Se puede afirmar que las migraciones son una marca en el orillo del “ser uruguayo”. Buena parte del siglo XX da cuenta de una extensa tradición hecha de memorias y silencios, de amarguras y esperanzas, que van desde la inmigración europea hasta el velado y constante flujo del interior del país hacia la capital. La caracterización migratoria no se cierra aquí. Es decir, la consolidación de una identidad nacional urbanizada y receptora, que se expresa y cierra en el viejo eslogan “país de inmigrantes” (europeos), no logra la construcción de un relato que integre y articule la partida de miles de uruguayos hacia la prosperidad del norte o hacia el refugio político. Tampoco termina de acomodarse al fenómeno del reciente retorno, ni al arribo de miles de personas de diversas nacionalidades del hemisferio sur, que anhelan encontrar en Uruguay tregua y oportunidad.

Adaptarse a la compleja dinámica de los flujos migratorios no es un proceso sencillo. En Uruguay, por ejemplo, existen dificultades en reconocer a la diáspora como una realidad social, y cuando se trata de reconocerla, además, como una realidad política, se exacerba una mirada conservadora que vigila a estos peregrinos como a una manada oportunista al acecho del preciado tesoro que representa el sufragio. Una manada que busca sacar provecho del rico patrimonio democrático que se sostiene y cristaliza en el voto, como acto simbólico y material de la democracia.

Tratemos de hacer aquello que planteaba John Rawls –el velo de ignorancia–, que nos permita indagar, razonablemente y sin condicionamientos contingentes, si el voto exterior es adecuado en términos de justicia. Aquí, el viejo Rawls no sé bien cómo haría. Me lo imagino con algún bourbon encima y la media cancán de la señora tapándole los ojos. Y la señora Rawls, testigo de esta escena, agazapada, con cifrada esperanza de lujuria y desenfreno. O bien, pensando con desazón en lo que su madre le previno acerca de casarse con ese muchacho John Rawls, que no estaba muy bien de la cabeza. En fin, no sabremos nunca cómo resolvió las dificultades conyugales el matrimonio Rawls, pero sí es bueno intentar ese ejercicio del velo de ignorancia.

Robert Dahl, afecto a la democracia desde un enfoque procedimental, plantea que las democracias funcionan si adhieren a una serie de criterios. Uno de estos criterios refiere a la igualdad en la participación electoral: Todo ciudadano debe disponer de iguales oportunidades para expresar una opción electoral. A partir de esta pauta, subrayemos que, una vez que pasamos a residir en otro país, no hay pérdida ni renuncia de la ciudadanía política; tampoco la hay cuando adquirimos la nacionalidad del país de residencia. Es más, tampoco la perdemos ni renunciamos a ella cuando, residiendo en Uruguay, adquirimos la nacionalidad de otro país mediante vínculo de sangre. Estamos, por tanto, ante la presencia de una obstaculización del Estado, que transita entre la suspensión implícita de la ciudadanía política y el ejercicio desigual del sufragio. En efecto, esta desigualdad se expresa en la propia diáspora, considerando que muchos uruguayos se avecinan al país en instancias electorales y pueden ejercer el voto. Otros, por razones económicas, de distancia o tiempo, no lo pueden hacer.

Continuemos con la igualdad. Muchas veces, al pasar por la puerta del boliche, escuchamos: “No habría igualdad. Yo pago impuestos y ellos no”. Al parecer, la posibilidad de sufragar estaría estrechamente vinculada a la concepción ciudadano/contribuyente como binomio igualador. Desde esta óptica, entonces, todo aquel ciudadano que por diversas circunstancias no contribuye, no vota. Si todavía seguís con la media en los ojos, te darás cuenta de que con este razonamiento censitario tendríamos que votar con declaración jurada en mano, e imaginate aquellas personas que viven la penosa situación de tener que estar colgadas de la luz y el agua, o que necesitan de las redes de contención pública para subsistir.

“¿Y los que votan en el interior? ¡Ellos viajan a su pago!”, grita uno golpeando el vasito de grapa en la barra, haciendo saltar la cascara de limón. Es cierto, también se puede hacer el traslado de credencial fácilmente, sin necesidad de viaje. En el caso del ciudadano residente en el exterior, sólo tiene la posibilidad de sufragar avecinándose. De todos modos, si bien el traslado del elector al interior del país denuncia un conflicto en términos de igualdad, tampoco es justo que por distancia, tiempo o dinero algunos ciudadanos residentes en el exterior puedan sufragar y otros no.

Te decidís a entrar. Te sentás en una mesa, aflojás el saco y la corbata que llevás anudada al cuello, y en eso sale del baño un parroquiano que estaba con la oreja atenta a la conversa, y medio guiñándole un ojo a la barra, agrega algo así como: “El voto es obligatorio. Y si es obligatorio acá, debe serlo en todas partes”. Examinemos, hipotéticamente, qué sucedería en el caso de la instrumentación del voto desde el exterior. En América Latina, la amplia mayoría de las democracias cuentan con este instituto y, al mismo tiempo, han ido integrando mecanismos de voto desde el extranjero. Observemos comparativamente, en algunos ejemplos, cómo funciona: en Brasil se instrumentó por primera vez en las elecciones de 1989. En este caso, las penalizaciones entran en vigor dos meses después de que el ciudadano “infractor” regrese al país. En Argentina es desde 1993, y en el caso de los argentinos residentes en el extranjero no es obligatorio. En Bolivia, desde 2009, y los bolivianos residentes en el exterior ejercen el derecho al sufragio de manera voluntaria, al igual que en Argentina. En Paraguay, se instrumentó el voto desde el exterior voluntario en 2013, en Ecuador, desde 2002, etcétera.

