Teatro para el Fin del Mundo (TFM) es un proyecto nacido en México, con el antecedente de una gira en la que se dio tratamiento escénico a espacios que habían sido devastados por fenómenos naturales y estaban en situación de abandono. Ese proyecto se ha desarrollado luego como una red que articula otros países, entre ellos el nuestro: el colectivo TFM Montevideo (actualmente Cooperativa Artística TFM Uruguay) se estableció en el Cerro y La Teja para plantear un arte abierto al diálogo con el espacio y con la comunidad que lo habita. El grupo de gestión trabaja por amor y sin dinero, al igual que los artistas (que en algunos casos realizan campañas de crowdfunding para costear sus pasajes). Entrevistamos a su directora, Susana Souto, en el Parador del Cerro. Allí, de pie y acompañadas por niños, ruinas, viento y ruido de motos, conversamos.

–¿Cómo llega el TFM desde México al Parador del Cerro?

–En 2012 fui con un colectivo teatral al primer Festival para el Fin del Mundo, en Tampico, con una ignorancia bestial sobre qué íbamos a hacer, y nos vimos en la situación de tener que adaptar una obra de sala a un espacio en ruinas y ganado por la basura. Esa experiencia fue muy movilizadora e hizo que empezara a pensar en estas otras posibilidades de la escena, más allá de la sala e incluso de los espacios no convencionales que tienen cierta lógica. Los espacios ruinosos, intransitables, no están abandonados; los niños que están acá, los adolescentes, sí están abandonados, de alguna manera, por el sistema. Me empezó a llamar mucho la atención eso de resignificar los escombros que el sistema deja, lo que queda de lado porque ya no sirve; cosas o los propios barrios, que ya no interesan demasiado.

Comenzamos a juntar voluntades, amigos, gente que se colgó con el proyecto; consideramos la pertinencia de hacerlo en Uruguay, en una situación socioeconómica bastante diferente de la de Tampico, pero que tiene puntos en común. Más allá de que varios integrantes del colectivo somos cerrenses, empezamos a ver que en el Cerro había un montón de espacios otrora productivos y muy funcionales al sistema, que después fueron dejados de lado, como los frigoríficos, que son el gran paradigma de esto.

El Parador del Cerro también tuvo un pasado glorioso, si se quiere. Su historia es bastante peculiar, porque en su momento de apogeo era un lugar de cenas show con un costo bastante elevado, a las que venía gente que podía pagarlas, venían turistas, no era transitado por la población del Cerro. Sí trabajaron acá cerrenses, y lo construyeron cerrenses, pero no era un espacio de apropiación barrial, sino un lugar divino, privilegiado, con toda la ciudad a tus pies, pero que la gente de acá no podía disfrutar. Fue significativo el proceso: deja de funcionar, pasan cosas, pasa la IM y lo termina dejando abandonado. Hay 15 años de abandono, con sucesivas crisis económicas, y esto se convirtió en un asentamiento, o sea que en verdad cambió muchísimo y el lugar se resignificó de otra manera. Nos pareció interesante venir acá; primero eso, venir, porque hay algo del cerrense de que en la fortaleza te roban o se drogan, así que la gente del Cerro viene los domingos de tarde, pero es impensable que suba después de determinada hora. Quisimos restituir la idea de que este lugar es para todos y hacer ver que las personas que viven acá no son ningunos monstruos; les tocó estar en este lugar, y no en las mejores condiciones, pero son vecinos como cualquier otro. El primer año hicimos un trabajo llamado Retroversión que un poco tomaba las memorias, las historias de este lugar, intervenidas por lo que pasó en los últimos 15 años. El parador también simboliza todo un contexto y es una de las sedes más fuertes del TFM.

–¿Cuáles fueron los aspectos del festival en México que los cautivaron? ¿Cómo fue traducirlos a este contexto?

