Entre 1860 y 1862, Karl Marx escribió un breve –pero contundente– artículo que hoy, a tantos años de su publicación, nos deja perplejos por su vigencia y precisión. En Concepción apologética de la productividad de todas las profesiones, publicado póstumamente en Teorías de la plusvalía (hoy editado como Elogio del crimen), Marx expuso una de las primeras reflexiones sobre la economía política del delito y la industria del control penal: “El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una ‘mercancía’ [...] El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etcétera [...]”.

En la actualidad –y luego de grandes estudios sobre la relación teleológica entre sistema penal y modo de producción capitalista, como La industria del control del delito, de Nils Christe, o Cárcel y fábrica, de Pavarini y Melossi– es un hecho notorio que el delito, la (in)seguridad y la privación de libertad se han transformado en importantes fuentes de empleo y lucro económico. A título de ejemplo, en Estados Unidos, el país con la mayor tasa de prisionización del planeta (25% de la población carcelaria mundial), hay 2.300.000 personas efectivamente privadas de su libertad, a las que se suman 2.000.000 de personas sometidas a regímenes de libertad vigilada (parole y probation). Por otro lado, según datos expuestos por el juez argentino Eugenio Zaffaroni, el sistema penitenciario estadounidense emplea a más de diez millones de personas. Contrapuestas ambas cifras, la conclusión es obvia: el sistema penal emplea a más gente que la que encierra.

Gran parte de las cárceles estadounidenses son gestionadas por empresas privadas. Algunas de ellas, como Corrections Corporation of America (CCA) y The GEO Group, Inc., generan ganancias por tres billones de dólares anuales, según datos del 2014 de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por su sigla en inglés). Estas corporaciones –naturalmente– demuestran una férrea oposición a cualquier propuesta descriminalizadora (particularmente, a aquellas que pretenden una reducción en la intervención punitiva en materia de drogas e inmigración), en su afán de garantizar un flujo constante y creciente de su principal mercancía: los presos.

Pero la privatización del sistema carcelario en Estados Unidos es un fenómeno de reciente acontecimiento. En la década de 1980, el gobierno federal y varios estados resolvieron que las cárceles privadas eran la solución al grave problema del hacinamiento y la superpoblación. El efecto fue radicalmente el opuesto: entre 1990 y 2009, la cantidad de presos aumentó 1.600%, haciendo de la cárcel privada una de las principales causas del mass incarceration.

Actualmente, el sistema penitenciario uruguayo se expone a una situación análoga. A la fecha, nuestras cárceles albergan a casi 12.000 personas, y la población carcelaria aumenta a un ritmo de 700 reclusos por año, lo que ubica a Uruguay en el trigésimo puesto de los países con más presos del mundo. A esto se suma el gran número de personas privadas de libertad de forma preventiva (presos sin condena), que asciende a 80% según los datos manejados por la Fiscalía General de la Nación, y las deplorables e indignas condiciones de reclusión a las que se somete a los internos.

Para paliar esta realidad, el gobierno decidió inaugurar la modalidad de Participación Público-Privada (Ley 18.786) con el objetivo de emprender la realización de un megacomplejo carcelario lindero a la actual Unidad Nº 6, en Punta de Rieles, apto para encerrar a casi 2.000 personas, y cuya construcción culminará en diciembre de este año. Con tal fin, el Estado se asoció a las empresas Teyma-Abengoa, Inabensa-Abengoa y Goddard Cattering, que se mancomunaron bajo el Consorcio Unidad Punta de Rieles SA. Las dos primeras forman parte de un mismo grupo económico multinacional de origen español, especializado en infraestructura (Abengoa), que temblequea económicamente en el mundo: en 2016, solicitó un preconcurso en España por deudas equivalentes a 8.900 millones de euros, en Brasil alcanzó un pasivo de 700 millones de euros, y se encuentra, desde 2016, en un plan de desinversión global. La crisis económica de Abengoa llevó a que en diciembre de 2015 se tuviera que realizar una conferencia de prensa en la que Presidencia de la República ratificó su “plena y absoluta confianza” en Teyma-Uruguay, la principal contratista del Estado uruguayo.