Hay razones que explican que el voto desde el extranjero sea voluntario. Por un lado, existe suficiente evidencia que confirma que la correspondencia entre acceso al derecho al sufragio desde el extranjero y participación electoral es débil. Las mayores exigencias y dificultades que se presentan para la inscripción en el padrón electoral en el extranjero podrían explicar la baja inscripción y la baja participación sobre el universo de posibles electores. Por tanto, si a esta realidad le sumamos la dificultad de la obligatoriedad, la participación probablemente sería aun más baja.

Vamos a considerar que aun decidimos preservar la obligatoriedad del sufragio desde el extranjero. Supongamos que nuestro elector residente en el exterior no participa en una elección y tampoco presenta causa justificada. Para estos casos, perfectamente se pueden integrar en la norma electoral específica los plazos para presentar las razones fundadas que impidieron sufragar, y las sanciones en caso de no hacerlo; por ejemplo, pagar una multa consular para la renovación de pasaporte y para efectuar legalizaciones de documentos; impedimentos para acceder a las facilidades del retorno (Ley 18.250), etcétera.

Rainer Bauböck, durante una tarde primaveral y en medio de una caminata por Belvedere (no el de la cancha de Liverpool, sino el de Viena), respirando el aire fresco y seco, pensaba acerca de las tensiones entre nacionalidad, transnacionalidad y residencia. Los flujos migratorios ponen en cuestión a los estados-nación de antaño, desligando la exclusividad de la ciudadanía al territorio, es decir, a la residencia. En este sentido, al vienés Bauböck, sentado en algún jardín con fresnos del palacio, se le ocurrió la categoría de ciudadanía transnacional. Los flujos migratorios dilatan el espacio público, pasando de un Estado nacional a uno transnacional en el que “el vínculo de pertenencia de los ciudadanos que residen fuera del Estado es sustantivo, produciéndose afiliaciones simultáneas tanto en términos económicos como culturales y políticos, sin que lleguen a ser mutuamente incompatibles, orientando sus vidas hacia dos o más sociedades” (Bauböck, 1994).

Las identidades son cada vez más complejas, y las filiaciones simultáneas se producen en el marco de un mundo occidental altamente globalizado, en el que el flujo migratorio de personas profundiza asimetrías y desigualdades norte/sur. En este contexto, si observamos el perfil migratorio del Uruguay de finales de siglo a esta parte, nos encontramos con contingentes de uruguayos jóvenes, con una trayectoria educacional media y media alta: inversión pública en capacidades y herramientas en personas que desarrollarán su actividad en otros países; pensalo. Además, la diáspora se contrapone como reflejo de la sociedad más avejentada de América Latina. Sería razonable, entonces, la construcción de puentes que nos “unifiquen”, y no aumentar restricciones. El voto exterior, como inclusión política, contribuiría a fortalecer la filiación identitaria de Uruguay y mejorar los procesos de intercambio, tan necesarios para una sociedad que, además de envejecida, tiene una muy baja tasa de natalidad.

Volviendo al estimado y criterioso Dahl, nos plantea un asunto de vital trascendencia: el problema de la idoneidad y la comprensión. Basándonos en el principio de igualdad, el criterio asume que todo ciudadano debe contar con oportunidades apropiadas para descubrir y convalidar la mejor opción que atienda a sus intereses. Cabe la pregunta, entonces, de si los ciudadanos residentes en el exterior tienen oportunidades apropiadas para comprender con claridad la realidad política y social del país de origen. Pero subamos la apuesta y traigamos de regreso al elector que reside en Montevideo pero vota en, pongamos, Cerro Largo. ¿No cabe también la pregunta respecto a la idoneidad para elegir un intendente o alcalde de un lugar donde no reside? ¿Es posible que el ciudadano que vota en el interior del país también genere lealtades simultáneas con el departamento de procedencia que lo induzcan a participar electoralmente allí? ¿Es condición necesaria la residencia para comprender con cabalidad las circunstancias y elegir consecuentemente la opción electoral que se entienda adecuada? Si damos como válidos los procesos de globalización y de transformación en la comunicación tecnológica, difícilmente estemos en condiciones de plantearnos que no existen oportunidades para contar con información suficiente y relevante para definir adecuadamente la opción que se entienda conveniente, sin importar la residencia.

Sin lugar a dudas, el voto desde el exterior requiere la discusión política en todos los foros sociales y políticos. Si al final del recorrido se comprende que es legítimo el acceso al voto desde el exterior, la discusión no quedaría saldada. En efecto, lejos de languidecer, otras interrogantes quedarían planteadas; por ejemplo: ¿en todas las instancias electorales se debe habilitar el voto desde el exterior?; ¿los ciudadanos residentes en el exterior tienen derecho a ser elegibles?; ¿debería diseñarse una circunscripción electoral particular?; ¿cuáles serían los mecanismos más idóneos?

Víctor Abal | Licenciado en Ciencia Política, integrante del Consejo Consultivo de Catalunya (2008-2010)