesante ver plasmada esa agenda de debates en una discusión provechosa, sumando actores y visiones que tienen mucho para aportar al respecto. Tal como se mencionó al inicio, en cuanta negociación de libre comercio a nivel global, regional y bilateral que pasó frente a nosotros hubo voces críticas sobre las implicancias de esa agenda. El problema fue que hubo poca disposición a escucharlas.