La Universidad de la República está abocada a la reforma del Estatuto del Personal Docente. A los puntos de vista vertidos por varios docentes quisiéramos agregar otros, en particular, los suscitados por el artículo 1º proyectado, en el que se definen las funciones docentes. Este punto es relevante porque el Estatuto está llamado a cumplir las veces de lo que es un contrato de trabajo para un trabajador privado: un texto que regula la relación laboral entre sus trabajadores y la dirección del organismo (ellos mismos trabajadores elegidos por otros trabajadores). De igual modo, este punto es políticamente insoslayable porque establece qué es un docente, al definir sus funciones que, en el proyectado artículo 1º, son:

Artículo 1º. Son funciones docentes:

a) La enseñanza.

b) La investigación.

c) La extensión y las actividades en el medio.

d) Otras formas de actividad creadora de acuerdo a la naturaleza del cargo.

e) Dirección de servicios universitarios, colaboración con tal dirección y con los órganos universitarios, en cuanto tiendan al cumplimiento de los Fines de la Universidad establecidos en la Ley Nº 12.549.

f) Gestión académica.

Un docente deberá cumplir diversas funciones universitarias en función del grado y la carga horaria según lo establecido en el artículo 43, la experiencia y los requerimientos del servicio. Ello deberá ser controlado por los consejos respectivos durante las renovaciones, tomando en cuenta el plan de trabajo en el caso que corresponda.

Estas funciones, que son diferentes de las establecidas por el Estatuto actual y de los fines de la Universidad, tal como aparecen definidos en el artículo 2º de la Ley Orgánica, llevan a pensar que, ante las conocidas dificultades para cambiar esta ley, se está optando por cambiar estatutos y ordenanzas, pero en sentidos no contemplados por ella, lo que produce un emparche normativo bastante confuso.

Por esto, parece muy cuestionable poner como funciones de los docentes (“funciones docentes”) aquellas que no son funciones de la Universidad, al no estar definidas como tales ni en la Constitución de la República (donde casi nada hay dicho) ni en la Ley Orgánica (donde algunas cosas se dicen).

Esto es particularmente notorio en relación a los ítems (e) y (f) del texto propuesto, ya que desvirtúan la concepción sobre lo que es un docente universitario. Esta concepción se desvirtúa pues nadie inicia una carrera universitaria porque le interese la gestión académica. La administración a menudo deviene una necesidad, y los docentes universitarios sabemos que, luego de adquirida cierta experiencia, corresponde que nos ocupemos de algunas tareas de este tipo, por la condición de institución autogobernada. Pero de ahí a poner esas actividades administrativas o de gestión como funciones universitarias, hay un paso que no se debe dar. Este paso, como sostendremos más adelante, tiende a desdibujar la labor del docente como profesor e investigador, confundiendo su accionar en ese sentido con actividades de índole burocrática y empresarial, más que académica.

Los puntos (e) y (f), de ser aprobados, transformarían el concepto de docente, quien ya no sería un profesor que cultiva una disciplina, la enseña y trabaja en ella, sino que pasaría a ser un funcionario provisto de un repertorio de obligaciones a cumplir, entre las que está, a la par de enseñar e investigar en una o varias disciplinas, la realización de tareas de administración genéricamente consideradas, y por las que naturalmente (al ser parte de sus funciones) será evaluado. Este aspecto es crítico.

En efecto, las funciones docentes deben ser evaluadas y las renovaciones de los docentes en sus cargos dependen de estas evaluaciones, que deben tomar en cuenta la calidad y cantidad de las actividades realizadas. Ahora bien, ¿las tareas administrativas y de gestión van a ser evaluadas? ¿O se definirán como funciones pero no se evaluarán? Esto último carece de sentido, pues si no serán tenidas en cuenta y evaluadas, no deberían figurar como funciones, pues con este estatuto está normándose una situación de dependencia laboral.

De pretender evaluarlas, surgen entonces notorios inconvenientes, porque también sucede que los desempeños en estas tareas no son de índole exclusivamente burocrática y de papeleo, sino de gobierno, y que, por lo tanto, no corresponden a temáticas académicas, sino también políticas. Por ejemplo, cuando una comisión asesora o tribunal evalúe a un docente para su designación eventual en un cargo, ¿evaluará estas tareas de gobierno según el acuerdo o desacuerdo que se tenga con las políticas que el evaluado desarrolló en el desempeño de estas funciones? Por ejemplo, quien fue presidente de la Comisión Coordinadora del Interior, ¿ha de ser evaluado por cómo manejó la comisión, por cuánto trabajó en ella, por cuán exitosas fueron sus políticas, por cuántas votaciones perdió o ganó? Si no es por esto, entonces, ¿cómo y qué se evalúa? ¿El tiempo de permanencia en el cargo?

