Seguramente no hay quien no asocie la Revolución de Octubre con los nombres de Lenin, León Trotsky o Iósif Stalin, y tal vez en la memoria colectiva sólo se registre el nombre de Alexandra Kollontái. Muchas otras mujeres organizaron acciones significativas, como las trabajadoras que impulsaron una huelga en febrero de 1917, que fue la antesala de la huelga general que abrió paso a la Revolución Rusa, o Nadezhda Krupskaia e Inessa Armand, editoras del periódico Rabotnitsa, censurado en junio de 1914 por el gobierno y reeditado en 1917, en las vísperas de la revolución. Krupskaia salió al exilio junto con Lenin, su marido, y escribió su primer libro: La mujer trabajadora.
En 1917, el Rabotnitsa decía: “Si una mujer es capaz de subirse a un andamio y luchar en las barricadas, entonces es capaz de ser una igual en la familia obrera y en las organizaciones obreras”. La lucha contra el patriarcado estaba, para ellas, en el mismo plano que el enfrentamiento al capitalismo, aunque no se expresara con estas palabras.
Es interesante ver cómo, a lo largo de la historia, la experiencia social de las mujeres desborda las dimensiones y las categorías de la política e incorpora la vida como un todo al debate público. Basta leer los artículos de Kollontái sobre el amor libre y el cuestionamiento de la familia burguesa para ver la dimensión integral que la revolución proponía, aun en una Rusia campesina, analfabeta y hambrienta.
Debido a la guerra, las mujeres se incorporaron masivamente al mercado de trabajo para sustituir a los hombres. Se calcula que en Petrogrado alcanzaban 47% de la fuerza de trabajo. Por ello, de febrero a octubre, la participación de las mujeres en la revolución fue en aumento. A principios de abril, miles de mujeres se movilizaron en Petrogrado para exigir el derecho al voto; obtuvieron la promesa del gobierno provisional de Alexander Kerensky de permitir el voto para todas las mujeres mayores de 20 años en la futura Asamblea Constituyente.
Las jornadas de trabajo eran de diez o 12 horas, lo que para las mujeres significaba el abandono real de las tareas de cuidado. No es de extrañar, entonces, que 40.000 lavanderas protagonizaran en mayo la primera gran huelga contra el gobierno provisional, en reclamo de un aumento de salarios, las ocho horas de trabajo y mejores condiciones laborales. En este clima de organización y resistencia, la voz rebelde de Kollontái apoyó la huelga, pero su pensamiento fue más allá de las reivindicaciones de derechos, para analizar las causas de la opresión y avanzar en propuestas emancipatorias y libertarias.
La Revolución Rusa significó una conquista para las mujeres sin precedentes en la historia: el derecho al voto, al aborto libre y gratuito, al divorcio, la legitimidad de los hijos nacidos fuera del matrimonio, la despenalización de la prostitución y la homosexualidad. Se entendía como principio “arrancar a las mujeres de la esclavitud doméstica”, mediante la socialización del trabajo del hogar y el cuidado de los hijos con guarderías y comedores públicos. Los primeros años de la revolución fueron un período de intensos debates y experimentación. Uno de los ejes de debate más innovadores y provocadores fue el referido a la familia. Como señala la historiadora Wendy Goldman en La mujer, el Estado y la revolución, el debate estaba orientado por cuatro principios: 1) la unión o amor libre; 2) la necesaria independencia económica de hombres y mujeres para garantizar las opciones libres; 3) la socialización del trabajo doméstico, con la creación de lavanderías, guarderías, comedores, para que el cuidado de las personas necesitadas fuera una tarea social colectiva, y no responsabilidad de las mujeres; 4) la certeza de que, dadas estas condiciones, la familia como tal, como unidad económica y afectiva, tendería a desaparecer.
Goldman señala: “Desde una perspectiva comparativa, el Código de 1918 se adelantaba notablemente a su época. No se había promulgado hasta el momento ninguna legislación similar con respecto a la igualdad de género, el divorcio, la legitimidad y la propiedad, ni en América ni en Europa. Sin embargo, a pesar de las innovaciones radicales del Código, los juristas señalaron rápidamente que esta legislación no es socialista, sino legislación para la era transicional”.
En setiembre de 1919, Lenin escribía en el Pravda: “Todavía la situación de la mujer sigue siendo penosa debido a sus tareas domésticas. Para lograr la total emancipación de la mujer y su igualdad real y efectiva con el hombre, es necesario que la economía nacional sea socializada y que la mujer participe en el trabajo general de producción. Entonces sí la mujer ocupará el mismo lugar que el hombre”.
Diez años de experimentación revolucionaria en la producción, en las relaciones sociales y familiares, en la sociedad, en la economía y en la cama, dirían las feministas del siglo XXI, es demasiado poco para dimensionar los cambios que esta generación de mujeres y hombres revolucionarios se propuso en la Revolución de Octubre.
Antes del décimo aniversario, el régimen de Stalin reintrodujo el matrimonio civil como la única unión legal frente al Estado. Más tarde, también suprimió la sección femenina del Comité Central del partido, penalizó la homosexualidad y criminalizó la prostitución. Para Goldman, “la prohibición del aborto en junio de 1936 fue acompañada de una campaña para desacreditar y destruir las ideas libertarias que habían dado forma a la política social a lo largo de la década de 1920”, “la doctrina de la ‘extinción’, que en un momento había sido central para la comprensión socialista de la familia, el derecho y el Estado, fue repudiada”.
Más familia, más Estado, menos revolución. La izquierda política en el mundo se afilió a esta visión conservadora y limitante de las relaciones sociales, y dejó fuera del debate emancipador las relaciones de poder cotidianas entre hombres y mujeres hasta mediados de los 60, con el resurgimiento de las luchas feministas. Aquella vanguardia subversiva fue entonces silenciada, desplazada y derrotada.
Casi un millón de mujeres formaron parte del Ejército Rojo; sus voces son rescatadas del silencio por Svetlana Alexiévichc en La guerra no tiene rostro de mujer: “La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan sólo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no sólo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aun más terrible”. Los testimonios que ella recoge hablan de esa guerra contra la vida vivida por las mujeres, en la que sólo queda el silencio, porque lo que tienen para decir expresa una dimensión de la política que no encuentra espacio para la escucha, el diálogo o la enunciación. Es el cuerpo agredido, es la violencia, es el miedo, es una comprensión de que lo que está en juego siempre es la vida toda, que necesita de muchos cuidados para sostenerse, matices, olores y colores que no entran en los debates, ni en los sueños, ni en la imaginación de las izquierdas que sólo piensan en estrategias de poder.
Cambiar la vida y transitar esos cuatro principios bolcheviques se ha demostrado más complejo que “tomar el poder”, precisamente porque es en el campo de las prácticas cotidianas subversivas donde crece la emancipación.