–Fue bastante conmocionante ir tres mujeres a uno de los lugares más peligrosos de México, donde hay, por ejemplo, el mayor índice de desapariciones. Tamaulipas es uno de los lugares donde hay más fosas comunes, y el feminicidio es moneda corriente. Ahí arribamos nosotras tres sin tener mucha idea de nada, en un proceso bastante kamikaze, y lo primero fue decir: “Pah, estoy haciendo este trabajo en un espacio en ruinas, que además es un lugar ganado por narcotraficantes”. La mayoría de los espacios abandonados en México tienen esa característica, son lugares muy riesgosos, y me pasó que me vi conmocionada por la experiencia estética de la ruina, que me parece maravillosa, cuando empecé a ver aquellos lugares iluminados, de los que salían colores. Llevábamos una obra que tenía que ver con la apropiación de personas durante la dictadura militar, y fue muy fuerte a todo nivel. Nos dedicamos al arte, pero estamos metidos en una historia, en un contexto, atravesados por lo que pasa en nuestra ciudad, y no podemos darle la espalda a eso, ni a ver cómo, desde nuestro lugar, aportamos a la construcción de otra sociedad.

Lo que ellos hacían era muy kamikaze pero muy valioso: intervenir esos espacios que se sabe que son de tráfico de drogas, de achiques, de aguante... Tampico es una ciudad en la que después de las ocho o nueve de la noche la gente sale muy poco a la calle; además, la primera vez que fui, en 2012, con el gobierno de Felipe Calderón había una represión brutal. De aquella experiencia muy movilizadora me quedó cómo los mexicanos tienen el arte muy arraigado en la vida de las personas. Si pasan cosas que nos atraviesan a todos, como la desaparición de personas, los artistas somos los primeros que tenemos que hacer algo con eso, no podemos estar ajenos o haciendo una obra que nada que ver. O, si la hacemos, también hagamos esto.

Creo que fue por ahí, aquella seducción, después venir acá y pensar ¿y Uruguay? Surgió el Cerro y podría haber sido otro barrio, pero tenía sentido este tema de los frigoríficos. Nuestra primera idea era intervenir el frigorífico Swift, pero no lo logramos: era muy complicado. El primer año estuvimos en un galpón que aún permanece abandonado, aunque hoy en día está el PIT-CNT. El año pasado trabajamos en el frigorífico Castro, en La Teja; este año no lo podemos reeditar, porque está en peligro de derrumbe. Ahora estamos en este espacio y en el de la planchada, contiguo al Memorial de los Desaparecidos; es como un capricho nuestro en el sentido estético. Una construcción inacabada, con la vista de la bahía, que es maravillosa. Ahí hay un colectivo que está trabajando mucho en la resignificación de ese espacio, el proyecto Ipiranga. El primer año ellos tenían un club de boxeo ahí, pero todavía no estaban trabajado en la planchada; el segundo año ya se habían apropiado del lugar y estaban haciendo cosas muy interesantes.

Hoy por hoy, ¿eso es un espacio abandonado? ¿Esto es un espacio abandonado? No: acá hay gente que se lo apropia todo el tiempo, y aquello tampoco está abandonado, pero sí pasa lo que te decía: hay un abandono de estos lugares por parte del sistema, o quizá la palabra justa sea “invisibilización”; algo así como pasarle por adelante y que no exista. Lo mismo pasa con la pobreza, en definitiva.

–¿Cómo es la relación de ustedes con la comunidad local?

–Yo siempre digo que vinimos como conquistadores, colonizando, y nos quedamos. Esa fue nuestra actitud en un principio, y creo que hasta fue violenta. Llegar y decir: “Vamos a intervenir este lugar”. Con toda la buena onda del mundo, con todo el amor que les teníamos a todas las personas que nos encontrábamos acá, éramos unos perfectos desconocidos que nunca habíamos venido a este espacio, y claramente, como en todo primer acercamiento, hubo resistencias al principio. Veníamos a ensayar la intervención y había ruido constante, los chiquilines estaban todo el tiempo dando vueltas; con los adolescentes y los adultos estaba todo bien, pero había motos a todo lo que daba, parlantes... De a poco, eso se fue modificando. Seguimos viniendo y nos fuimos dando cuenta de que había otra manera de conversar, descubriendo esas cosas que no se aprenden en ningún lado, bien de la comunicación. Y creo que para todos el momento del clic fue antes del primer festival, cuando todos nos dimos cuenta de que teníamos algo muy poderoso, que se había generado una situación de amor y de respeto recíproco. Los chiquilines que hacían ruido con la moto, que estaban por fuera mirando lo que ensayábamos, de pronto empezaron a cablear con nosotros, a enfocar, a ayudarnos en todo lo que hacíamos.

