En un diálogo convocado para debatir un proyecto de ley de “sitios de memoria” se colocó la pregunta: “¿Por qué necesita la sociedad ‘marcar’ nuestro paisaje de violencias estatales y resistencias?”. Entre muchas y válidas argumentaciones, se sostiene que los “sitios de memoria” apuntalan las garantías de “no repetición” en directa relación con la aspiración de Nunca Más.

Es una razón de gran potencia jurídica y cultural, cuya actualidad está fundada en que siguen ocurriendo hechos de categoría jurídica y moral semejantes a los que son objeto de marca y repudio en su versión de pasado reciente.

Específicamente, la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes. Un asunto central de esta época. ¿Por qué semejante actualidad y jerarquía a la tortura? Ensayaré cuatro argumentos.

Uno. Porque a nivel global ha retrocedido el consenso que condena la tortura. En torno a la prohibición de torturar adquiere forma el horizonte de humanidad deseable y posible en cada momento histórico. Si el Estado, que siempre es “el más fuerte”, no se prohíbe a sí mismo torturar, la ley del más fuerte queda consagrada como base de las relaciones sociales. La prohibición de la tortura fue consagrada recién en 1948 en el artículo quinto de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Contiene, en sentido amplio y estricto, la prohibición absoluta para el Estado de ejercer violencia sobre las personas con la finalidad de controlarlas en cualquier sentido; incluso para obtener información crucial. Desde entonces se busca perfeccionar los mecanismos para hacer efectiva la prohibición, al tiempo que se evidencia la persistencia de su práctica a nivel global. A partir del 11 de setiembre de 2001 y el Acta Patriótica promulgada enseguida en Estados Unidos, se multiplicaron las argumentaciones desde el poder para sostener la pertinencia de la tortura. En la actualidad se debe asumir que la controversia sobre la tortura está abierta, y las consecuencias se dirimen cada día en la vida de incontables personas en todo el planeta.

Dos. Porque su práctica no ha encontrado una respuesta en las instituciones de la democracia uruguaya. Durante una década la tortura fue el principal “argumento” de gobierno. La aplicación masiva de la tortura y la prisión prolongada fueron el hilo conductor del terrorismo de Estado en Uruguay. No obstante, hasta el presente el Poder Judicial no ha construido un consenso para investigar, juzgar y castigar ese delito aberrante. Esa omisión despoja a la aspiración de “no repetición” de un sujeto concreto: ¿qué no debe repetirse? Entre todas las aberraciones ocurridas a la sociedad uruguaya, todavía falta cuestionar integralmente la tortura practicada como medio de gobierno por la totalidad de las instituciones de la dictadura. Hasta el momento las instituciones de la democracia no encuentran razones ni mecanismos para investigar, enjuiciar y castigar(1).

Tres. Porque hay instituciones en las que la utilización de tortura u otros tratos crueles, inhumanos y degradantes no es pasado ni reciente, sino presente. Son situaciones conocidas, por lo tanto, y hasta nuevo aviso, también toleradas. Podría sostener esta incómoda afirmación basado en los informes y valoraciones de relatores internacionales, comisionados parlamentarios y otras fuentes similares. Por su relación con lo que vengo sosteniendo, prefiero llamar la atención sobre lo que aporta una sutil e impactante nota referida a la recreada pretensión de instalar un centro de privación de libertad para adolescentes allí donde funcionó uno de los centros clandestinos de tortura de la dictadura: La Tablada(2). La autora incluye la palabra de un experto argentino, que visitó el actual Centro de Ingreso, Diagnóstico y Derivación del INISA: “...era realmente intolerable, como la planificación del mal [...] es un centro de castigo, de punición, de reducción a lo no humano [...] un espacio concentracionario”. No creo que ninguna autoridad política actual haya “planificado el mal” como destino para jóvenes en prisión. Tal vez para llegar a ese resultado haya sido suficiente que emitieran como mensaje político “ni una fuga más”. Es posible imaginar que las instituciones encargadas de esa “tarea” reaccionaran bajo la rutina habitual dentro de un Estado que no encuentra la manera de condenar ni siquiera la tortura ejercida por una dictadura despreciable que carece de defensores públicos. Por ahora.

Cuatro. Porque las instituciones comunican cuando dicen y también cuando callan. No es posible desvincular 11 años de terrorismo cívico militar de los silencios orgánicos de la Suprema Corte de Justicia y el Poder Legislativo cuando se produjo el golpe de Estado el 27 de junio de 1973. Desde la perspectiva de tal experiencia histórica parece urgente hablarles a las instituciones actuales sobre la tortura. Nombrar y desmontar toda legitimidad a las violencias institucionales llamadas torturas, trato cruel, inhumano o degradante. No sólo como marcas del pasado repudiable sino, especialmente, como presente intolerable.

(1). Con motivo de las sesiones que realizará en Montevideo la Comisión Interamericana de DDHH, centenares de denunciantes de torturas y otros crímenes de lesa humanidad estamos movilizándonos bajo la consigna “Justicia demorada es justicia negada”.

(2). “Déjà vu”, de Azul Cordo en Brecha, 22 de setiembre, p. 36. Ver: brecha.com.uy/deja-vu-2/