Las últimas décadas del siglo XX combinaron dos condiciones que desencadenaron movilizaciones en toda América Latina: las reformas neoliberales y la democratización. Así, fuimos testigos del florecimiento de los movimientos por los derechos indígenas en varios países: los zapatistas en México, los mapuches en Chile, la gran actividad del Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra en Brasil, la proliferación de ONG, el surgimiento del movimiento piquetero en Argentina y muchas otras formas similares de protesta contra las medidas de austeridad y la privatización. Aunque los ocupantes de tierras en Montevideo no protestaban contra la política económica, fueron claramente parte de sus consecuencias; en su búsqueda de derecho a la ciudad, se involucraron en diversos tipos de acción colectiva. En esta nota quiero destacar dos momentos claves de esa movilización: el primero, a fines de la dictadura; el segundo, ya en democracia, entre 1985 y 2000. Ambos tuvieron como protagonistas a los pobres de la ciudad y en ambos las redes fueron fundamentales. Pero, mientras en el primero fueron las redes provistas por comunidades religiosas, en el segundo los mediadores claves fueron los partidos políticos.
Un poquito de historia urbana
Las invasiones de tierras comenzaron en Montevideo a fines de la década del 40. Los primeros cantegriles, localizados en el norte y el noreste de Montevideo, eran muy precarios y su población estaba entre la más marginada de la ciudad. Si bien siguieron creciendo de a poco, casa a casa, Montevideo fue una ciudad que, a diferencia de la mayoría de las de la región, logró crecer sin un cinturón de informalidad. Fue recién a fines de siglo que la ciudad informal creció sin precedentes. En los 15 años entre 1985 y 2000 surgió por lo menos la mitad de los aproximadamente 400 asentamientos que hoy tiene Montevideo. Un poco antes de ese boom, comenzó la primera movilización de los más marginados de la ciudad.
El final de la dictadura militar, en 1984, fue testigo de una ola de movilizaciones y un resurgimiento de la sociedad civil. El movimiento obrero, el movimiento cooperativo de vivienda, el movimiento por los derechos humanos y el movimiento estudiantil lideraron el proceso, pero un abanico de formas más pequeñas de acción colectiva, como comedores populares y asociaciones vecinales, florecieron en la ciudad. En este contexto, una movilización pionera e inédita fue la del Movimiento Pro Vivienda Decorosa (Movide), que luego pasó a ser Pro Vida Decorosa, en un cambio de nombre que mostraba un cambio hacia la amplitud de las demandas. Un grupo de nueve cantegriles que habían crecido lentamente en los márgenes de la ciudad y el Estado comenzó a movilizarse como reacción a amenazas de desalojo. Lograron establecer un movimiento que los conectaba y que se ocupaba de asuntos más allá de sus barrios. Por medio de la prensa nos enteramos, por ejemplo, de que se opusieron a desalojos en Tres Cruces y que protestaban también por los altos precios de los alquileres. Más aun, el Movide llegó a estar en la Concertación Nacional Programática.
Esta movilización improbable de los más olvidados de la ciudad requiere más explicación que la mera necesidad de vivienda, más en un contexto autoritario, resquebrajado, sí, pero autoritario todavía. El papel mediador de ONG con jóvenes técnicos comprometidos, vinculados con parroquias muy arraigadas en estos barrios, fue clave en este proceso. El CIDC en La Teja y la organización San Vicente en Casavalle, junto con las parroquias, proveyeron recursos, contactos y un lugar a salvo para la movilización en un contexto autoritario. El Movide logró, que los desalojos pararan, pero logró también experiencias de autoconstrucción y mejora de los barrios. Logró, sobre todo, hacer visibles a los olvidados de la ciudad, que poco a poco se fueron volviendo los olvidados otra vez.
Segunda ola, los 90
La mayor parte de ese empuje de movilización de fines de la dictadura se disipó durante los primeros cinco años de democracia (1984-1989) una vez que los partidos políticos recuperaron su papel central tradicional y canalizaron y cooptaron demandas de la sociedad civil. Sin embargo, fundamentalmente entre 1985 y 2000 y claramente en torno a 1990, ocurrió una revolución silenciosa en la ciudad informal. Las invasiones de tierras en Montevideo cambiaron en cantidad y tipo. Se duplicaron y lo hicieron en una nueva modalidad: planificadamente. Condiciones estructurales, como la desindustrialización persistente y, quizá aun más directamente, el alza en los precios de los alquileres, estuvieron sin duda detrás de este fenómeno. Pero, como decía el gran sociólogo Charles Tilly, las necesidades son a la movilización lo que el oxígeno a la combustión: necesarias pero no suficientes. En mi trabajo argumento que el aumento de la competencia electoral por los votos de los pobres urbanos fue clave para la permisividad y los apoyos que los asentamientos organizados recibieron de los más distintos organismos estatales y redes políticas. El Frente Amplio (FA) comenzó a ganar poco a poco los votos de las zonas de la ciudad que tradicionalmente pertenecían a las facciones más populistas del Partido Colorado. El gobierno estaba dividido. Por poner un ejemplo, entre 1994 y 1999, la izquierda tenía el gobierno de la ciudad; el Partido Colorado, el gobierno nacional; y un blanco tenía la presidencia de OSE, organismo clave para los asentamientos. Los líderes de asentamientos irregulares entendieron esto rápidamente: como me decía uno de ellos, “nosotros franeleamos con todos ellos”.
A partir del año 2000 las ocupaciones comenzaron a ser eventos raros otra vez. Más aun, durante la crisis de 2002, los asentamientos montevideanos se densificaron, pero no aumentan en número de barrios. La tolerancia a las ocupaciones en la ciudad bajó. Comenzó a haber desalojos. Tal vez el caso más reciente ocurrió en 2011, cuando un grupo de casi 300 familias ocupó en Nuevo Capra y fue desalojado. Distintas razones están detrás de esta disminución de nuevas ocupaciones. Primero, los ciclos de movilización siempre tienen la forma de una u invertida y no duran para siempre. Pero, además, las condiciones que generaron esta ola de ocupaciones ya no estaban presentes. La competencia electoral por los pobres urbanos disminuyó. El FA ganó esos votos. Además, hubo una actitud cada vez más responsable respecto de la expansión de la ciudad a nivel del gobierno departamental y también por parte de algunos vecinos. Por otro lado, hubo un cambio legal. Mientras los ocupantes de los 90 encontraron una legislación muy favorable y una vigilancia débil de las tierras vacantes, los de los 2000 (después de 2007, en realidad) se encontraron con que los jueces dejaron de aceptar el estado de necesidad para justificar ocupaciones y comenzaron a procesarlas como usurpaciones. Finalmente, y no menos importante, el país y la ciudad han vivido un contexto de bonanza económica. Está por verse cómo sigue esta historia en una ciudad que hoy es más igualitaria en términos de distribución del ingreso respecto del momento del boom de ocupaciones, pero muchísimo más fragmentada que en el pasado.
María José Álvarez Rivadulla | Profesora asociada de Sociología en la Universidad de los Andes, doctora en Sociología por la Universidad de Pittsburgh.