Eso pasó en el festival, y después ellos se quedaban con los artistas, hablando y viendo todas las obras. Ahí sucedió. No te puedo decir cuándo fue o cómo fue; no teníamos una metodología, no sabíamos cómo lo íbamos a hacer. Simplemente lo hacíamos y salió. Y el momento fue mágico: ese momento en que empezamos a ver que los niños nos pedían para participar en nuestra intervención. Así sucedió acá, que es el espacio donde más hemos estado.

–¿Qué hacen a lo largo del año?

–Lo llamamos “programa de ocupación e intervención de espacios abandonados” y tenemos varios proyectos. El más fuerte es el festival, y después tenemos algunos más chicos en cuanto a dimensión, pero no a profundidad. Uno es Circuitos activos, de residencias para artistas interesados en trabajar en esos espacios. Lo que hacemos es abrir convocatorias, y a veces lo planteamos cara a cara: “Che, ¿querés hacer algo en el parador?”. Lo que le ofrecemos al artista es simplemente la logística, y nos ha pasado que vino acá el Grupo de Teatro del Oprimido de Montevideo, o una banda con la que hicimos un videoclip.

Por otro lado, tenemos Alto voltaje, que es un trabajo de talleres y laboratorio dirigido por el colectivo y por otros artistas, como Roberto Suárez y María Dodera, que también está enfocado en el tratamiento de lugares abandonados, desde lo escénico y lo plástico. Este año hicimos todo un proceso de laboratorios nuestros, abierto a la comunidad, y participaron algunas personas que no tienen que ver con el TFM. Lo desarrollamos en el teatro Florencio Sánchez, con el que tenemos una comunicación muy estrecha, y en otros lugares. También estuvimos trabajando en la estación Yatay, en Capurro, que es un lugar que nos gusta mucho. Tratamos de ir generando diferentes movidas en diferentes lugares.

Y el último componente es el trabajo con la comunidad directamente, porque los otros son indirectos. Hicimos talleres, por ejemplo, en los veranos de 2015 y 2016. En la primera edición, talleres por el Inju [Instituto Nacional de la Juventud], para niños y adolescentes de los que están acá en el parador, porque la gente más joven del TFM ganó el Fondo de Iniciativa Juvenil. El año pasado también fueron para niños –uno de ellos con una cantante mexicana–, hemos proyectado películas y audiovisuales, y eso funciona sobre todo en verano, porque el resto del año las condiciones son difíciles, hace mucho frío... El trabajo central se ha concentrado acá en el parador.

–¿Qué particularidades tiene el trabajo artístico en este contexto?

–Me pasó algo muy significativo acá, cuando estaba dirigiendo la primera intervención –nosotros nos rotamos en la dirección de los trabajos–, algo muy loco: un compañero estaba trabajando con una historia muy emotiva, y de pronto veo a dos de los pibes grandes de la vuelta, con mate y termo, mirando del lado de atrás; ahí se quedaron y estaban totalmente cautivados, cooptados por lo que estaba sucediendo, pero jamás se pusieron del otro lado, en ningún momento se pusieron delante del performer. Yo lo estaba mirando del otro lado y veía la cara de ellos, cómo estaban disfrutando, pero seguramente nunca habían ido a una sala, era su primera experiencia con algo artístico y lo miraban así, del lado que ellos consideraban que tenían que hacerlo: atrás. La gente se pone donde puede, no donde quiere. Somos personas entrenadas en la recepción de los espectáculos y nos acomodamos, pero, mal o bien, siempre queremos mirar la carita de la gente. Ellos habían venido a tomar mate, a fumar o a lo que fuere, y miraban, o espiaban...

