La crítica social es relativamente fácil. Sólo requiere cierto ejercicio de observación inconforme, que se desarrolle con el tiempo y un ideal de sociedad más o menos cohesionado, suerte de deber ser que sirva como rasero de evaluación. Ya tenemos la receta: podemos sentarnos a cotorrear, cual típicas comadres insatisfechas, y encontrarlo todo mal o deficiente. Lo difícil es proponer alternativas de cambio; viables, además. Aun más complicado es que la propuesta sea escuchada y, casi inalcanzable, que sea implementada. Mas adelantando un pie se comienza una caminata de miles de kilómetros, ¿no?

Por tanto: ¿qué hacer con el racismo en Cuba? Quizás piensen que falta una introducción. El punto de comienzo real debería ser: ¿qué se hace con el racismo en Cuba? La respuesta es triste. No se hace mucho, o más bien, se lo deja reproducir acríticamente.

Pueden preguntarle a cualquier transeúnte en la calle, incluso afrodescendiente, y en la mayoría de los casos responderán de manera rotunda que en Cuba no hay ese tipo de problema. Ese es el peor estado al que puede llegar cualquier manera de discriminación: naturalizarse al punto de ser invisible por quienes la sufren.

En algo sí hay razón: la carta magna cubana, en su artículo 42, proscribe, expresamente y en primer lugar, conductas discriminatorias “por raza y color de la piel”. Pero entre las leyes y la realidad a veces hay una brecha difícil de saltar.

No tengo noticias de que se haya comenzado algún proceso legal por esta causa, como tampoco creo que, al menos en el renglón laboral sustentado por el Estado, haya alguna discriminación lesiva a los derechos al trabajo, por ejemplo. Sin embargo, en el sector no estatal sí lo hay: muchos propietarios de pequeños negocios dicen que no emplean negros. Claro, cuando queremos decir que se hace algo mal, con mal gusto o sin un buen terminado decimos “es una negrá”, y si planificamos hacerlo con cuidado, perfecto, decimos: “Hagamos las cosas como los blancos”.

La historia que explica

Cuba, durante varios siglos de colonización, tuvo como eje económico una industria azucarera basada en grandes plantaciones de caña, trabajadas por mano de obra esclava traída de África. La relación entre la actividad económica fundamental y el imaginario de un pueblo es muy estrecha. La esclavitud se abolió a finales del siglo XIX, por lo que muchos de los cubanos son nietos, bisnietos o tataranietos de esclavos y/o esclavistas. Hay situaciones que no pueden cambiar en 50 años, sobre todo con los ojos cerrados. Otros males sociales fueron enmendados en tiempo récord, como el analfabetismo, pero ¿se cuestionó la base de supremacía blanca de la educación?

Por supuesto, no era el momento, faltaba refinar la mirada crítica. Pero estamos ahora mismo en un punto de crisis socioeconómica sostenida durante varias décadas: los problemas irresolutos se agravan y pueden ser el pivote a partir del cual se intencionen conflictos sociales y políticos cuyos resultados son difíciles de predecir. En tiempos críticos las opciones se individualizan, el interés egoísta inmediato sale a la palestra y una perspectiva sostenible y optimista de futuro se deja detrás. Todas las formas de discriminación separan, excluyen, son potencialmente desestabilizadoras y provocan desconfianza en los proyectos sociales. Por tanto, en momentos en los que la integración se impone invisibilizar conflictos sin buscar formas de solucionarlos es un crimen de lesa sociedad. Esto es tanto válido para el racismo como para la homofobia o para el cruel rechazo a los inmigrantes de todo el territorio que se mueven hacia la capital provenientes de las provincias orientales en busca de oportunidades para mejorar su calidad de vida, a los que se les llama, con sarcasmo, “palestinos”. Pero no nos desviemos.

La inclusión mecánica e impositiva de directivos negros no cambia la esencia del problema y se convierte en un mero paliativo, transitorio. Algo se avanza, no obstante: en estos días he podido ver programas televisivos en los que son incluidos afrodescendientes en pasarelas y se promocionan peinados glamorosos para cabellos afro. La cuestión de la identificación con una imagen que es bella y orgullosamente negra al unísono es necesaria, pero no suficiente.

Educación, educación, educación

Cualquier cambio de mentalidad que se quiera lograr a largo plazo debe hacer un énfasis particular en la educación en todos los niveles y modalidades. Por supuesto, el personal docente y no docente debe ser sensibilizado y capacitado en función de evitar ese currículo oculto en el que se reproducen en silencio las discriminaciones. En las universidades cubanas han comenzado a darse tímidos pasos hacia la inclusión de la perspectiva de género, de manera transversal o en asignaturas destinadas a desarrollar competencias en este sentido, pero ninguna de las carreras tiene contemplado en su plan el problema del color de la piel. Uno de mis compañeros de estudio quiso hacer su tesis de grado sobre racismo: tuvo que esforzarse mucho frente al comité académico de nuestra licenciatura ante la absoluta negativa de parte del claustro a aceptar que era un problema social verdadero.