Otras situaciones notoriamente absurdas pueden generarse: en un llamado para ocupar un cargo docente, alguien puede ganarlo por haber sido presidente de una asamblea de claustro, mientras que otro candidato con los mismos méritos en los rubros académicos en juego puede perderlo porque sólo llegó a director de un instituto –o exactamente al revés, de acuerdo al divergente criterio de otra comisión asesora–.

Nótese que, de tratarse de una función elegible por los pares –y lo son casi todas las tareas de gestión–, puede haber quien raramente haga estas tareas, pues los colectivos no lo votan o no lo proponen para ellas. Está así dándosele una “ventaja” a quienes consiguen hacerse elegir en ciertos cargos, y esto es especialmente grave porque en su esencia esas tareas no son parte del impulso vocacional que nos lleva a la actividad universitaria.

En resumen: (e) y (f), al definirse como funciones docentes, quedan sometidos a los mecanismos usuales de evaluación docente. Esto instala una distorsión insalvable, puesto que un docente puede y debe ser evaluado por lo que puede y debe hacer (enseñar, investigar) pero no puede ni debe ser evaluado por lo que no puede hacer, entre otras razones, porque la realización de estas tareas no depende de sí mismo (por ejemplo, no depende de uno ser elegido para desempeñar cargos de gobierno universitario).

Por otro lado, destacaremos que los comentarios anteriores no significan en absoluto que no deban reafirmarse las disposiciones de la Ley Orgánica que establecen que algunas tareas de administración y de gobierno deben ser realizadas por docentes o ex docentes, por ejemplo, las que corresponden a los cargos de rector y decano: estas tareas hacen al cogobierno de la Universidad de la República.

Un asunto central en las discusiones recientes sobre política universitaria aparece designado como función en el ítem (c). En este corto espacio, no es nuestra intención zanjar este polémico tema, pero algunas consideraciones son pertinentes.

La llamada “extensión universitaria”, hasta en su mera definición, ha sido un motivo de constantes desacuerdos en los colectivos universitarios. En particular, este asunto jugó un papel casi protagónico en la última campaña electoral para el rectorado; esto se continuó cuando las nuevas autoridades implementaron sus políticas, con diversos conflictos de compleja –y parcial– resolución.

No obstante, a lo largo de todas estas discusiones, en todos los intentos de teorización y en todas la formulaciones de este concepto, se observa un punto en común que, sin embargo, nunca llega a explicitarse enteramente: la extensión no aparece definida como una función, sino como un ámbito donde se desarrollan otras funciones.

En cualquiera de las concepciones elaboradas y estructuradas, subyacentes a las definiciones de esta actividad, se considera que la extensión consiste –o debería consistir– en el desarrollo de las funciones usuales básicas e incuestionables en una universidad moderna: la enseñanza y la investigación, pero implementadas en un sentido o, más precisamente, en un ámbito en el que otros participantes exteriores a los claustros entran a tallar, directamente, en la enseñanza y la investigación.

Este ámbito conlleva, o implica, u opera en una perspectiva social, con énfasis en el “afuera” de la Universidad. Cuando se desarrollan las llamadas actividades de extensión y/o de relacionamiento con el medio, no se está (o no se debería estar) haciendo algo diferente, no incluido por la enseñanza y por la investigación, sino que se están haciendo esas tareas, pero dirigidas a quienes no son sus receptores primeros, a saber, los estudiantes y otros colegas.

Estos ámbitos de trabajo pueden fomentarse de múltiples formas, por ejemplo, mediante incentivos especiales, mediante políticas de desarrollo, etcétera, pero es, a nuestro juicio, conceptualmente improcedente confundir ámbito con función.

Por su parte, el punto (d) es demasiado vago en su formulación; tal vez fuera poco nítida la perspectiva que llevó a su inicial inclusión en el primer Estatuto. A nuestro juicio, se trata de reconocer y de admitir, en el seno de la actividad universitaria, otras formas de creación que podrían englobarse en la denominación “creación artística”. Resulta de difícil comprensión el agregado “en función de la naturaleza del cargo”. ¿Qué es la naturaleza del cargo? ¿El grado, el servicio al que pertenece, las bases del llamado?

La redacción del Estatuto vigente, en este punto, nos parece preferible a la que se proyecta ahora. Véase si no: “otras formas de actividad creadora cuando sean subsidiarias a la enseñanza y a la investigación”, formulación que fija los criterios sobre lo que hay que considerar.

Finalmente, diremos que engrosar el listado de funciones docentes, lejos de redundar en mayor exigencia y mejor rendimiento, contribuye al desdibujamiento de la labor docente, cuyo sentido se disuelve en una enumeración igualadora del enseñar-investigar y del cumplir tareas burocráticas o de política universitaria. Este desdibujamiento está en marcha, desde hace mucho, tanto en la Universidad como en los otros subsistemas de enseñanza, aunque con algunas características diferentes.

Defender la enseñanza –defender la Universidad– implica tener estatutos que defiendan el sentido propio de sus trabajadores docentes: enseñar e investigar.

Alma Bolón, Walter Ferrer