Eso es muy interesante desde el punto de vista estético, algo entre lo comunitario y el desafío que eso te genera como artista. Y luego estas pequeñas cosas de incorporar directamente a la comunidad en lo que estás haciendo. El año pasado, en uno de nuestros trabajos, The Borders, en el que tratábamos el tema de los refugiados, hubo dos o tres gurises de acá que estuvieron en la performance; habíamos hecho unas fogatas en diferentes lugares del parador, y ellos trabajaron con nosotros todo el tiempo en la intervención, mágicamente. Eso te pone como... ¿Qué historia? ¿Necesitás ser un profesional para trabajar en determinadas cosas o no? ¿No se puede incorporar en un espectáculo profesional a gente que no tenga determinado entrenamiento, pero sí quiera participar y tenga algo para decir, una estética para aportar? Eso también me resulta súper interesante.

Es brutal lo que te enseña el festival como artista. Ya gestionarlo es muy potente, y más sin recursos; es todo muy a huevo, tenemos recursos de instituciones importantes, pero es autogestionario, y eso también te coloca en un lugar muy interesante. No digo que tengamos que trabajar en la carencia, pero eso te da un montón de posibilidades, de resoluciones rápidas con lo que hay. Te abre, te convertís en una persona mucho más preparada para cualquier terreno. Puedo hacer eso que quiero en cualquier lado. Es un poco peligroso acostumbrarse, también.

–¿Cómo es el grupo de trabajo?

–Empezamos siendo un grupo de amigos que al volver de Tampico nos juntamos, y después se fue agregando gente, algunos salieron del laboratorio que dio Ángel Hernández, fundador de TFM México. El primer año hubo un componente muy fuerte de gente del barrio, y después vinieron también desde otros lugares. Personas vinculadas con el arte de diferentes maneras, que se fueron colgando con la propuesta.

–Respecto de la curaduría, ¿qué tipo de trabajos seleccionan o proponen para el festival?

–Siempre hicimos una convocatoria abierta, pública, más allá de que también haya grupos invitados, porque tenemos la idea de que esto sea una red de festivales. El primer año en México y Uruguay, con una pequeña réplica en Buenos Aires; el segundo año en México y Uruguay, y este tercer año en México-Tampico, Córdoba y Uruguay. Hay grupos que son colaboradores de TFM México desde hace tiempo y que hicieron toda la red, todo el circuito. También hay algunos grupos de Córdoba. Siempre intentamos invitar a la gente con la que sabemos que hay una historia de colaboración con el proyecto, una comprensión bastante importante de lo que se hace y una gran solidaridad. Eso, por un lado. Como te decía, también hacemos una convocatoria abierta en Uruguay a todas las disciplinas artísticas. Esto es un diferencial con TFM México, que está pensado sobre todo para las propuestas de intervención escénica y teatro.

Funcionamos en comisiones, y una de ellas es la que llamamos de contenidos culturales; somos los que tomamos el diseño del festival, pensamos los contenidos y hacemos una preselección. Este año, por ejemplo, nos encontramos con 83 propuestas, que es un montón, y de distintos países. Hicimos una preselección de unas 20 propuestas, y a partir de eso eligió un jurado externo, integrado en este caso por la directora de teatro María Dodera, el periodista Leonardo Flamia, Ángel Hernández y una profesora de Historia del Arte local, porque intentamos que haya alguien vinculado con la zona, que tenga la mirada del territorio. Entonces, la programación se conforma con personas que se presentaron a la convocatoria, nuestros invitados, y también otros invitados que nos sugiere el jurado.

El año pasado, dado que las propuestas que se habían presentado no cumplían con algunos criterios vertebradores relacionados con el trabajo de TFM, se invitó al Laboratorio de Práctica Teatral [que lleva adelante Sergio Luján], porque su lenguaje es bastante similar al que nosotros trabajamos. En definitiva, tanto los criterios para la inclusión de contenidos como los criterios del jurado están asociados con esto de que el espacio es el protagonista y la intervención en el espacio es lo que tiene que primar. Si bien una de las posibilidades es la adaptación de alguna obra, tratamos de que sean propuestas específicas para realizar aquí. A veces son trabajos en residencia, mientras que otras veces no se puede dar eso porque se trata de artistas mexicanos que vienen tres días antes, pero hay un proyecto y una reflexión sobre las prioridades que nosotros les proponemos, fotos, etcétera. La idea es que los grupos que participen en el festival tengan muy presente el trabajo sobre el espacio; el espacio es lo que les da la clave para el laburo. No se han seleccionado propuestas que consideramos que tienen muy buen nivel artístico pero que no funcionarían sin una sala. No elegimos teniendo en cuenta sólo lo que tiene que ver con la calidad, sino también, y sobre todo, considerando la intervención en el espacio.