En Cuba no existe una comunidad afrodescendiente, es decir, un grupo humano cohesionado, unido en pos de intereses políticos y sociales comunes. La población afro no tiene una voz, salvo algunas personalidades como Rogelio Martínez Furé o instituciones, generalmente relacionadas con las religiones, como la Asociación Yoruba de Cuba. Se siente la falta de un espacio de reflexión y praxis cuyo objetivo y punto de unión sea la condición de afrodescendiente, que les permita crecer juntos, acompañarse, proponer temas e iniciativas. Sin embargo, aunque se aliente la creación y fortalecimiento de este espacio, no puede condenarse a ser un gueto: Cuba es un país afrodescendiente, la cuestión de la negritud no debe ser ajena a ningún cubano.

La educación puede ser ese espacio de integración donde nos encontremos con elementos identitarios nacionales y desde los cuales puede desmontarse el discurso racista. No favorece considerar las raíces afro como lo folclórico, pues lo exótico no se trata con naturalidad. No es saludable para un pueblo tratar con condescendencia aquello que lo nutre en su base. Nuestra vida literaria no comenzó con Espejo de paciencia de Silvestre de Balboa: ya teníamos una rica literatura oral fruto del mestizaje europeo, africano e indígena, lamentablemente desconocida para la mayor parte de la población no especializada. Nuestros babalawos, babalochas e iyalochas guardan una infinidad de fábulas y consejos, que más allá de su carácter religioso, son lecciones éticas valiosas y que toman como referencia a la naturaleza cubana, en los que no hay zorros ni liebres, ni cuervos que hablan desde inexistentes robles. Nuestras historietas y dibujos animados deberían recrearlos. Algo se hace al respecto: el grupo de animación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos da pasos en ese sentido. La conexión con nuestra negritud y la eliminación de todo aquello que nos hace avergonzarnos de ella refuerza nuestra identidad. A su vez, a partir de ese reconocimiento como pueblo mestizo, se puede desmontar, de manera simbólica, la jerarquización humana por el color de la piel. Este es el complemento imprescindible para cualquier acción política y legal que se pueda llevar a cabo.

En carne y cultura propia

El mestizaje en Cuba trasciende una simple cuestión de coloración. Yo, bisnieto de inmigrantes canarios, soy mestizo porque mestiza es la matriz cultural en la que, como en un segundo útero, me nutro y de la que nazco constantemente. Mis raíces también están en África, aunque no tenga genes afro (nada garantiza su ausencia, además). Sin embargo, el racismo en el que me he socializado me pone en conflicto con esa parte de mí. Me escinde. Esa puede ser una de las mayores contradicciones de la identidad cultural cubana: el racismo no es sólo una cuestión de violación de derechos sino una limitación a la vivencia identitaria nacional plena, que, como diría Vasconcelos, parte de reconocerse “raza cósmica”. Aquí se plantea otro conflicto, más sutil: sabernos pueblo mestizo, es decir, una antigua colonia, sometidos, nos pone en contacto con la propia jerarquización que aprendimos en el pasado, en la cual los dominadores, por ende lo extranjero y lo blanco, son lo bueno, lo deseable. Culturalmente también internalizamos el racismo, en el que estamos en desventaja por mestizos, y esa conciencia de inferioridad aprendida tiene como correlato la necesidad de amparo y de guía, la dependencia política, económica y cultural. Cuba salió muy tarde de su yugo ibérico y pasó a manos estadounidenses de inmediato. Siguió una relación matricial, económica e ideológica con la Unión Soviética hasta la caída del campo socialista.

El racismo es también una manifestación a nivel micro de un problema cultural, típico de pueblo colonizado, característico de casi todo América Latina: la maldición de la Malinche, dirían en México. La vergüenza de tener abuelas negras, de no ser lo suficientemente blanco o de ser sospechoso de mestizaje se traduce en el convencimiento, aprendido del conquistador, de que para ser mejor hay que ser como él, o sea, negar lo que se es. Es el sentido de inferioridad que hace imitar usos, modos y modas, buscar soluciones en la alianza subordinada con los considerados fuertes. Es, en suma, un problema político e ideológico debilitante. No estoy seguro de hasta qué punto hemos concientizado el riesgo de la dominación simbólica: como muy bien explica Tzvetan Todorov, los españoles no sólo lograron la conquista por la cuestión técnica sino por la superioridad que le atribuyeron los indígenas, a partir de sus propias creencias, las mejores aliadas del enemigo. Hay lecciones que no debemos olvidar, a riesgo de repetir la experiencia. Si creo que soy inferior por ser negro, pido a gritos ser dominado; a un pueblo puede pasarle lo mismo: el blanco, a veces, es el color del mal. Recordemos cuando se diga “hagamos las cosas como los blancos” que somos un pueblo mestizo. No sé si se puede eliminar el racismo en sus manifestaciones inmediatas sin transformar esta conciencia xenófila y viceversa: ambas están indisolublemente interrelacionadas. En el caso de Cuba, tomar conciencia de esto puede ser la pervivencia de un proyecto social.

La pregunta de qué hacer con el racismo en Cuba sigue en pie.