Analizar la Revolución de Octubre, poner encima de la mesa sus logros, las líneas programáticas pendientes y su impacto en la historia de la humanidad es de una enorme trascendencia y responsabilidad. Advierto que sólo me voy a referir a la revolución y sus primeros momentos por motivos de extensión; me es imposible realizar un pormenorizado balance de la Unión Soviética, lo que sería interesante abordar en otros artículos. Es un buen aporte en este sentido definir someramente qué es una revolución. Álvaro García Linera, en su último libro, señala que revolución es “la sociedad en estado de multitud fluida, autoorganizada, que se asume a sí misma como sujeto de su propio destino”. Más adelante plantea que la revolución “no constituye un episodio puntual, fechable y fotografiable, sino un proceso largo, de meses y de años, en el que las estructuras osificadas de la sociedad, las clases sociales y las instituciones licuan todo; absolutamente todo lo que antes era sólido, normal, definido, previsible y ordenado se diluye en un torbellino revolucionario caótico y creador”.
Son precisamente estas definiciones las que más se ajustan a lo que efectivamente sucedió con la Revolución de Octubre. Lejos quedan de estas apreciaciones las ideas acerca de la revolución como un único episodio histórico, en el que se analizan exclusivamente textos de los acontecimientos y no los contextos. Al mismo tiempo, esta definición descarta cualquier reduccionismo en cuanto al papel protagónico que jugaron los grandes colectivos sociales organizados en la revolución bolchevique. También echa por tierra las satanizaciones que sobre ella todavía pesan, que buscan reducirla a la acción de unos pocos aventureros. La Revolución de Octubre fue ante todo la obra más colectiva, potente, creadora y transformadora que se haya conocido. Vino a cambiar todo lo que debía ser cambiado, parafraseando a Fidel Castro. Fue en esencia un acto profundamente democrático y emancipador; su contenido da cuenta de lo dicho.
Subrayo lo expresado: la Revolución de Octubre fue el acontecimiento más importante de la historia del siglo XX, solamente comparable, según Eric Hobsbawm, con el impacto de la Revolución Francesa, casi 130 años antes. Esta afirmación no se sustenta en deseos ni en fanatismos, sino fundamentalmente en tres aspectos: 1) la amplitud y el involucramiento de enormes colectivos sociales que forjaron el proceso revolucionario y, con ello, un potente movimiento revolucionario en el que los bolcheviques fueron clave; 2) la construcción de poder popular y el ensayo democrático durante el proceso de revolución, proyectado luego al crear un Estado instituyente; 3) las principales transformaciones programáticas que se llevaron a cabo y que cambiaron la vida de millones de personas en cuestión de días e impactaron a escala planetaria.
Parados en la actualidad, 100 años después de los acontecimientos, con tantas conquistas sociales que se han dado a raíz de las luchas populares, con tantos derechos y libertades consagradas, se corre el enorme riesgo de minimizar las transformaciones impulsadas en Rusia si se dejan a un lado los contextos históricos en que se desarrollaron esos cambios. Desde la mirada occidental del siglo XXI, las reivindicaciones que tiñeron la plataforma programática de la revolución bolchevique pueden parecer elementales. En un contexto de guerras, hambrunas y desocupación por millones, construir e impulsar el programa de paz, pan y tierra era justo, además de que reflejaba el sentimiento y las necesidades de las grandes mayorías en Rusia. El programa incluía además la apertura hacia un cauce democrático con la participación de todo el pueblo, la instalación de una república, la reducción de la jornada laboral a ocho horas, el reparto de tierras y la autodeterminación de las naciones. Se planteaba a su vez la necesidad de construir el socialismo como sistema alternativo al capitalismo.
En los primeros 100 días de revolución, por poner una simple referencia temporal, se efectivizaron el decreto sobre la paz que eliminó anexiones y decretó la tregua, y el decreto sobre la tierra, que eliminó la propiedad privada para transitar a una propiedad colectiva por medio de los fondos de tierras; se decretó la jornada de ocho horas de trabajo, el control obrero sobre la producción, la revocación de los diputados, que permitió convocar nuevas elecciones, y se transitó hacia nuevas experiencias económicas, como el comunismo de guerra, sustituido después por la nueva política económica.
Con la primera Constitución socialista, de julio de 1918, junto con sucesivos decretos, se consagraron derechos fundamentales. Tal como lo expresó Lenin, se trataba de la legislación más avanzada del mundo. Por ejemplo: se nacionalizaron la banca, la tierra y el agua, que eran considerados bienes públicos; se consagró el derecho al voto de las mujeres; se legalizaron el divorcio y el aborto, y fueron gratuitos; se despenalizaron el adulterio y la homosexualidad; se construyeron comedores públicos y guarderías para niños. Las políticas sobre las mujeres comprendían una parte muy importante de la propuesta programática, y surgieron del enorme protagonismo y el papel que tuvieron las mujeres en la Revolución de Octubre.
Estos cambios, el nuevo paradigma ético que implicaba la revolución, generaron millones de revolucionarios a lo largo y ancho del mundo, y sobre todo de revoluciones, como recordara Hobsbawm. Significó una redimensión de la esperanza como síntesis de una utopía, catapultó los sueños de los pobres del mundo y de los oprimidos, se erigió como motor de los movimientos populares y revolucionarios en todo el planeta. Fue referencia tanto para quienes se inspiraban en ella y la defendían como para quienes la criticaban y la rechazaban.
100 años después, analizando las circunstancias actuales, es importante reafirmar la necesidad de una revolución como la entiende García Linera. Las alternativas al capitalismo son posibles, y a esta altura es casi un acto de supervivencia romper la alianza de los estados con las transnacionales, que sólo benefician a unos pocos y ponen en jaque la vida misma. Una vez más: socialismo o barbarie.
El canciller cubano en la Organización de las Naciones Unidas, Bruno Rodríguez, hace poco más de un mes brindó datos sobre la realidad mundial que muestra las enormes brechas de desigualdad. Ocho hombres poseen en conjunto la misma riqueza que la mitad de la humanidad. 69 de las 100 mayores entidades del mundo son empresas trasnacionales, no estados. Sumadas, las diez mayores corporaciones del mundo tienen una facturación superior a los ingresos públicos de 180 países juntos. Hay más de 700 millones de personas que viven en la pobreza extrema, 21 millones son víctimas de trabajo forzoso, cinco millones de niños murieron en 2015 antes de cumplir cinco años por enfermedades prevenibles o curables. 815 millones de personas padecen hambre crónica, decenas de millones más que en 2015. Hay 22,5 millones de refugiados. Los gastos militares ascienden a 1,7 millones de millones de dólares.
Razones más que suficientes para seguir soñando con una revolución, con una transformación social profunda, que, como lo hizo la Revolución de Octubre, sacuda los cimientos de la dominación y abra los cauces para la libertad y la felicidad de los oprimidos. La Revolución de Octubre nos enseñó que es posible hacer realidad las utopías si esas banderas de esperanza son sostenidas, empujadas y recreadas desde la participación y el involucramiento de las grandes mayorías sociales. Somos millones los que apostamos a esto, y nos sigue encontrando, como dice el Indio, “con los puños en alto, deseando al final hacer la revolución”.