–Cuando hablás de espacio, ¿estás pensando en términos físicos o comunitarios?

–Acá la comunidad es el espacio. Entonces las propuestas que seleccionamos para el parador tienen que ver con ciertos discursos que nos parecen adecuados para el espacio del parador y la comunidad que participa en él. Una de las propuestas que invitamos para este espacio es brasileña; la hace el colectivo ¿Hay Violencia en el Silencio?, que trabaja mucho sobre la perspectiva feminista, y nos pareció que no sólo tenía sentido específicamente, sino que además ellas hacen también un abordaje de casas abandonadas, es un colectivo acostumbrado a este tipo de espacios ruinosos. A su vez, fue lo que nos pareció más potente para trabajar acá con la comunidad. Estamos en una de las zonas de Montevideo donde hay mayores índices de violencia, incluyendo los de violencia doméstica, que son bastante potentes y tienen que ver con las condiciones socioeconómicas.

Pero al elegir también es fundamental que las propuestas tengan sentido en la comunidad. Hubo propuestas que tenían que ver con lo que fue el pasado de los frigoríficos, ese pasado productivo del que hablábamos antes y que también es importante para nosotros. Pero en cualquiera de los otros lugares no está la comunidad tan cerca, tan metida. En esos casos, al seleccionar, sí tiene más que ver el espacio en términos físicos, la arquitectura y la historia de la arquitectura. Va a cerrar el festival una banda local de rock, Rústika, que elegimos porque está todo bien con la cumbia, pero es lo que la gente de acá escucha todos los días, y tenemos la idea de que si podemos ofrecer también cosas distintas, a las que frecuentemente no tienen acceso, lo hacemos. El año pasado también fueron bandas de rock.

–Hablaste de una primera llegada colonizadora. ¿Cómo fueron deshaciendo eso? ¿Desde qué ideas de estética y política? ¿Hay algún criterio político en el teatro que hacen?

–Creo que ya la decisión de intervenir es política, como lo son las decisiones de venir a estos barrios, de no hacerlo en salas o de no cobrar entrada. Son capas sucesivas, y la base es venir: decir, como artista: “Decido moverme de mi centro”. Actualmente este pasó a ser mi centro, y es el centro de ellos. Este es nuestro lugar; es lo que tenemos y lo que somos.

Programa

La edición de este año “tomará como punto de partida el borde, el límite, atendiendo a los tránsitos humanos generados en nuestra sociedad contemporánea. Nos centraremos en esos tránsitos que nos hacen pensar y repensarnos en nuestras identidades asumidas, que nos colocan frente al otro: el refugiado, el migrante, el delincuente, el preso, el ‘distinto’”, se informa en el sitio http://tfmuruguay.blogspot.com.uy. Como destaques de la programación se pueden mencionar la presencia de la cantante española Queyi en la apertura (que se llevará a cabo en el teatro Florencio Sánchez, el miércoles de la semana próxima a las 15.00); el trabajo de las brasileñas ¿Hay Violencia en el Silencio?, dirigido por Nirlyn Seijas, que se ensambla con el laboratorio que ellas van a conducir; y Sensación cuarteto, dirigida por Guillermo Baldo, interesante trabajo de alguien que ha participado en todas las ediciones anteriores del festival y que está muy comprometido con el proyecto. También se presentará una propuesta mexicana de instalación/ intervención: Sin Ítaca. Desde la escena nacional, habrá una intervención del espacio del parador con músicos y VJ llamada Chino+Fyslab, y en el cierre se presentará la banda cerrense Rústika. Está abierta hasta el 1º de noviembre la convocatoria a participar en los talleres internacionales que se realizarán en el marco del festival, todos ellos gratuitos.