En resumen, estas empresas serán las encargadas de gestionar la infraestructura, equipos y sistemas de seguridad, alimentación, lavandería, limpieza y control de plagas durante 27 años y medio; mientras que el Estado uruguayo se encargará de la seguridad y de la (ilusoria) política de rehabilitación que, como es archisabido, encierra una gran contradicción, pues es imposible preparar para la libertad encerrando a una persona.

Para su construcción, el gran complejo carcelario requirió recursos financieros frescos, por lo que el Banco Central del Uruguay autorizó al consorcio a emitir obligaciones negociables en la Bolsa de Valores de Montevideo por un mínimo de 90 millones de dólares, a una tasa de interés de 5,85% anual nominal, mediante la modalidad de financiamiento project-bond. Las obligaciones fueron adquiridas, mayoritariamente, por República AFAP, una administradora de fondos de ahorro previsional cuyos principales accionistas son el Banco República, el Banco de Seguros del Estado y el Banco de Previsión Social; o sea, el Estado uruguayo.

En este proyecto también están involucrados dos de los grandes e históricos estudios jurídicos corporativos del país: por un lado, Guyer & Regules, que revista como asesor legal del consorcio; mientras que Jiménez de Aréchaga, Viana & Brause oficia de administrador del fideicomiso que garantiza el pago de la emisión.

El negocio, en términos generales, es el siguiente: el Estado uruguayo remunerará al consorcio abonando una cifra aproximada de 700 pesos al día por recluso y, en caso de aumento de población carcelaria en 120% (se está admitiendo desde un principio la posibilidad de que se supere la capacidad de alojamiento), se incrementará el pago, ya que el Estado estaría incumpliendo con una de las funciones que tiene asignada, la rehabilitación.

Lo interesante es que la construcción de más cárceles como política pública sólo tiende a la intensificación de la crisis del sistema penitenciario, fogoneando el hacinamiento y la indignidad de las condiciones de encierro. Para el abolicionista noruego Thomas Mathiesen, una vez que se construye un presidio, este permanece, o sea, son “construcciones irreversibles” y tienden a la masificación: “Una vez construida una nueva prisión, será llenada hasta los topes”. (1)

De este contexto surgen con claridad los lineamientos generales de la actual política penitenciaria nacional: ante el exponencial crecimiento de la población carcelaria, la respuesta es “construir más cárceles”; para esto, es esencial contar con la cooperación de un agente privado técnicamente capaz para emprender tal empresa. Más que nunca, se consolidan el encierro masivo y el proceso de transformación del preso en una mercancía; incluso, en un producto financiero sujeto a la especulación de los mercados de valores. Y, por qué no, se origina un nuevo lobby empresarial opositor a cualquier propuesta descriminalizadora, en defensa de su interés lucrativo.

Esta solución final, sin lugar a dudas, incardina el vector de la política penitenciaria nacional en la privatización de la privación de libertad. Las pornográficas cifras en millones de dólares; la financiarización del sistema penitenciario; la participación de grandes estudios jurídicos corporativos; la poca certeza que inspira la situación económico-financiera de las empresas que se encargarán de los aspectos primordiales de la administración de la cárcel durante 27 años y medio; el simbólico e ilusorio rol del Estado en la gestión de la privación de libertad, y las graves consecuencias vaticinadas por este modelo penitenciario en la agudización de la crisis carcelaria, son algunos de los tantos elementos probatorios que permiten afirmar que el fenómeno de la privatización carcelaria en Uruguay –aludiendo al giro de Marx– nos está gritando en la cara (ins Gesicht schreien).

Daniel R Zubillaga Puchot | Abogado, integrante del Colectivo de Pensamiento Penal y Criminológico

(1). Thomas Mathiesen (2004), Diez razones para no construir más cárceles.