El fin de semana me tomé un barco hacia Buenos Aires. No lo sabía, pero en la cola para abordar me enteré de que se trataba de un barco ecológico. La información me llegó por una elegante azafata de la empresa, que repartía generosamente pares de fundas de TNT elastizadas que los pasajeros debíamos ponernos por encima de los zapatos. Según explicó, esto era necesario para no ensuciar la moqueta del piso del barco y así evitar los químicos altamente tóxicos que deberían utilizarse para su limpieza.
“Qué bien, he aquí una empresa preocupada por el medioambiente”, me dije a mí mismo mientras comenzaban a dibujarse imágenes futuristas en mi mente. Me imaginé que el barco funcionaría con energía solar, que sus paneles fotovoltaicos habrían sido construidos con materiales renovables –no con el habitual cuarzo extraído de las agotadas entrañas terrestres– y que las baterías de almacenamiento no utilizarían litio, cuya explotación amenaza los grandes salares sudamericanos.
También supuse que estos sistemas tendrían una vida útil mínima de 100 años, para asegurar la sustentabilidad para las generaciones futuras y no tener que estar excavando nuevas minas. Me imaginé –ya en el colmo del éxtasis y sintiéndome un poco ridículo caminando por la rampa con aquel calzado de quirófano– que el buque habría sido construido en madera proveniente de plantaciones forestales sustentables y que sus butacas y tapizados estarían fabricados con fibras vegetales, todo certificado por algún organismo internacional competente y confiable. Llegué a pensar incluso que el free shop no vendería artículos empaquetados y entregados en bolsas plásticas, como es habitual.
Pero no. Resulta que el barco ecológico funciona a gas (un combustible fósil no renovable que emite gases de efecto invernadero), está construido con hierro y acero (provenientes de minas a cielo abierto y siderurgias de alto consumo energético), que el free shop despliega sus bolsas como si nada y que la cafetería utiliza vasos y platos descartables. Y también que las zapatillas elastizadas son recogidas al final del viaje para ser arrojadas a la basura (ahí comencé a sospechar que en realidad su propósito no era tanto evitar los químicos por el daño ecológico como el gasto económico por el daño financiero).
“¿Será que me están engañando?”, pensé, desconfiando ya de tanto diálogo interno. Como no tenemos normas que eviten o castiguen la publicidad engañosa, se me ocurrió redactar algunos criterios que –a modo de check list– puedan sernos útiles, querido lector, para evaluar cuándo el bien o servicio ecológico ofrecido es real o se trata de un mero ardid publicitario.
1) Que algo es “ecológico” quiere decir que se adapta a los ecosistemas y a la naturaleza sin alterar sus condiciones, perturbar su equilibrio o disminuir sus recursos. Si no es así, podemos hablar de algo con más o menos impacto ambiental, pero nunca “ecológico”. Lo ecológico se comporta como la naturaleza: no desperdicia nada, lo recicla todo, nunca se agota y siempre se renueva. Si un bien o servicio es ecológico no tiene residuos que no sean utilizados por otro bien o servicio para crear nuevos bienes y servicios que no tienen residuos que no sean utilizados por otro bien o servicio… etcétera.
2) Tenga siempre en cuenta que existen materiales renovables y no renovables. Nada que no sea renovable es ecológico: se agota y no cumple la primera condición de sustentabilidad.
3) No vea sólo el producto final: vea toda la cadena de insumos y energía necesarios para producir ese bien o servicio. Y también, cómo no, el resto de la cadena una vez que haya finalizado su vida útil. Es decir, a dónde van a dar sus residuos.
4) Muchos recursos renovables no lo son infinitamente, y esta condición depende de la intensidad de su extracción. Por ejemplo, el monte nativo es renovable y su leña también. Pero si se lo tala completamente, ya no se renueva más.
5) No importa que un producto sea “reciclable” como que efectivamente se recicle. El océano está plagado de bolsitas “reciclables”.
6) Las generaciones futuras deben poder disfrutar de la misma cantidad de recursos que nosotros y de una naturaleza no más degradada que la actual. Por lo tanto, la cantidad de materia y energía que consume nuestra generación y la integridad de la naturaleza deben estar disponibles –al menos, y siendo muy egoístas– por 100 años, para servir, como mínimo, a nuestros bisnietos.
Con esta breve check list de seis puntos, creo que usted ya puede pararse ante el nuevo producto o servicio “ecológico” que le ofrezcan y decidir si se trata o no de un mero ardid publicitario.
Si luego de unos días, usted comienza a notar que nada le viene bien, que todo le parece insostenible y que no estamos asegurándoles nada a nuestros bisnietos, no se amargue, no desespere, no piense que se está volviendo loco. Todo lo contrario: apenas está comenzando a ingresar a la cordura.